William Colby, jefe de la CIA entre
1973 y 1976, declaró en sus memorias que «la mayor operación política asumida
por la CIA en Europa fue prevenir el avance comunista en Italia en las
elecciones de 1948, impidiendo así que la OTAN fuese amenazada políticamente
por una quinta columna subversiva: el PCI (Partido Comunista italiano)». Aunque
sería más exacto decir que lo que hizo la CIA fue «intervenir» y boicotear
dichas elecciones alterando el resultado. Un documental emitido por la BBC
hace algunos años confirmaba las palabras de William Colby a través de los
testimonios del general Vernon Walters, ex subdirector de la CIA, y de Richard
Allen, el que fuera titular del Consejo de Seguridad Nacional durante la
administración Reagan (1981-1989). Walters describe cómo el papa Juan
Pablo II pactó una coalición con la CIA y Washington, mientras Richard Allen
puntualiza la función manifiestamente colaboracionista que desempeñó el jefe de
la Iglesia católica dentro del sistema capitalista global liderado por Estados
Unidos. De acuerdo con las investigaciones
realizadas por escritores y periodistas de la talla de David Yallop, Gurwin,
Sisti, Modolo, Di Fonzo, Piazzesi, Bonsanti, Doménico, Rupert Cornwall, Jack
Hoffmann y John Jackson, la mafia italonorteamericana utilizó las instituciones
financieras del Vaticano para blanquear dinero sucio procedente del
narcotráfico, de la evasión de capitales y de la venta ilegal de armas,
principalmente, aunque habían participado mancomunadamente en otras actividades
delictivas. Las investigaciones llevadas a cabo
por la Justicia italiana para esclarecer la relación que mantenía la mafia con
la logia masónica Propaganda Due (P2) de Licio Gelli, llevó hasta los
entresijos financieros del Vaticano, que ejerció de “paraíso fiscal” durante
más de una década, siendo el IOR (Instituto para las Obras de Religión, también
llamado Banco Vaticano), aprovechado por la masonería (financiera, política y
empresarial) y la propia mafia para desviar grandes sumas de dinero, libres de
impuestos a Sudamérica, sobre todo a Argentina, y sufragar la guerra sucia
contra los movimientos revolucionarios de izquierda en Nicaragua, El Salvador y
otros países centroamericanos, subvencionando a grupos paramilitares como los
escuadrones de la muerte, responsables, entre otros, de los asesinatos de
muchos religiosos católicos en esos países. Según quedó demostrado en el sumario
contra la Logia P2, instruido en Italia a principios de los años ochenta, la
conexión del Banco Ambrosiano con el Banco Vaticano (IOR) fue la vía a través
de la cual Licio Gelli, jefe de la logia masónica Propaganda Due (P2) y agente
encubierto de la CIA, infiltró a muchos de los suyos en la Santa Sede. Licio
Gelli, como ya vimos al repasar su actuación durante la guerra, fue siempre un
“doble agente” que servía a quien mejor le pagase, nada más.
Según el periodista italiano Ennio
Remondino, el ex colaborador de la CIA, Richard Brenneke, afirmaba que “Gelli y
la P2 habían trabajado para la Agencia recibiendo a cambio enormes sumas de
dinero que el propio Brenneke sostenía haber entregado al jefe masón”. Además,
ese dinero era utilizado para financiar operaciones especiales (guerra sucia)
de la CIA en Sudamérica y también en Europa occidental financiando a supuestos
grupos terroristas de extrema derecha o de extrema izquierda, como las Brigadas
Rojas, y el origen de ese dinero negro era el tráfico internacional de armas,
el narcotráfico y la prostitución, todo ello controlado por los Servicios de
Inteligencia de los Estados Unidos. El objetivo de aquellas operaciones
encubiertas de la CIA, ya lo hemos apuntado, era la desestabilización de
gobiernos poco dispuestos a someterse a los designios de Washington, pero no
sólo en aquellos países que hemos venido llamando peyorativamente del Tercer
Mundo, sino en la confiada Europa occidental. Puede que algunos piensen que
todo eso forma parte del pasado, desgraciadamente no es así. El 27 de septiembre de 2008, algunas
televisiones reproducían parte del primer debate electoral entre los dos
candidatos a ocupar la Casa Blanca: John McCain, republicano, y Barack Obama,
demócrata. A la pregunta de Obama sobre si recibiría McCain al presidente del
Gobierno español, Rodríguez Zapatero, éste respondió que “primero quería saber
de qué lado estaba” a lo que Obama le contestó que España formaba parte de la
OTAN y que por tanto, era un país aliado. Gran parte de las operaciones
bancarias fraudulentas que sirvieron para “inyectar liquidez” al proyecto de
terrorismo de Estado practicado en los ochenta por los EEUU, se realizaron a
través de las enmarañadas redes financieras de la mafia italonorteamericana
infiltrada en el Vaticano y estuvieron coordinadas desde Washington por el
entonces vicepresidente, George Bush (padre) durante los ocho años de la
administración republicana presidida por Ronald Reagan.
En el sumario judicial abierto
contra Roberto Calvi, se establecía que el Banco Ambrosiano habría sido un
tapadera al servicio de la CIA y la mafia para canalizar grandes cantidades de
dinero sucio, que sufragaban los asesinatos selectivos y las masacres de aldeas
y poblados indígenas enteros cometidos por las formaciones paramilitares
anticomunistas controladas y amparadas por Washington, aprovechando las
facilidades fiscales que les ofrecía el Vaticano para desviar ese dinero
ensangrentado a través de paraísos fiscales como Panamá, Gibraltar o Nassau
(Bahamas), que después servía para financiar todo tipo de operaciones secretas
(asesinatos de militantes y dirigentes de izquierda, líderes indígenas, golpes
de Estado, desestabilización de gobiernos, etcétera), esencialmente en Iberoamérica. Pero también en Europa. El ex dictador panameño, Manuel
Antonio Noriega, antiguo agente de la CIA, que intentó infructuosamente ser admitido
en la “selecta” élite que componía la logia masónica P2, tras ser derrocado en
1989 por tropas norteamericanas, solicitó inútilmente al Vaticano que
intercediese para obtener su libertad. Los norteamericanos, constituidos en
“gendarmes” del mundo, le encarcelaron después de juzgarle en un simulacro de
proceso judicial, muy parecido al que sometieron a Sadam Hussein para
justificar su linchamiento. Eliminado el papa Luciani, y con la
promoción del polaco Wojtyla al trono de Pedro, se favoreció lo que buscaba la
CIA apoyándose en los sectores más conservadores de la Iglesia, vinculados,
algunos de ellos, con el crimen organizado y la masonería financiera (Logia P2)
que también actuaba como patrocinadora de diversos grupos terroristas
programados para desestabilizar al Gobierno italiano, y de otros países, en
caso de que llegase a vislumbrarse un giro político hacia la izquierda. El
Vaticano actuaba como catalizador de todos estos lobbies con intereses
diversos.
El Opus Dei y sus socios de la
ultraderecha clerical y política vieron disiparse el último nubarrón con la
desaparición de Giovanni Bennelli, firme opositor a la creciente influencia de
la organización de Escrivá de Balaguer en la Santa Sede, con sus solventes
redes financieras que se extendían hasta Washington. Tras la muerte de Luciani, Juan
Pablo II alcanza la jefatura del Vaticano en octubre de 1978, en vísperas de la
reactivación de la Guerra Fría que sería completada con el advenimiento de
Ronald Regana a la Casa Blanca en enero de 1981. No obstante, en ese período
intermedio comprendido entre 1977-1981, coincidiendo con el mandato del
presidente Jimmy Carter, Washington y Moscú protagonizarían un encarnizado
enfrentamiento por obtener nuevas áreas de influencia y consolidar las
relaciones con sus aliados de la OTAN y el Pacto de Varsovia respectivamente.
Eran los prolegómenos de la reedición de la Guerra Fría que se desarrolló en la
década de 1981-1991 bajo el nombre de Guerra de las Galaxias, banalizando el
apocalíptico riesgo de un conflicto termonuclear a escala mundial. El perfil marcadamente inmovilista
del cardenal Karol Wojtyla y su apostolado “anticomunista” en Polonia, calzaba
a la medida de los intereses de Washington, de la masonería financiera, de la
mafia tradicional y los demás lobbies que controlaban el crimen organizado que
ya se estaba globalizando con la liberalización del tráfico internacional de
drogas y estupefacientes. El narcotráfico se había convertido en un lucrativo
negocio y en una forma barata de sufragar las guerras sucias contra el
comunismo en América Latina y otras partes del mundo, donde los grupos
paramilitares de extrema derecha practicaban el Terrorismo de Estado al dictado
de Washington y Londres. Los narcodólares empezaban a cotizar más que los
petrodólares.
Con la muerte de Luciani, el polaco
Juan Pablo II, el “papa del Opus Dei” ya tenía el paso franco para acometer su
involución doctrinal y perseguir sus dos principales objetivos políticos:
impartir la extremaunción a los regímenes socialistas de Europa del Este y
bendecir a los militares golpistas y represores que perseguían a los Teólogos
de la Liberación en América Latina. En medio de esa persecución feroz
fueron asesinados, entre otros, monseñor Óscar Romero (1980) y el religioso
español Ignacio Ellacuría (1989), éste junto a otros cinco jesuitas y dos
monjas, que fueron muertos por los paramilitares con la complicidad del
Ejército salvadoreño y la CIA. Juan Pablo II nunca escuchó a
monseñor Romero en sus súplicas para que intercediera ante el Gobierno de El
Salvador, sus verdugos a la postre. Unos meses antes de su muerte, después de
una audiencia en torno a las violaciones de los derechos humanos en su país, el
papa le despidió airado con un “no me traiga usted más papeles porque no tengo
tiempo para leerlos... Y además, procure ponerse de acuerdo con el Gobierno”. Como relata López Sáez en su libro,
monseñor Romero salió llorando de la audiencia papal, mientras comentaba “el
papa no me ha entendido, no puede entenderme, porque El Salvador no es Polonia”.
Paradójicamente, a partir de 1978,
con el ascenso al solio pontificio del polaco Wojtyla, cuya línea doctrinal ha
venido continuando el alemán Ratzinger a partir de 2005, son precisamente
Estados Unidos y Gran Bretaña, dos países de mayoría protestante, los que más
se han beneficiado de unas relaciones privilegiadas con la Santa Sede que son
la continuación de la alianza secreta establecida en los primeros tiempos del
pontificado de Juan Pablo II con esos dos gobiernos. Este clientelismo del Vaticano hacia
Washington fue enormemente favorecido por la obsesión que atenazó a Wojtyla
desde mucho antes de su llegada al poder: acabar con el comunismo ateo, el
sistema social en el que él había vivido y que todavía seguía vigente en su
país. Estaba obsesionado con “su” país, Polonia, y los abusos que pudiesen
cometerse en El Salvador le traían al pairo. Wojtyla era, ante todo, el papa
anticomunista de los polacos, y la idea de “liberar” a Polonia de las garras
del marxismo a través de la “Santa Alianza” del Vaticano con la CIA, refrendada
desde Washington por los miembros y partidarios del Opus Dei próximos a la Casa
Blanca, era lo único que le interesaba al iniciarse su pontificado. Sin duda,
su férrea voluntad fue determinante a la hora de contribuir a la desestabilización
política de Europa oriental y la Unión Soviética legitimando dogmáticamente la
irrupción incontrolada de la economía de mercado en las antiguas repúblicas
soviéticas tras la desintegración de la URSS en 1991. Desde entonces, EEUU ha
venido desarrollando un titánico esfuerzo para incrementar su influencia
militar, económica y política en la zona, con las consecuencias que pudimos
constatar en agosto de 2008 con la guerra entre Rusia y Georgia, que venía
siendo alentada por Washington desde la caída del presidente georgiano Edward
Shevardnadze en 2003. Presionando por la comunidad
católica moderada, Juan Pablo II había criticado tibiamente la estrategia de la
escalada armamentista y la beligerante política exterior del presidente Ronald
Reagan, en un evidente intento por contentar a los sectores renovadores del
Vaticano. No era más que un paripé, el Vaticano estaba perfectamente alineado
con EEUU y Gran Bretaña. Wojtyla estaba dispuesto a lo que fuese con tal de que
Washington no se olvidase de Polonia e intercediese para su ingreso el Mercado
Común Europeo (MCE) una vez “rescatada” del comunismo ateo. El Salvador,
Honduras, Nicaragua o Guatemala, no estaban entre las prioridades del pontífice
polaco Juan Pablo II. Cuenta en sus memorias el ex subdirector
de la CIA, Vernon Walters, que el presidente Reagan decidió enviarlo como
embajador itinerante de Washington para conseguir el apoyo del papa al programa
para el despliegue de misiles en Europa denominado Iniciativa de Defensa
Estratégica (SDI por sus siglas en inglés) y popularmente conocida como Star
Wars o Guerra de las Galaxias, como la película de ciencia-ficción de George
Lucas. Hablando del éxito de su misión cuenta Walters lo siguiente: “Esta fue
una de las experiencias más extraordinarias de mi vida”. Y agrega: “Me gustaría
pensar que esto tuvo algún éxito. Él [Juan Pablo II] no criticó nuestros
programas de defensa y esto era todo lo que queríamos”. ¿Les parece poco?
Durante la época de la Santa Alianza
entre Juan Pablo II, Washington y la CIA, el otro protagonista de la trama
vaticana, el Opus Dei, adquirió un enorme poder e influencia en Roma. Su
ascensión se vio coronada en 1992 por la beatificación meteórica de Escrivá de
Balaguer (el fundador del Opus Dei) por parte de Juan Pablo II –amigo de larga
data de la organización– apenas diecisiete años después de su muerte y luego de
un proceso expeditivo, donde sólo se tuvieron en cuenta los testimonios
positivos sobre la vida y obras del hasta entonces beato. El periodista y escritor Sanjuana
Martínez, en un artículo referido al libro Opus Dei: la telaraña del poder
señala que durante el papado de Juan Pablo II hay un claro beneficiario: el
Opus Dei. Su estatus particular de “diócesis supranacional” institucionalizó su
poder y radicalizó la guerra intestina en el Vaticano. Los ejemplos concretos
–señala Sanjuana Martínez– son contados por el grupo Los Discípulos de la
Verdad en el libro publicado por Ediciones B: A la sombra del papa enfermo y
los escándalos durante el pontificado de Juan Pablo II y la lucha por la
sucesión. En el capítulo titulado “Los pecados del papa Wojtyla” se hace un
recorrido por los escándalos de corrupción, los negocios ilegales y los apoyos
del Vaticano a los regímenes dictatoriales de América Latina patrocinados por EEUU,
con la “bendición” papal. En el apartado titulado “El obispo
007” se detallan las responsabilidades de Juan Pablo II en el escándalo
financiero del banco pontificio IOR (Instituto para Obras de Religión) dirigido
por monseñor Paul Marcinkus, antiguo guardaespaldas de Pablo VI, al que el papa
Albino Luciani (Juan Pablo I) quiso apartar del banco en 1978, pero que fue
inmediatamente confirmado en su puesto por el nuevo pontífice, el polaco Karol
Wojtyla, que adoptó el nombre de Juan Pablo II tras su elección en el cónclave
celebrado en octubre de 1978. En ese mismo capítulo se dice también: “La
quiebra del Banco Ambrosiano fue una colosal estafa que costó a los acreedores
y a los contribuyentes italianos alrededor de 287 millones de dólares, además
de otros 241 millones de dólares que salieron de los generosos bolsillos de los
fieles católicos. La estafa fue posible por la manifiesta connivencia de la
banca vaticana, y el IOR sólo pudo ser cómplice gracias a la anuencia
–implícita o explícita– de Juan Pablo II. El escándalo del IOR-Ambrosiano costó
la vida a Roberto Calvi. Si se trató de un suicidio: monseñor Marcinkus estuvo
entre quienes empujaron a Calvi a su desatinado gesto”. “En cualquier caso –señala Sanjuana
Martínez en su libro– el pontífice polaco no pronunció una sola palabra de
cristiana compasión ni de humana congoja por la muerte violenta del banquero
que durante tantos años había negociado en nombre y por cuenta de las finanzas
vaticanas”.
El misterioso poder del Opus Dei,
sus tentáculos en las sombras, es, según los expertos, el que impone la agenda
dentro del sinuoso mundo de los negocios y del control político sobre el
Vaticano en la era de Juan Pablo II. Su vinculación con la CIA, la mafia y el
crimen organizado internacional, se intensificó durante la época de la
administración Reagan (1981-1989) gracias a sus contactos con la curia
ultraderechista latinoamericana, principalmente en Chile, Argentina, Paraguay y
Centroamérica. El cardenal Wojtyla era el candidato
del Opus Dei y en su elección como sumo pontífice desempeñó un papel
determinante el cardenal König, arzobispo de Viena y hombre cercano a la
organización. Siendo obispo de Cracovia, monseñor Karol Wojtyla ya viajaba a
Roma invitado por el Opus, que lo alojaba en la bella residencia del Viale
Bruno-Bozzi N° 73, en un elegante y exclusivo barrio de Roma. Además de la
categorización de la Obra (Opus Dei) y de la beatificación de Escrivá de
Balaguer, dos decisiones que levantaron una ola de críticas en todo el mundo
católico, el papa Juan Pablo II se rodeó de miembros del Opus Dei, señalados
como testaferros vinculados con los distintos vasos comunicantes de esta
organización religiosa católica con la CIA, oscuras organizaciones terroristas
de ideología extremista y las redes del crimen organizado. Según diversas investigaciones
reflejadas en el libro del sacerdote López Sáez, con Juan Pablo II al frente
del Vaticano, se desviaron ilegalmente más de 500 millones de dólares de los
fondos del IOR, a través del Banco Ambrosiano, para la financiación del
sindicato polaco Solidaridad liderado por Lech Walesa, el sosias político del
propio Wojtyla en su país.
El general Vernon Walters, antes de
morir, y refiriéndose a Ronald Reagan, dijo que “fue él quien ayudó al Espíritu
Santo en la elección de Wojtyla, y puede que colaborase en la muerte del papa
Luciani”. Por su parte, Richard Allen, que fue consejero de Seguridad del mismo
presidente, afirmó que “la relación de Reagan con el Vaticano fue una de las mayores
alianzas secretas de todos los tiempos”. En realidad, y como queda expuesto
en el libro del sacerdote López Sáez, el ascenso de Karol Wojtyla al trono de
Pedro había sido cuidadosamente planificado. Con la ayuda de una profesora
universitaria católica bien relacionada, Wojtyla fue introducido en los
círculos próximos al poder político en Washington a través del cardenal de
Filadelfia, Krol, y del renombrado político Zbigniew Brzezinski (ambos de
ascendencia polaca). Otras fuentes en el Vaticano señalan que la otra clavija
decisiva en el enchufe de Wojtyla para “conectarlo” a la red del poder vino
dada por la relación de su secretario privado, el arzobispo polaco Stanislaw
Dziwisz (señalado como el jefe del “grupo polaco” que controlaba a Wojtyla) con
el establishment del lobby norteamericano “Trilateralista” que giraba alrededor
de Brzezinski en la administración Carter, entre 1977 y 1981.
Zbigniew Brzezinski, que era uno de
los personajes clave de los think tanks del Council on Foreign Relations (CFR),
estaba asociado intelectualmente al republicano Henry Kissinger, que fue
consejero de Seguridad del presidente Jimmy Carter y que se comunicaba
epistolarmente con Karol Wojtyla de forma regular, cuando éste ya era el papa
Juan Pablo II. Gran admirador de Henry Kissinger,
Zbigniew Brzezinski preconizaba una teoría para debilitar y acorralar
militarmente a la Unión Soviética y sostenía que la mejor manera para
conseguirlo era la desestabilización de sus regiones fronterizas y la
penetración ideológica, principalmente a través de la religión, postergada
desde la irrupción del comunismo ateo en las repúblicas soviéticas surgidas
tras la Revolución de 1917. En ese tablero estratégico de la
geopolítica mundial de la época –no muy distinto del actual– encajaba perfectamente
la figura del ferviente anticomunista polaco Karol Wojtyla, por ese motivo,
Zbigniew Brzezinski, testaferro del CFR y el secretario de Estado
norteamericano, Henry Kissinger, en colaboración estrecha con el Opus Dei y los
sectores más conservadores de la Iglesia católica, le auparon hasta el solio
papal en 1978. La edulcorada figura de Juan Pablo
II, por decirlo de alguna manera, cumplía con dos propósitos fundamentales de
Washington: abrir el camino a la expansión de sus multinacionales hacia Europa
del Este de la mano de la prédica anticomunista de Karol Wojtyla, y obtener la
“bendición” del Vaticano para seguir adelante con sus políticas de guerra sucia
y terrorismo de Estado contra los movimientos revolucionarios de izquierda
aparecidos en Iberoamérica.
Con la llegada a la Casa Blanca de
Ronald Reagan, en enero de 1981, la relación entre el Gobierno de Estados
Unidos y el Vaticano se haría aún más estrecha cuando el nuevo presidente
designó entre sus representantes de política exterior a varios católicos
influyentes y militantes del Opus Dei. En diciembre de 1984, Juan Pablo II
nombró al periodista español Joaquín Navarro-Valls, miembro numerario del Opus
Dei, director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede. Como único portavoz
papal, esta designación, según señalaron algunos expertos vaticanistas
anglosajones, provocó fuertes resistencias en el interior de la rígida
estructura de poder dentro de la curia romana, debido a que la influencia del
Opus Dei sobre el papa Wojtyla se había convertido ya en vox populi en los
pasillos del Vaticano. Asimismo, la influencia de las
facciones masónicas (P2) se veían desbordadas por la estrategia del Opus, por
la cual, el papa viajero y mediático se dirigía al mundo a través de un
portavoz del Opus Dei. Navarro-Valls se convirtió así en el hombre de confianza
del papa, manteniendo una situación de contacto permanente sólo igualada por la
que mantenía el histórico secretario privado de Wojtyla, monseñor Dziwisz, el
jefe del grupo polaco. En los círculos del poder de la
curia romana se señalaba que el responsable del nombramiento de Navarro-Valls
como portavoz del papa, había sido monseñor Martínez Somalo, operador político
del Opus Dei, contando con la anuencia del secretario Dziwisz. Según los
expertos, la oficina de prensa, controlada por el Opus Dei, se separó de la
comisión pontificia para las comunicaciones sociales y se constituyó en un
departamento autónomo de la Secretaría de Estado, bajo supervisión directa del
propio papa Juan Pablo II.
Joaquín Navarro-Valls reestructuró
la Oficina de Prensa, que transformó en un instrumento del Opus dedicado a la
proyección de Juan Pablo II y a la mistificación de las supuestas verdades
oficiales de su apostolado mediático y fue también él, el principal nexo de comunicación
entre el Estado Vaticano y el Gobierno norteamericano durante la administración
de George H. Bush entre 1989 y 1993 y la de Bill Clinton (1993-2001). Asimismo,
el portavoz papal del Opus Dei, fue el gran estratega mediático de Juan Pablo
II en sus giras por todo el mundo, cubiertas por el aparato propagandístico de
las grandes cadenas de televisión internacionales, y una década más tarde,
Navarro-Valls fue también clave para que el Vaticano y la curia española
próxima al Opus Dei, acogiesen con toda clase de parabienes el apoyo
incondicional prestado por el presidente del Gobierno español de entonces, José
María Aznar, a la administración norteamericana presidida por George W. Bush
durante la campaña de desinformación que siguió a los atentados del 11 de
septiembre de 2001 para justificar las posteriores guerras de Afganistán e
Iraq. Dos sangrientos conflictos que en 2010 aún continúan, con un flujo
constante de soldados aliados muertos y civiles asesinados. Expertos en asuntos del Vaticano
señalaron en su día que la presencia del presidente George W. Bush, y de los ex
presidentes Bill Clinton y George H. Bush en el velatorio de Juan Pablo II en
abril de 2005, fue un homenaje encubierto al Opus Dei organizado por
Navarro-Valls bajo la apariencia de unos funerales de Estado por la muerte del
papa. El Opus Dei se valió de su lobby en
la curia romana, al que se agregó el grupo polaco encabezado por monseñor
Dziwisz, para controlar y dirigir la mayoría de las decisiones políticas del
papa Juan Pablo II desde que fuera instalado al frente de la Iglesia católica
en octubre de 1978.
Sus agentes más representativos en
el cónclave fueron los cardenales Sodano, Herranz y Ratzinger, quienes se
aseguraron de que en el Vaticano siguiese reinando un papa dispuesto a
continuar con la alianza establecida con Washington y el Opus Dei que
manejarían el rumbo de la Santa Sede a partir de 1978. Por otro lado, en marzo de 1979
fallecía, en extrañas circunstancias, el cardenal masón Jean Villot, el último
que había visto con vida al papa Luciani, y a partir de 1982 el entramado
masónico en el Vaticano empezó a desmoronarse como un castillo de naipes con el
suicidio de Roberto Calvi. A través de Juan Pablo II, el Opus
Dei gobernaba el Vaticano con mano de hierro y asestaba un terrible golpe a la
Logia P2. Con sus propios recursos financieros y el apoyo de la CIA, el Opus
había dejado fuera de combate, en un abrir y cerrar de ojos, a dos poderosas
organizaciones: la mafia y la masonería, que desde los tiempos de Pablo VI habían
hecho del Vaticano su hucha particular.
Las conexiones entre la masonería y
los diferentes partidos socialistas europeos se remontaban a la segunda mitad
del siglo XIX, y en Italia, en los años setenta y ochenta, habían subvencionado
inicialmente al líder socialista Bettino Craxi que en 1983 fue elegido primer
ministro con el apoyo del ‘pentapartito’ formado por PSI, DC, PSDI, PRI, PLI.
Entre sus principales éxitos políticos destacaron la firma de un nuevo
Concordato con la Santa Sede en 1984, que nunca fue del agrado de Juan Pablo
II. En 1989, con la caída del Muro de Berlín y la consiguiente crisis en el
Partido Comunista Italiano (PCI), Craxi propuso la unión de todo el socialismo
italiano: PSI, PSDI y un PCI que anunciaba que abandonaba el marxismo, bajo una
bandera común (Unitá Socialista). Craxi buscaba crear una única fuerza
socialdemócrata capaz de aglutinar a todos los partidos de izquierda, lo que,
desde luego, tampoco fue del agrado del papa Juan Pablo II, martillo de herejes
y comunistas, con lo que la buena estrella política de Craxi comenzó a
apagarse, a pesar de haber logrado importantes logros para su país, como fue la
inclusión de Italia en el G-7 (G-8 a partir de entonces). Debido a la recesión económica y,
sobre todo, a la crisis de corrupción política destapada a principios de los
años 1990, la unificación entre socialistas y comunistas no llegó a
cristalizar, lo que permitió el ascenso fulgurante de una nueva y rutilante
estrella del panorama político italiano: Silvio Berlusconi, ex miembro de la
logia masónica Propaganda Due (P2) de Licio Gelli. Ocho años después de
renegociar los Concordatos con la Santa Sede (1992), a través de la iniciativa
judicial denominada Manos Limpias, que intentó acabar con la corrupción
imperante en la política italiana, Craxi fue oportunamente señalado entre los
corruptos y tuvo que dimitir de su cargo en un PSI que no tardaría en
desaparecer. Bettino Craxi marchó a Túnez huyendo de la Justicia y murió en la
ciudad de Hammamet en 2000.
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