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domingo, 15 de abril de 2018

El mantel de la Última Cena y el caballo de Bezú


Al iniciarse la construcción de un nuevo edificio en la catedral de Coria (Cáceres), se encontraron en el subsuelo del vetusto templo dieciséis reliquias que, al parecer, se habían mantenido ocultas hasta ese momento. Entre ellas tres objetos de singular importancia: la Sagrada Espina, la Vera Cruz y el Mantel de la Última Cena. De ello deja constancia una bula papal de 1404.
Aunque el origen de estos objetos no está certificado, se cree que hubieran podido ser escondidos en el siglo VIII para evitar que cayeran en manos de los invasores musulmanes, o en el siglo XI tras una nueva invasión, esta vez de los almorávides.
Sin embargo, el investigador Rafael Alarcón Herrera propone una teoría diferente pero mucho más plausible: pudieron haber estado guardadas por los templarios y, tras la caída en desgracia de la Orden, haber pasado a manos de la Iglesia. Esta suposición está basada en los documentos relacionados con las reliquias, pero también en las leyendas populares y en la existencia de una encomienda templaria situada a orillas del río Tajo y muy próxima a la ciudad de Coria: el castillo de Alconetar, hoy sumergido bajo las aguas de un pantano.
En la Edad Media, esta fortaleza controlaba un puente en cuyo extremo se hallaba un antiguo templo pagano, que posteriormente fue dedicado a María Magdalena por los templarios que habitaban el castillo.
En el siglo XIII, la Orden construyó la villa de Alconetar junto a la fortaleza, así como un camino sobre la antigua calzada romana: la Vía de la Plata que llegaba hasta Santiago de Compostela. El lugar pronto se convirtió en un importante enclave comercial, ya que era un lugar de paso para los peregrinos que se acercaban a ver las importantes reliquias que los monjes guardaban en la capilla.
En 1213, Alconetar era la encomienda más importante y rica de la región, pero casi un siglo más tarde, con la supresión de la Orden y la desaparición de los templarios, el lugar decayó.
Como señala Alarcón Herrera, las reliquias debieron pasar a manos de la Iglesia o de la Corona, pero dada su procedencia y la acusación de herejía lanzada contra los monjes, es más que probable que los cultos dedicados en la región a estos objetos fuesen suprimidos. Se hizo necesario hacerlas reaparecer casi milagrosamente para desvincularlas definitivamente de los templarios y restaurar, de este modo, un culto que podría generar interesantes beneficios en forma de limosnas o donaciones.
La leyenda cuenta que los templarios de Alconetar tenían unos manteles mágicos que, mediante un conjuro, llenaban la mesa de los más exquisitos manjares. Cada Jueves Santo los monjes organizaban una comida para los pobres de la comarca para la cual disponían las mesas en el patio de armas del castillo y las cubrían con estos mágicos manteles. Cuando el capellán del castillo recitaba unos ensalmos o conjuros, los manteles se llenaban con diversas viandas y, de este modo, los menesterosos e indigentes convidados al banquete podían comer hasta saciarse.
En este mismo castillo, también había un rosal que florecía todo el año dando flores de los más diversos colores que los monjes colocaban en el altar de la Virgen. De esta planta se extraía además un líquido milagroso con el que se curaban las más diversas dolencias.

El caballo de Bezú

El Languedoc, la zona del sur de Francia que vivió la trágica persecución de los cátaros en la cruzada contra los albigenses, ha sido también Tierra de templarios.
En uno de sus departamentos, el de Aude, conocido también como el País de los Cátaros, se encuentran las ruinas de Bezú, antigua encomienda de la Orden, en el cual vivió el maestre Bertrand de Blanchefort. Se dice que cuando Felipe IV ordenó encarcelar a todos los templarios de Francia, los habitantes de esta encomienda no fueron arrestados pudiendo, por ello, escapar a tiempo y salvar la vida.
En Aude hay una leyenda popular que tiene como escenario esta fortaleza. Se cuenta que poco antes de que los Santos Lugares fueran reconquistados por los sarracenos, un caballero templario, junto con sus hermanos, partió desde el castillo de Bezú con destino a Jerusalén, dispuesto a dar su vida por Cristo. Este monje tenía un caballo blanco del cual se sentía muy orgulloso; le tenía un gran aprecio al animal ya que había sido su compañero de fatigas durante muchos años.
A medida que se acercaba la fecha de su partida, se preguntaba si le convenía llevar su viejo caballo o procurarse uno más joven y fuerte, finalmente, pocos días antes de la fecha fijada para emprender su viaje, decidió comprar otro caballo, más curtido en las batallas.
El día de su partida, muy temprano y a modo de despedida, ensilló el viejo corcel y dio un paseo por los alrededores. Para no demorar a sus compañeros, pidió a uno de ellos que le esperara en el camino con el nuevo caballo para continuar el viaje a partir de ahí. Al desmontar de su vieja cabalgadura, le dijo emocionado: «Algún día volveré a por ti».
Quitó la montura, los estribos y las riendas del viejo corcel, ensilló su nuevo caballo negro y partió con sus compañeros a Tierra Santa.
El caballero nunca volvió del frente de batalla y cuenta la gente del lugar que a veces un caballo blanco sin montura se deja ver en los alrededores del monte Bezú. Otros aseguran que, en mitad de la noche, estando a punto de sufrir un accidente con el coche, un caballo blanco salido de la nada se cruza en su camino salvándoles la vida.


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