El emperador Diocleciano se veía a sí mismo como un
restaurador, una figura de autoridad cuyo deber era devolver la paz y la
estabilidad al Imperio en un momento en que los bárbaros, desde el Danubio,
empezaban a mostrar síntomas de intranquilidad. Ciertamente aglutinó buena
parte del poder en su persona, pero, al mismo tiempo comprendió sensatamente
que un solo hombre ya no podía regir eficientemente los destinos del Imperio.
En sus políticas impuso un sistema de valores tradicionales sobre una población
diversificada y a menudo poco receptiva. Siguiendo con esa idea, en la
divulgación imperial del período se pervierte la historia reciente y se
minimizan los logros alcanzados para presentar a los tetrarcas como los
verdaderos «restauradores». Los logros de Aureliano, por ejemplo, son
ignorados, la revuelta de Carausio se traslada temporalmente al tiempo de
Galieno, y se da a entender de forma implícita que los tetrarcas fueron los
artífices de la derrota de la reina Zenobia de Palmira, que tuvo lugar en
tiempos de Aureliano (270–275). El período entre Galieno y Diocleciano queda
completamente borrado, de manera que la historia del Imperio antes de la
tetrarquía aparece reflejada como un tiempo de guerra civil, despotismo y
colapso económico. En aquellas inscripciones en las que aparecen sus nombres,
Diocleciano y sus colegas aparecen como los «restauradores del mundo entero»,
hombres que tuvieron éxito en la «derrota de las naciones bárbaras, y en
asegurar la tranquilidad de su mundo». Diocleciano también aparece como el «padre
de la paz eterna», y el argumento de la restauración se une al énfasis que se
hace en los extraordinarios logros obtenidos por los tetrarcas.
Milán, Tréveris, Arlés, Sirmio, Serdica, Tesalónica,
Nicomedia y Antioquía, fueron las ciudades donde los emperadores permanecieron
más tiempo durante este período, y se convirtieron en capitales alternativas,
relegando a Roma, con su élite aristocrática y senatorial, a un segundo plano.
Se creó un nuevo estilo ceremonial a la manera asiática, en el que se enfatizaba
la distinción del emperador del resto de sus súbditos. Los ideales
pseudorepublicanos del primus inter pares de la época de Augusto quedaron
abandonados en un nuevo sistema en el que los únicos que podían considerarse
comparables entre sí eran los propios tetrarcas. Diocleciano adoptó el uso de
diademas de oro y coronas enjoyadas, y prohibió el uso de la púrpura imperial a
todos salvo a los otros tetrarcas. Sus súbditos debían postrarse en su
presencia (adoratio) y los más afortunados recibían permiso para besar el bajo
de su túnica (proskynesis). Los circos y las basílicas fueron diseñados para
mantener la cara del emperador siempre a la vista de todos, y en el lugar de
mayor preponderancia. El emperador se convirtió en una figura de autoridad
trascendente, un hombre por encima de todos los demás, y todas sus apariciones
en público eran preparadas y calculadas para que destacase. Aunque este estilo
no era nuevo —muchos de sus elementos ya se vieron en los reinados de Aureliano
y Severo—, en la época de la tetrarquía se sofisticó considerablemente.
En concordancia con su Reforma política desde la ideología
del republicanismo a la de la autocracia, el consejo asesor de Diocleciano, su
consilium, fue diferente al de emperadores anteriores. Destruyó la ilusión que
Augusto había creado siglos antes, en la que el gobierno imperial se presentaba
como un trabajo cooperativo entre el emperador, el Ejército y el Senado. En su
lugar impuso una estructura realmente autocrática, un cambio que se terminaría
reflejando en el propio nombre de la institución: se llamaría consistorium
(consistorio), y no «consejo». Diocleciano estructuró su corte distinguiendo
departamentos separados (scrina) para las distintas tareas. A partir de esta
estructura surgieron los cargos de los distintos magistri, como la del Magister
Officiorum y los secretariados asociados. Se trataba de hombres preparados para
gestionar las peticiones, requerimientos, correspondencia, asuntos legales y
embajadas extranjeras. Diocleciano mantuvo en su corte un cuerpo permanente de
asesores legales, hombres con significativa influencia en su reestructuración
de los asuntos jurídicos. También hubo dos ministros de finanzas, uno de ellos
encargado del Tesoro y otro de los dominios privados del emperador, y un prefecto
del Pretorio, el cargo más importante de todos ellos. La reducción que
Diocleciano hizo de la Guardia Pretoriana, implicó una reducción de los poderes
militares del prefecto del Pretorio, pero el cargo mantuvo una gran autoridad
civil. El prefecto tenía a su cargo a cientos de funcionarios y gestionaba
asuntos en todas las áreas de gobierno: impuestos, administración,
jurisprudencia y determinados asuntos militares. El prefecto del Pretorio solo
respondía de sus actos ante el emperador.
Diocleciano incrementó enormemente el número de burócratas.
Lactancio llegó a decir que había más personas usando el dinero de los
impuestos que las que había pagándolos. Por otra parte, y para reducir la
posibilidad de que apareciesen usurpadores en las provincias, y para facilitar
una recaudación de impuestos más eficiente y mejor hacer cumplir la ley,
Diocleciano dobló el número de provincias; pasando de las cincuenta hasta ser
casi cien. Las provincias, a su vez, quedaron agrupadas en doce diócesis, cada
una de ellas gobernada por un oficial llamado vicarius, que respondía ante el
prefecto del Pretorio. Alguna de las divisiones provinciales tuvo que ser
dividida, por lo que fueron modificadas de nuevo. La propia Roma quedó fuera
del sistema, y sería administrada por un prefecto. Este fue el único puesto de
prestigio, que además conservó cierto poder efectivo, reservado a la clase
senatorial.
Se facilitó la extensión de la ley a las provincias durante
esta época, puesto que la Reforma de Diocleciano de la estructura territorial
del Imperio suponía que hubiese ahora un mayor número de gobernadores
(praesides) gobernando sobre regiones y poblaciones más pequeñas. La principal
función del gobernador sería presidir los tribunales de primeras instancias:
los vicarios y los gobernadores pasaban a ser los responsables de administrar
justicia y de recaudar las contribuciones. También surgía una nueva clase de
duces («duques»), que eran quienes retenían el mando militar,
independientemente de las cuestiones civiles. Los duques en ocasiones
administraban dos o tres nuevas provincias, y tenían a su mando tropas que
variaban desde los 2.000 hombres hasta los 20.000. Por otro lado, además de su
papel de jueces y de recaudadores de impuestos, los gobernadores debían
mantener el servicio postal (cursus publicus) y asegurarse de que los consejos
de las ciudades cumplían sus deberes.
Esta reducción de los poderes de los gobernadores como
representantes del Estado redujo la capacidad de los gobernadores para oponerse
a las élites locales. En una ocasión Diocleciano tuvo que exhortar a un
procónsul de África para que no temiese presionar, si ello era necesario, a los
magnates locales de rango senatorial. Al igual que muchos otros emperadores,
gran parte de la rutina diaria de Diocleciano giraba alrededor de los asuntos
legales: responder a las apelaciones y peticiones, y emitir dictámenes sobre
cuestiones problemáticas. Este tipo de actividades interpretativas era uno de
los deberes habituales de los emperadores desde la época de Claudio (37–41
d.C.). Diocleciano tenía una gran cantidad de trabajo de ese tipo, y no podía
delegarlo sin que pareciese que caía en la dejación de responsabilidades. Los
prefectos del Pretorio Afranio Anibaliano, Julio Asclepiadeo y Aurelio
Hermogeniano le ayudaron en el trabajo de regulación y presentación de este
trabajo burocrático, si bien el legalismo propio de la sociedad romana seguía
haciendo que la carga de trabajo burocrático fuese muy elevada. Los emperadores
del siglo III anteriores a Diocleciano no habían conseguido llevar a cabo estos
deberes de forma tan efectiva, y el número de dictámenes jurídicos que
emitieron fue reducido. Diocleciano, por el contrario, hizo una labor
prodigiosa: existen alrededor de 1.200 dictámenes emitidos en su nombre que han
sobrevivido hasta nuestros días, y éstos, probablemente, representan solo un
pequeño porcentaje del total. El espectacular incremento en el número de
resoluciones emitidas durante su principado, se ha interpretado como un hecho
que evidencia el esfuerzo gubernamental y administrativo realizado por
Diocleciano. El principado de Diocleciano, no obstante, marca el final del
período clásico del Derecho romano. Bajo Constantino la legislación del Imperio
quedaría impregnada de influencias jurídicas griegas y orientales.
La reforma del Ejército
Las reformas militares emprendidas por Diocleciano
estuvieron encaminadas, principalmente, a evitar la concentración de tropas
bajo un mismo mando, con el fin de impedir posibles sublevaciones. Se
desplegaron tropas en gran cantidad de provincias, al mando de duces o duques.
Además, Diocleciano puso especial interés en separar el poder político del
militar, privando a los gobernadores provinciales de cualquier tipo de mando
sobre las tropas. Lactancio criticó a Diocleciano por provocar lo que él
consideraba un incremento excesivo de los efectivos del ejército, declarando
que «cada uno de los cuatro tetrarcas intentaba tener un número mucho más
grande de tropas que las que habían tenido emperadores anteriores cuando
gobernaban el estado en solitario». Zósimo (pagano del siglo V) alababa por el
contrario a Diocleciano por haber mantenido a los ejércitos en las fronteras en
lugar de mantenerlos en las ciudades, como decía que hizo Constantino.
Ciertamente, a partir de Constantino, el Ejército romano fue menguando al mismo
ritmo que crecía el clero católico y el emperador se implicaba cada vez más en
asuntos religiosos, abandonando los asuntos militares. Sin duda, la
cristianización del Imperio fue uno de los factores determinantes que provocaron
su desaparición en Occidente en el siglo V.
Diocleciano y los demás tetrarcas incrementaron enormemente
los efectivos del Ejército, y este crecimiento se produjo principalmente en las
regiones fronterizas, aunque es difícil establecer los detalles precisos de
estos movimientos dada la escasa información de las fuentes. El Ejército
aumentó hasta los 580.000 soldados, cuando en el año 285 las cifras eran de
unos 390.000. El incremento fue menor en el Este, donde pasó de 250.000 a
310.000 hombres, de los cuales la mayoría servían en las fronteras con Partia.
Asimismo, las fuerzas navales también se incrementaron pasando de unos 45.000
hombres hasta los 65.000. Diocleciano impuso dos modos de reclutamiento: por un
lado, servir en el Ejército se convirtió por ley en un oficio hereditario con
la finalidad de asegurar su continuidad. Por el otro, cada comunidad asumió la
obligación de proporcionar un número determinado de soldados al Estado. De lo
contrario ésta debía pagar un impuesto dirigido a poder financiar la
contratación de mercenarios bárbaros en los limes. Además, Diocleciano creó las
limitanei (tropas situadas a lo largo del limes) y las comitatenses. Éstas eran
tropas especializadas y de intervención rápida acuarteladas en las cuatro
capitales del Imperio. Así pues, estas tropas estaban destinadas a velar por la
seguridad de cada capital. El incremento de efectivos del Ejército y del funcionariado
civil supuso, lógicamente, un aumento del gasto público que debía financiarse
mediante impuestos. Dado que el mantenimiento del Ejército absorbía la mayor
parte de los presupuestos del Estado, cualquier Reforma era especialmente
costosa. Los salarios se mantuvieron en niveles bajos, y hubo soldados que
recurrieron a menudo a la extorsión o a la compatibilización de sus labores en
el Ejército con otros trabajos de carácter civil. Algunos oficiales llegaron
incluso a recibir pagos en especie en lugar de sus salarios. A la vista de los
problemas para mantener este Ejército tan numeroso, y para evitar un amotinamiento
de las tropas si se retrasaban las soldadas, o un conflicto civil si se
aumentaban más los impuestos, a la vez que se bajaban los salarios, Diocleciano
tuvo necesidad de diseñar un nuevo sistema impositivo.
En cuanto a las fortificaciones y sistemas defensivos, es
difícil distinguir arqueológicamente las construidas en tiempo de Diocleciano
de otras levantadas por sus predecesores, o por sus sucesores. Lo más que puede
determinarse sobre las estructuras que se construyeron bajo el principado de Diocleciano
es que reconstruyó y fortaleció los fuertes de la frontera de la parte alta del
Rin, en donde continuó los trabajos que se habían realizado en la época del
emperador Probo (276–282) dada su proximidad en el tiempo. También fortificó
las guarniciones de Egipto, y reforzó los acuartelamientos y fortalezas en la
frontera con Partia. Diocleciano y los demás tetrarcas carecieron de un
programa consistente para conquistar nuevos territorios. La Strata Diocletiana,
la línea fortificada que se extendía desde el Éufrates a Palmira y el noreste
de Arabia, es el sistema fronterizo clásico del Bajo Imperio, consistente en
una carretera exterior seguida por fuertes espaciados y de más fortificaciones
en la retaguardia. En un intento de resolver la dificultad que entrañaba la
lentitud en el envío de órdenes hasta la frontera, las nuevas capitales de la
tetrarquía se colocaron todas mucho más cerca de las fronteras del Imperio:
Trier estaba ubicada en el Rin, Sirmio y Serdica estaban cerca del Danubio,
Tesalónica estaba en la ruta hacia Oriente, y Nicomedia y Antioquía eran puntos
estratégicos en cuanto a las relaciones con Partia.
Reformas económicas
Los edictos fiscales de Diocleciano también enfatizaron la
responsabilidad solidaria de los que estaban obligados a tributarlos. Los
registros públicos de los impuestos se crearon para incrementar la
transparencia en la recaudación impositiva, de modo que los contribuyentes
pudieran conocer con exactitud cuánto habían pagado sus vecinos. La figura del
decurión había sido hasta entonces un cargo honorífico que muchos aristócratas
adinerados intentaban conseguir por prestigio, pero a raíz de las reformas de
Diocleciano se convirtió en un cargo mucho más riguroso, que podía llevar a la
quiebra en el caso de una importante caída en las cifras de producción. Por
otra parte, Diocleciano también introdujo en las poblaciones la obligación
comunitaria de pagar los impuestos: el consortium. Con esto, si un individuo de
una comunidad abandonaba y se marchaba a un latifundio para no tener que pagar
los impuestos, los que se quedaban allí tenían que abonar la parte del otro
haciendo de las recaudaciones una carga cada vez más insoportable. Por esto se
estableció el munnera (impuesto en trabajo público), para aquellos que ya no
podían pagar de otro modo. El pueblo romano, acostumbrado históricamente a una
recaudación de impuestos irregular e inefectiva, tuvo que pasar un incómodo
período de ajuste al nuevo sistema. Sin embargo, incluso las clases más bajas
eran capaces de pagar su parte. Los beneficios del nuevo sistema estaban a la
vista: los impuestos eran predecibles, regulares y justos, y la población vivía
sin miedo. Los ciudadanos del siglo IV pagaban sus impuestos, y se sentían
seguros dentro de las fronteras establecidas, y no temían a los bárbaros. Con la cristianización del Imperio, buena parte de esos
impuestos que se recaudaban de forma más equitativa gracias a las reformas de
Diocleciano, empezaron a desviarse a las arcas de la Iglesia, en detrimento del
Ejército y la administración del Estado. Así pues, la Reforma impositiva
diseñada por Diocleciano sirvió para financiar a la misma institución que había
perseguido, la Iglesia, por considerarla un enemigo del Imperio.
El Edicto sobre Precios Máximos (Edictum De Pretiis Rerum Venalium)
se promulgó dos o tres meses después del Edicto sobre la Moneda, en algún
momento entre el 20 de noviembre y el 10 de diciembre de 301. El texto del
edicto ha llegado hasta nuestros días a través de muchas versiones, en
materiales tan diversos como la madera, el papiro o la piedra, siendo la
versión mejor conservada la de una inscripción en latín encontrada en la parte
oriental de Grecia. En el edicto, Diocleciano culpa de la crisis monetaria a la
incontrolada avaricia de los mercaderes que había llevado a la confusión de los
mercados y del resto de los ciudadanos. El lenguaje del edicto hace un
llamamiento al pueblo para que piense en la memoria de sus líderes benevolentes
y les exhorta a hacer cumplir lo dispuesto en el edicto, restaurando la perfección
en el mundo. El edicto continúa listando más de mil bienes de consumo,
adjuntando el precio máximo que no debe superarse en cada uno de ellos. Se
interponen diversas sanciones por los incumplimientos del edicto. Básicamente, el edicto ignoraba la existencia de la ley de
la oferta y la demanda: no tenía en cuenta el hecho de que los precios de los
productos podían variar de una región a otra en función de su disponibilidad, e
ignoraba el impacto que los costes de transporte podían tener en el precio final.
Continuaron la inflación, la especulación y la inestabilidad monetaria, y el
mercado negro creció para acoger la comercialización de los productos que, por
cuestión de precio, habían quedado fuera de los mercados oficiales. Las
sanciones del edicto se aplicaron de forma poco uniforme en los distintos
territorios del Imperio, e incluso algunos historiadores creen que solo se
llegaron a aplicar en los territorios controlados directamente por Diocleciano.
Hubo tanta resistencia en su aplicación, que el edicto dejó finalmente de
aplicarse, probablemente al año de su promulgación. Lactancio escribió sobre
las perversiones que ocurrieron a causa del edicto: bienes que quedaron
excluidos del mercado, peleas sobre variaciones de precios en cuestión de
minutos, muertes por aplicación de las normas del edicto, etcétera. Sin
embargo, y aunque su relato pueda ser cierto, los historiadores modernos
consideran que es probable que sea exagerado e hiperbólico, sobre todo teniendo
en cuenta que el impacto de esta ley no aparece en ninguna otra fuente antigua.
Diocleciano fue uno de los pocos emperadores de los siglos
III y IV que murió de forma natural, y el primero en la historia del Imperio en
retirarse de manera voluntaria. Una vez retirado, sin embargo, la tetrarquía
que él había creado, se colapsó. Sin la guía de Diocleciano el Imperio estalló
en frecuentes guerras civiles y solo en el año 324, cuando Constantino emergió
como triunfador, volvió la estabilidad. Bajo el nuevo Imperio de Constantino, y
con el cambio de rumbo en la religión estatal, Diocleciano acabaría siendo
demonizado. Aun así, el propio gobierno de Constantino sirvió para validar los
logros de su antecesor y del principio autocrático que representaba: las
fronteras permanecieron seguras a pesar de las guerras civiles, la
transformación burocrática del gobierno romano se completó, y Constantino
incluyó los actos ceremoniales de Diocleciano en su corte, haciéndolos incluso
más extravagantes. Constantino ignoró aquellas partes del gobierno de
Diocleciano que no encajaban en sus planes. La política monetaria de
Diocleciano basada en la estabilidad de la plata quedó abandonada, y fue
sustituida por una moneda basada principalmente en el solidus de oro, que
heredaría el Imperio Bizantino. El paganismo de Diocleciano fue repudiado en
favor de un cristianismo apoyado por el Imperio, y sus controles de precios se
ignoraron. La nueva religión sería atada a la estructura del Estado de un modo
autocrático, y Constantino alegaría tener una relación tan cercana al dios
cristiano, como la que Diocleciano decía tener con Júpiter Óptimo Máximo. Con
todo, y gracias a las reformas en la administración del Estado emprendidas por
Diocleciano, el Imperio Romano de Occidente sobreviviría un siglo y medio
después de su muerte, del 311 al 476.
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