El estudio de las Cruzadas trae el recuerdo de otro fenómeno
en el que se mezclan también los factores religiosos y bélicos, el de la guerra
santa (yihad) islámica. La guerra santa, aconsejada por el profeta del Islam
como medio de imponer la fe por las armas a los infieles o no creyentes, no había sido
nunca una obligación fundamental para los musulmanes, pero, sin duda, dio vida
a la gran expansión islámica de los siglos VII y VIII. Según las teorías más
simples, la Cruzada habría sido una versión cristiana de la guerra santa y
provocaría la réplica inmediata de los musulmanes mediante la puesta en
práctica de la yihad. Los hechos no confirman esto, porque las Cruzadas fueron,
ante todo, peregrinaciones movidas por una mística colectiva, y la actividad
bélica a que dieron lugar ha de ser considerada como producto marginal, al
menos en los primeros decenios. Pasaría mucho tiempo hasta que madurase la idea de que era
santo y saludable hacer la guerra al islam porque los musulmanes representaban
el ejemplo más sobresaliente de enemigos de la fe cristiana; y esta
idea se desarrolló más, por ejemplo, en la península Ibérica que en Palestina.
Por otra parte, la llegada de los cruzados a Siria y Palestina no provocó de
forma inmediata una actividad musulmana que pueda considerarse yihad. Para
comprender esto hay que conocer con cierto detalle la situación del Próximo
Oriente musulmán, en especial Siria, en el siglo XI, y el estado en que se
hallaba la idea de guerra santa. Por lo general, los historiadores de las
Cruzadas descuidan tales aspectos, al considerarlas desde un punto de vista
exclusivamente europeo. Siria había sido una de las zonas fronterizas del mundo
islámico que soportó más guerras contra uno de los grandes enemigos por
antonomasia: Bizancio; si bien es cierto que los musulmanes habían arrebatado en el siglo VII esa provincia al antiguo Imperio de Oriente, de cultura romana y tradición cristiana. En Siria, la guerra santa se había mantenido como ideal
colectivo del islam hasta mediados del siglo IX; con ciertas alternativas, había atraído
a numerosos voluntarios de la fe, que se acuartelaban en los castillos
fronterizos, y la convirtió en tierra de elección para los musulmanes que
seguían considerando un deber primordial la expansión geográfica de la fe musulmana por la fuerza; una fe originaria de la península Arábiga, pero que acabaría imponiéndose violentamente en Oriente Próximo. El avance definitivo de la frontera del Asia Menor, más allá de las
estribaciones de los montes Tauro, privó a Siria de su carácter fronterizo, y quedó rodeada de territorios musulmanes arrebatados a los bizantinos. La crisis de la unidad de la política islámica contribuyó a
relegar en el olvido a la primitiva yihad, porque aunque la dinastía fatimí de
Egipto la usó como bandera de combate ante los apáticos abasíes, de hecho, ellos
mismos, como herejes, eran considerados objeto de guerra por los musulmanes
ortodoxos (suníes), entre los que se contaban, ya en el siglo XI, los turcos
selyúcidas, la mayor potencia militar dentro del islam de entonces, y dominadores
de Siria y Palestina en vísperas de la Cruzada de 1099, y habían pasado siglos desde que
la idea de la yihad tuviera repercusiones importantes sobre la mentalidad
colectiva de los musulmanes sirios. Su actitud ante la llegada de los cruzados fue de miedo, de odio incluso, pero no despertó
conciencia de guerra santa. Los sirios consideraron la Cruzada
como prolongación de las anteriores campañas bizantinas de reconquista o como una reanudación
de las mismas, y contribuía a esta creencia el haber utilizado Bizancio, en los
siglos X y XI, mercenarios escandinavos (vikingos), normandos y francos, que es
el nombre genérico con el que los musulmanes de Tierra Santa conocerían a los
cruzados europeos.
No se percibió, pues, ni la originalidad de la Cruzada ni su
carácter permanente: se pensó, incluso, que se podría integrar a los «francos» en
un modus vivendi aceptable para los sarracenos, una vez superados los primeros momentos
de violencia bélica. Pero con el paso de los años, al prolongarse la presencia
y el dominio europeos y al comprobar que no remitía su agresividad, se fueron
creando las condiciones precisas para el renacimiento limitado de la yihad en
Siria. Este renacimiento parcial acabaría convirtiendo las actividades
militares musulmanas contra los europeos en una contracruzada ideológica, pero
hay que recordar que en aquellas guerras intervinieron por parte islámica otros
factores nada despreciables: la xenofobia, mezclada con el pánico que
despertaban los brutales ataque de los «francos». El deseo de recuperarse de
las pérdidas económicas mediante la adquisición de botín. Y, sobre todo, la
esperanza de expansión político-militar y el afán de prestigio de ciertos
gobernantes musulmanes, que ven en la práctica y en la propaganda de la yihad
en medio de aumentar su poder político a costa del de sus vecinos. La guerra santa será utilizada por algunos gobernadores
turcos de ciudades sirias como medio de unificación del país. La guerra santa
será también un instrumento de propaganda y de lucha utilizado por los
ortodoxos suníes de Siria, vinculados nominalmente al califa de Bagdad, contra
los herejes fatimíes de Egipto, y provocó una gran reacción de la ortodoxia
contra el fanatismo a lo largo de todo el siglo XII. A la luz de estas
consideraciones se aclara mucho la actividad de Zengi, Nur al-Din y Saladino.
La idea de yihad comienza a tomar cuerpo en Alepo, hacia 1120, aunque con una
dimensión muy modesta y servida por una propaganda que se limitaba a ciertos
medios pietistas musulmanes. Zengi no estimuló demasiado su desarrollo, preocupado como
estaba por otras cuestiones ajenas a la lucha contra los europeos. Sin embargo, su hijo Nur al-Din convirtió la idea de yihad en clave
de su política, convirtiéndola en manifestación externa de la reacción suní
frente a los fatimíes, como tuvo ocasión de manifestar durante su intervención
en Egipto. Nur al-Din buscó para sus empresas el respaldo religioso de los
califas y añadió los argumentos generales de la guerra santa otros propios del
lugar y de la época, en especial el anhelo de recuperar Jerusalén y Palestina,
tierras santas del islam, desarrollando en torno a ellos una gran propaganda.
El renacimiento de la yihad llega a su apogeo con Saladino, en especial tras la
unificación de Siria y Egipto en 1183. La guerra santa se convierte en deber
colectivo. Se exalta el antagonismo religioso hacia los cristianos y, por fin,
llegan los musulmanes a tener una idea de los verdaderos móviles de la Cruzada, al
comprobar en los «francos» su ardor religioso, el valor que tiene para ellos
Jerusalén y la importancia de la ayuda europea dirigida por el Papa. Así, su lucha se sitúa en el mismo plano religioso en que la
mantenían los europeos, y Saladino exaltará el carácter sagrado que Jerusalén
tienen para los musulmanes, elevando la importancia simbólica de la mezquita de
Al-Aqsa a un nivel casi comparable a los de La Meca y Medina, ciudades santas del islam. Y la propaganda del emir utilizará en 1183
expresiones propias de una auténtica contracruzada: «Ahora que todos los países
musulmanes están bajo nuestra jurisdicción o la de nuestros subordinados,
debemos, como respuesta a este favor del cielo, dirigir nuestra resolución,
utilizar todo nuestro poder contra los malditos cruzados. Debemos combatirlos
en nombre de Dios. Borraremos con su sangre las pisadas con que han cubierto la tierra santa del islam». Después del impulso dado por Saladino y de la reconquista de
Jerusalén en 1187, la yihad decae de nuevo. El estancamiento y la división del
mundo islámico impedían que se convirtiese en la tremenda idea motriz de cuatro
siglos antes. Pero aquel momentáneo chispazo había bastado para reducir el
poder europeo en Palestina y Siria y para elevar el nivel de la guerra, por
parte de los musulmanes, al mismo ámbito religioso en que los cruzados la
llevaban a cabo.
Carga de los caballeros templarios en El-Kerak en 1183 |
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