…Mientras Ariadna contemplaba, desnuda, la vacía lejanía, y
pensaba que le habría gustado estar en Atenas, como esposa de Teseo, y
prepararle el lecho donde ni siquiera entraría, y ayudar a la otra que, por el
contrario, entraría en aquel tálamo, y ofrecer a Teseo una jofaina de agua en
la que lavarse las manos después del banquete, mientras Ariadna aún enumeraba
en su mente las más insignificantes muestras de servidumbre que le habría
gustado ofrecer al amante desvanecido, un nuevo pensamiento rozó su mente;
quizás otras mujer había vivido sentimientos semejantes a los suyos, su entrega
y su abyección no eran únicas, como al comienzo le había gustado decirse. ¿Y
quién era esa otra? La reina, la resplandeciente, la desvergonzada, su madre, Pasífae.
En el fondo, también ella, encerrada en la ternera de madera con ruedas, tosco
y pesado juguete coloreado, había aceptado servir de criada a un mayoral
cualquiera. Había agachado el cuello para que la uncieran, había balbucido
palabras de amor a un obtuso toro que mordisqueaba la hierba. Oculta en la
oscuridad sofocante y en el olor de la madera, le estorbaba la flauta del
mayoral porque aspiraba a oír un único sonido: el mugido del sagrado toro blanco. Después asaltó a Ariadna otra idea, consecuencia de la
primera: si ella, Ariadna, no hacía más que repetir la pasión de la madre
Pasífae, si ella era Pasífae, entonces Teseo era el toro. Pero Teseo había
matado a su hermano el toro, y precisamente con la ayuda de ella, Ariadna.
¿Había entonces ayudado a Teseo a matarse? ¿O las únicas muertas en esta
historia, eran siempre ellas, Pasífae ahorcada y la propia Ariadna, que se
disponía a ahorcarse, y su hermana Fedra, que un día se ahorcaría? Los toros,
en cambio, y sus matadores parecían revelarse perennemente, como si para ellos
matar y ser muertos fuera una alternancia como desvestirse y vestirse. El toro
no conocía la muerte perpendicular y última, arrancada a la tierra, de la
ahorcada…
Toda la historia de Ariadna está tramada en torno a una
corona. «Viene mi primo», pensó la joven princesa de Knossos cuando le dijeron
que el lascivo Dionisos había desembarcado en la isla. Jamás había visto a ese
pariente suyo —hermosísimo, según decían las damas de la corte—, que había
nacido de la pira de la madre. Dionisos, cuando se le apareció, no quiso
hospedarse en el palacio, ni siquiera detenerse en él. La tomó de la muñeca y
la llevó consigo a una de las muchas grutas de Creta donde la oscuridad había
sido penetrada por una corona deslumbrante. Oro como fuego y gemas indias. Dionisos
ofreció la corona a Ariadna como regalo por aquellas primeras nupcias furtivas.
La corona, señal de lo que es perfecto, «heraldo del silencio propicio», había
sido una seducción instintiva y salvaje. Pero, según la antigua lengua griega,
«seducir» quiere decir «destruir». La corona circular es la perfección del
engaño, es el engaño que se encierra en sí mismo, es la perfección que incluye
el engaño. Cuando Ariadna fijó la mirada en la belleza de Teseo, ya no
era una doncella que juega con sus hermanas en el palacio de Knossos. Era la
esposa de un dios, aunque nadie hubiese sido testigo de las nupcias. El único
testigo había sido aquella corona resplandeciente. Pero también Teseo surgió
del palacio subacuático del padre Poseidón llevando en la mano una corona hecha
de goteantes florecillas de manzano, que irradiaban una luz verdosa. La regaló a Ariadna,
de igual modo que Dionisos le había regalado su corona. Y al mismo tiempo
Ariadna regalaba la corona de Dionisos a Teseo. Por una parte Teseo repetía un
gesto del dios, por otra Ariadna traicionaba al dios para que el extranjero
pudiera matar al Minotauro, que pertenecía al dios-toro. Teseo se adentró por
los oscuros meandros del laberinto guiado por la luz de la corona
resplandeciente. Bajo aquella luz destelló su espada antes de hundirse en el
cuerpo del mancebo con cabeza de toro. Así Ariadna exaltaba el engaño:
traicionaba al divino esposo y además ofrecía su regalo nupcial al hombre que
estaba ocupando su lugar.
Ariadna es engañada en el mismo momento que perpetra su
engaño: cree que Teseo es contrario al dios, le ve como el hombre que la
rescatará para llevarla a Atenas, como esposa, lejos del círculo mágico del
toro. En Naxos, cuando reapareció, Dionisos lucía una corona radiante. Ariadna
la contemplaba y pensaba en las restantes coronas que habían sido para ella el
origen de todos los engaños. En ese momento sabía que aquella corona había sido
siempre la misma y que su destino sería acabar prisionera de aquella corona
radiante. Solitaria en el cielo: Corona Boreal. En las historias cretenses, al comienzo hay un toro; al
final también hay un toro. Al inicio Minos evoca de las aguas el toro blanco de
Poseidón, prometiendo sacrificarlo al dios cuando aparezca. El toro aparece y
Minos no cumple su promesa. Aquel toro es demasiado bello, no quiere matarlo,
quiere que sea suyo. Será el toro por el que desarrollará una pasión funesta la
mujer de Minos, Pasífae. Al final, Teseo captura al toro de Maratón, que sigue siendo
el toro cretense surgido del mar. Después de los amores con Pasífae, el toro se
había vuelto salvaje, y Minos había llamado a Heracles para capturarlo. El
héroe lo había apresado y llevado al continente. Durante largo tiempo, el toro
había vagado por el Peloponeso, antes de llegar al Ática. Y allí nadie había
conseguido vencerle, ni siquiera Androgeo, hijo de Minos, que, sin embargo,
vencía a todos los atletas atenienses en los Juegos. Le venció Teseo, en
Maratón. Y lo ofrenda a su padre, Egeo, que lo sacrifica a Apolo. Todo lo que
transcurre entre ese inicio y ese final, el destino de Ariadna, está incluido
en el desplazamiento de un sacrificio: de Poseidón a Apolo, de Creta a Atenas.
Este paso está constelado de víctimas, las que caen alrededor del lugar del
sacrificio; limaduras de hierro en el campo magnético. Del sacrificio, junto
con la sangre, manan las historias. Así afloran los personajes de la tragedia.
En las historias cretenses, son Pasífae, el Minotauro, Ariadna, Fedra, Minos,
Hipólito, y el propio Egeo. Teseo se olvida de arriar las velas negras, al
regreso de Creta, y Egeo se mata arrojándose de la acrópolis. Era una última
apostilla al desplazamiento sacrificial.
El destino de Ariadna estaba doblemente sellado desde el
principio, y los ritos de Naxos celebran su duplicidad, sin mitigarla con una
sucesión de muerte y resurrección. Aquella que es la «esposa» de Dionisos, la
única seleccionada en el cortejo de mujeres que le rodean, aquella a la que el
dios dará incluso su nombre, llamándola Libera, es también la mujer que
Dionisos hace matar. El dios se dirigió a Artemisa, siempre dispuesta a tensar
su arco. Le pidió que traspasara a Ariadna con una flecha. Quiso también ser
testigo del vil asesinato. Después, el tiempo lo embellece todo y en las
paredes de Pompeya aún se conservan las imágenes de las nupcias celestiales,
como si la dicha no hubiese sido sustituida por la tragedia. Ninguna mujer, ninguna diosa tuvo tantas muertes como
Ariadna. La piedra en la Argólida, la constelación en el cielo, la ahorcada, la
muerta de parto, la doncella con el seno traspasado por una saeta: todo eso es
Ariadna.
Juegos cretenses en honor del toro sagrado |
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