Al iniciarse la
construcción de un nuevo edificio en la catedral de Coria (Cáceres), se
encontraron en el subsuelo del vetusto templo dieciséis reliquias que, al
parecer, se habían mantenido ocultas hasta ese momento. Entre ellas tres
objetos de singular importancia: la Sagrada Espina, la Vera Cruz y el Mantel de
la Última Cena. De ello deja constancia una bula papal de 1404.
Aunque
el origen de estos objetos no está certificado, se cree que hubieran podido ser
escondidos en el siglo VIII para evitar que cayeran en manos de los invasores
musulmanes, o en el siglo XI tras una nueva invasión, esta vez de los
almorávides.
Sin
embargo, el investigador Rafael Alarcón Herrera propone una teoría diferente
pero mucho más plausible: pudieron haber estado guardadas por los templarios y,
tras la caída en desgracia de la Orden, haber pasado a manos de la Iglesia.
Esta suposición está basada en los documentos relacionados con las reliquias,
pero también en las leyendas populares y en la existencia de una encomienda
templaria situada a orillas del río Tajo y muy próxima a la ciudad de Coria: el
castillo de Alconetar, hoy sumergido bajo las aguas de un pantano.
En
la Edad Media, esta fortaleza controlaba un puente en cuyo extremo se hallaba
un antiguo templo pagano, que posteriormente fue dedicado a María Magdalena por
los templarios que habitaban el castillo.
En
el siglo XIII, la Orden construyó la villa de Alconetar junto a la fortaleza,
así como un camino sobre la antigua calzada romana: la Vía de la Plata que
llegaba hasta Santiago de Compostela. El lugar pronto se convirtió en un
importante enclave comercial, ya que era un lugar de paso para los peregrinos
que se acercaban a ver las importantes reliquias que los monjes guardaban en la
capilla.
En
1213, Alconetar era la encomienda más importante y rica de la región, pero casi
un siglo más tarde, con la supresión de la Orden y la desaparición de los
templarios, el lugar decayó.
Como
señala Alarcón Herrera, las reliquias debieron pasar a manos de la Iglesia o de
la Corona, pero dada su procedencia y la acusación de herejía lanzada contra
los monjes, es más que probable que los cultos dedicados en la región a estos
objetos fuesen suprimidos. Se hizo necesario hacerlas reaparecer casi
milagrosamente para desvincularlas definitivamente de los templarios y
restaurar, de este modo, un culto que podría generar interesantes beneficios en
forma de limosnas o donaciones.
La
leyenda cuenta que los templarios de Alconetar tenían unos manteles mágicos
que, mediante un conjuro, llenaban la mesa de los más exquisitos manjares. Cada
Jueves Santo los monjes organizaban una comida para los pobres de la comarca
para la cual disponían las mesas en el patio de armas del castillo y las
cubrían con estos mágicos manteles. Cuando el capellán del castillo recitaba
unos ensalmos o conjuros, los manteles se llenaban con diversas viandas y, de
este modo, los menesterosos e indigentes convidados al banquete podían comer
hasta saciarse.
En
este mismo castillo, también había un rosal que florecía todo el año dando
flores de los más diversos colores que los monjes colocaban en el altar de la
Virgen. De esta planta se extraía además un líquido milagroso con el que se
curaban las más diversas dolencias.
El caballo de Bezú
El Languedoc, la zona
del sur de Francia que vivió la trágica persecución de los cátaros en la
cruzada contra los albigenses, ha sido también Tierra de templarios.
En uno de sus
departamentos, el de Aude, conocido también como el País de los Cátaros, se
encuentran las ruinas de Bezú, antigua encomienda de la Orden, en el cual vivió
el maestre Bertrand de Blanchefort. Se dice que cuando Felipe IV ordenó
encarcelar a todos los templarios de Francia, los habitantes de esta encomienda
no fueron arrestados pudiendo, por ello, escapar a tiempo y salvar la vida.
En Aude hay una
leyenda popular que tiene como escenario esta fortaleza. Se cuenta que poco
antes de que los Santos Lugares fueran reconquistados por los sarracenos, un
caballero templario, junto con sus hermanos, partió desde el castillo de Bezú con
destino a Jerusalén, dispuesto a dar su vida por Cristo. Este monje tenía un
caballo blanco del cual se sentía muy orgulloso; le tenía un gran aprecio al
animal ya que había sido su compañero de fatigas durante muchos años.
A medida que se
acercaba la fecha de su partida, se preguntaba si le convenía llevar su viejo
caballo o procurarse uno más joven y fuerte, finalmente, pocos días antes de la
fecha fijada para emprender su viaje, decidió comprar otro caballo, más curtido
en las batallas.
El día de su partida,
muy temprano y a modo de despedida, ensilló el viejo corcel y dio un paseo por
los alrededores. Para no demorar a sus compañeros, pidió a uno de ellos que le
esperara en el camino con el nuevo caballo para continuar el viaje a partir de
ahí. Al desmontar de su vieja cabalgadura, le dijo emocionado: «Algún día
volveré a por ti».
Quitó la montura, los
estribos y las riendas del viejo corcel, ensilló su nuevo caballo negro y
partió con sus compañeros a Tierra Santa.
El caballero nunca
volvió del frente de batalla y cuenta la gente del lugar que a veces un caballo
blanco sin montura se deja ver en los alrededores del monte Bezú. Otros
aseguran que, en mitad de la noche, estando a punto de sufrir un accidente con
el coche, un caballo blanco salido de la nada se cruza en su camino salvándoles
la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario