En el año 510 a.C., cuando la
tiranía se desmoronó en Atenas, los miembros de la aristocracia de la más
poderosa de las ciudades-estado griegas volvieron a enfrentarse entre sí por el
poder. Para evitar que esta lucha intestina condujera a males mayores, el
político Clisteneo, abuelo del célebre Pericles, se encargó de reformar la
constitución vigente e instaurar un gobierno colegiado. Esto es, no elegido por
los ciudadanos, sino formado por un grupo de ancianos, sabios e influyentes
ciudadanos. Lo llamó sinarquía y
funcionó relativamente bien durante unas décadas. El modelo no era muy distinto
del que ahora se pretende reimplantar desde la Unión Europea. Pero ¿quién o quiénes fueron los
auténticos promotores de la sinarquía? Durante la tiranía, e incluso antes, los
antiguos griegos habían aprendido a diferenciar a los plutócratas (originalmente, los plutos
o dueños de la riqueza) del resto de los ciudadanos porque la filosofía que
aplicaban los primeros era la pleonexia
o deseo desmedido de poseer. De poseer todo tipo de bienes: mercancías,
inmuebles, esclavos, tierras, poder sobre la ciudadanía… Con semejante actitud,
destruyeron la antigua sociedad igualitaria que existía desde tiempo inmemorial
(y que las crónicas posteriores recordarán como una fecunda Edad de Oro, con el
bucólico nombre de Arcadia), y dieron lugar a otra época en la que la
desigualdad y la violencia se convirtieron en algo cotidiano, generando
continuas guerras civiles, hambrunas y otras calamidades.
Entonces apareció una clase de
filósofos presocráticos llamada mesoi
o conciliadores, que abogaban por recuperar el espíritu de la era antigua y
para ello promocionaban su teoría del equilibrio, resumida en sentencias
populares como «la virtud siempre se halla en la justa medida» o «nadie debe
ser demasiado rico, para que nadie sea demasiado pobre». Para encontrar la virtud de nuevo
era necesario crear instituciones que regularan las prácticas comerciales
desleales, la esclavitud y el caos social, impidiendo que los más poderosos
pudieran imponer arbitrariamente sus condiciones a los demás. De esta forma
aparece la filosofía de la arkhé o
armonía, según la cual, los ciudadanos (los habitantes de las polis) sólo
podían disfrutar de equidad (eumonía)
si los acuerdos alcanzados entre ellos libremente eran respetados por todos.
Según los filósofos, ésta era la situación de los hombres al principio de los
tiempos, cuando su armonía en la tierra reflejaba la del universo entero.
La influencia de los mesoi fue inmensa en una sociedad en la
que los plutócratas eran apenas un puñado de individuos pero aglutinaban todo
el poder. Su propuesta de una sociedad syn
arkhé (es decir, en armonía o también
con orden) pasó a convertirse en un ideal al que podía aspirarse con esperanzas
de materializarlo. Arkhé representaba
la correcta evolución de todo cuanto existe, un avance paulatino hacia la
divinidad, que idealmente debía extenderse en todos los ámbitos, no sólo en el
de las relaciones políticas y sociales, sino en la vida personal. Para vigilar
su correcta aplicación, se nombraban los arcontes (arkhontes) o magistrados, encargados de mantener el orden y la
armonía: los verdaderos defensores del pueblo (demos). Clisteneo aplicó estas ideas creando
un gobierno de sabios aconsejado por los filósofos más destacados, que además
tenían la misión de instruir al pueblo a través de las academias o centros de
aprendizaje. Así se pusieron las bases políticas y sociales de la Grecia
clásica, en la que Pericles, nieto de Clisteneo, instauraría la democracia o «gobierno
del pueblo para el pueblo».
Aunque era una democracia muy
limitada, puesto que no podían participar en ella las mujeres, los esclavos y
los extranjeros. Pero hoy tampoco es perfecta, puesto que se ofrecen unas
listas cerradas de candidatos (muchos de ellos desconocidos) preparadas de
antemano por las élites anónimas que mandan en los partidos. Y la participación
de los ciudadanos en el sistema se limita a ejercer el derecho de voto cada
cuatro años. Nada más. Dos mil quinientos años después de
su creación, la democracia todavía presenta imperfecciones, y lo más
alarmante del asunto es que en lugar de mejorar el sistema para facilitar la
participación ciudadana, ésta se reduce cada vez más a través de instituciones
supranacionales derivadas de la Unión Europea, que atentan contra la soberanía
popular. Algunos pensadores señalan que la
actual civilización mercantilista que padecemos se parece demasiado a la
descrita unos párrafos más arriba: el deseo desmedido de posesión de una
minoría ha destruido la convivencia social, la armonía entre el hombre y la
mujer, el respeto de los hijos hacia sus padres, el equilibrio entre la
naturaleza y el ser humano, y muchas cosas más. Algunas de ellas
irreemplazables.
No está claro de dónde surgieron los
filósofos conciliadores, los auténticos impulsores de aquel cambio, pero lo
cierto fue que los plutócratas tuvieron que resignarse a pasar a un segundo
plano cuando la ciudadanía conquistó algunas parcelas de poder. Pero su
frustración no hizo más que alimentar sus ansias de poder militar, económico y
religioso y los llevó a reflexionar sobre si un número de ciudadanos, aun
siendo mayoritario, podía agruparse y organizarse para defender sus intereses
comunes, ellos también podían superar sus diferencias internas y asociarse para
constituir su propia sinarquía. Conocemos la existencia de los mesoi, pero también podemos suponer la
existencia de otro grupo de mediadores opuestos y afines a los intereses de los
plutócratas. Tal vez en aquel momento nacieron
dos corrientes políticas y filosóficas. La primera, decidida a ayudar al ser
humano, la segunda, dispuesta a esclavizarlo. Desgraciadamente, esa segunda
alternativa, renacida de sus propias cenizas, es la que se está imponiendo en
un mundo de economía globalizada presidido por el mercantilismo, el
materialismo hedonista y el consumismo compulsivo.
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