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lunes, 9 de julio de 2018

El reinado de Darío de Persia


Darío, que pertenecía a una rama colateral de la dinastía de los aqueménidas, al enterarse de la muerte de Cambises y de la toma del poder del presunto príncipe Bardiya, acordó con otros seis nobles persas matar al usurpador. La conjura tuvo éxito y Gaumata fue asesinado el 29 de septiembre del 522 a.C., tras sólo siete meses de reinado. Se había logrado el propósito inicial de la conjura, o sea la eliminación física de Gaumata. Los siete nobles debían establecer ahora cuál de ellos era el más digno de convertirse en el nuevo soberano. El criterio que se siguió para realizar esta difícil elección consistió en fiarse al azar, acordando que sería rey aquel cuyo caballo fuese el primero en relinchar al salir el sol. Oebares, el astuto escudero de Darío, forzó sin embargo la mano del destino mediante una estratagema, haciendo que, apenas los primeros rayos del sol tiñeron el horizonte, el caballo de su señor husmeara la mano con la cual había tocado antes los órganos genitales de una yegua: el corcel relinchó y Darío fue rey. Éste, con el fin de legitimar su ascensión al trono, debió sofocar peligrosas rebeliones que estallaron en su contra en todas partes. Pero la más grave fue la de Media, donde reinaba el llamado Fraortes.
También era crítica la situación en Asiria; en Egipto, donde Darío aplicó los mismos principios que Cambises en sus buenos tiempos, la población sublevada había eliminado al sátrapa Ariandes acusado de haberse empleado con excesiva dureza. Entre fines del año 522 y comienzos del 521 a.C., en casi todo el imperio cundía la agitación; en muchas satrapías habían resurgido las esperanzas nacionalistas y el nuevo soberano no podía contar con que sus exiguas huestes medas y persas se mantuvieran fieles. No obstante, a partir de diciembre del año –522, los acontecimientos empezaron a dar un vuelco en favor de Darío con la derrota que el sátrapa Dadarshi infligió a Fradas, usurpador de Margiana. En adelante hubo una serie ininterrumpida de victorias alcanzadas por los generales de Darío, y éste mismo, sobre los rebeldes. Por último, después de haber reconquistado Babilonia, Darío avanzó en auxilio de un contingente enviado contra Fraortes y el cabecilla rebelde fue derrotado y ajusticiado, después de someterle a terribles torturas, en Ecbatana. Desde ahí, el grueso del ejército persa, conducido siempre por Darío, se dirigió al norte, y mientras una columna se encaminaba a Partia, en ayuda de Histaspes, que pudo dominar finalmente la rebelión, Darío llegó a Arbelas, al oeste del lago Urmia, tras haber logrado victorias decisivas contra los rebeldes asirios y arameos. En tanto, el sátrapa de Ecbatana sofocó con las tropas dejadas en la guarnición un nuevo levantamiento producido en Sagartia, mientras que en Parsa se derrotaba y capturaba a otro falso Bardiya: los jefes de estas dos últimas rebeliones corrieron la misma infausta suerte del usurpador Fraortes.
En septiembre del –521, cuando Darío había retomado ya en gran parte el control de la situación del imperio, un ciudadano armenio, que adoptó el nombre de Nabucodonosor IV, ayudado por algunos nobles, se hizo con el poder en Babilonia, pero su reinado fue efímero: a fines de noviembre fue hecho prisionero y ajusticiado por orden del soberano, al igual que sus cómplices. El propio Darío, en las inscripciones de Behistum, se refiere detenidamente a los tormentos que se infligieron a los falsos reyes, y esta insistencia, que contrasta con los calificativos de justo y bueno que se atribuye Darío, es un indicio de los dura y despiadada que fue la lucha por el poder, a pesar de las tentativas de las fuentes oficiales de dar escasa importancia a la amenaza de los rebeldes.
Pese a la tentativa de amoldar la realidad de los hechos en provecho propio, la imagen que Darío da de sí mismo en la inscripción de Behistum contiene elementos genuinos: este soberano comprendió que la manera acertada de gobernar un reino de límites tan extensos residía en una rigurosa reforma administrativa. A este efecto concedió alguna autonomía a las satrapías, pero las insertó en un sistema centralizado, donde los dos ejes de la vida del imperio (las finanzas y el ejército) se hallaban sujetos a su control directo. Con el fin de centralizar de la mejor manera posible el poder en la persona del soberano y en la corte de Susa, ciudad que se transformó en capital imperial, Darío se cuidó de elegir a los sátrapas entre los miembros de la familia real, o entre los dignatarios medos y persas en quienes más confiaba. Las satrapías se organizaron siguiendo el modelo del gobierno central y, a su vez, fueron divididas en unidades territoriales menores, regidas la mayoría de las veces por funcionarios nativos.
Según la reforma fiscal que efectuó Darío, el tributo impuesto a cada una de las satrapías debía pagarse en oro o plata, y se modificaba de año en año. Por tratarse de la etnia dominante, los persas estaban eximidos de pagar impuestos, pero debían suministrar tropas. El ejército, cuyo núcleo central se hallaba constituido por huestes medas y persas, permitía mantener el orden en el vasto imperio. Con el devenir del tiempo, la caballería y la infantería se convirtieron en los cuerpos más importantes, en tanto que se redujo el número de fuerzas en las unidades de carros de combate, debido a su escasa maniobrabilidad en terrenos accidentados. De los sátrapas dependía una milicia integrada por tropas nativas que, dado el caso, se unían al ejército regular. El sátrapa en cuyo territorio se encontraban las guarniciones pagaba a la soldadesca, y en general en especie, por lo menos durante el reinado de los primeros aqueménidas, salvo a los mercenarios griegos, presentes en cantidades considerables en las filas del ejército, a los que se pagaba en moneda. Rodeaba al soberano una guardia real, constituida por tropas de caballería y 10 000 arqueros, que los historiadores llamaron «los inmortales». El nombre deriva tal vez del hecho de que el número de estos hombres se mantuvo siempre inalterable: en efecto, un nuevo recluta sustituía a cada soldado muerto o licenciado.
En todos los sectores de la vida del Estado se manifestó la voluntad de unificación de Darío: entre otras cosas, éste quiso que se ampliara y reorganizara la red de caminos para unir su sede con los lugares más distantes del imperio. Una de las carreteras más importantes partía de Susa, llegaba a Sardes tras un recorrido de 2 500 kilómetros aproximadamente, y seguía después hasta Éfeso; otra unía a Susa con el valle del Indo, pasando por Behistum y Hamadán. A lo largo de estas vías de comunicación había muchas postas, con caballos de refresco a disposición de los correos y emisarios imperiales. Merced a este sistema de postas, heredado de los asirios y que los aqueménidas desarrollaron al máximo, se aseguraron comunicaciones veloces con todas las satrapías; las guarniciones y patrullas de soldados garantizaban la seguridad de los caminos, y de esta manera favorecieron también el desarrollo del comercio.
Para facilitar la recaudación de los tributos, Darío ordenó la reorganización del sistema monetario, acuñando una moneda, el famoso «dárico» de oro, que pudiera circular en todo el territorio del imperio, fijando por primera vez una relación de cambio precisa entre el oro y la plata. En tiempos de Creso, los lidios introdujeron la acuñación de monedas efectuada por el Estado, pero Darío perfeccionó este sistema y se reservó el derecho de hacerlo en oro. El dárico de oro y las otras monedas tenían grabada la figura de un arquero arrodillado. La adopción de un doble sistema de monedas de oro y plata facilitó también el comercio con el occidente griego, donde circulaban principalmente las de plata.
En cuanto se refiere a la administración de justicia, las fuentes griegas destacan especialmente el amor por la justicia y el orden y el odio por la mentira, característicos de los persas. En las diversas inscripciones que dejó, Darío reafirmó muchas veces estos principios; permitió que siguieran en vigencia los sistemas legislativos locales, sobre todo el que concernía a los asuntos de derecho privado. Los castigos más frecuentes, en particular cuando se trataba de delitos contra el Estado, eran las mutilaciones, el garrote y la proscripción.
Durante el reinado de Darío se emprendió la construcción de dos conjuntos monumentales, en Susa y Persépolis, de los cuales se conservan ruinas imponentes. Ambos constan de un palacio real y de una «apadana» o sala del trono. Mientras que en el primer edificio son evidentes las influencias arquitectónicas de Babilonia, el segundo se ajusta más bien a la concepción del templo egipcio, pues está constituido por una sala inmensa, cuyo techo está sostenido por decenas de columnas: al fondo de la sala, en la penumbra, se encuentra el trono.
En Susa, al lado de las dos construcciones principales se alzaba la ciudad, circundada de murallas y de un foso cubierto de agua. Persépolis se construyó sobre una explanada, adosada a una pared rocosa que se obtuvo, en parte, usando bloques gigantescos de piedras en escuadra, unidas por garfios de metal, según un sistema ya en uso entre los primeros aqueménidas. Este segundo complejo monumental se inició apenas terminada la construcción del de Susa (521 a.C.) y en su realización participaron en gran parte los mismos artesanos. En ambos casos se enviaron hombres, recursos y materiales desde los territorios más lejanos del imperio, como se desprende de la «carta de fundación del palacio» hallada en Susa, en la cual se relata la obra realizada tanto en la antigua capital elamita como en Persépolis.
La grandiosa obra de organización que Darío llevó a cabo no agotó el emprendedor espíritu del soberano, que fue también un rey guerrero. Durante el periodo de las rebeliones se había visto obligado ya a que se diera muerte al sátrapa de Sardes, Orestes; al de Dascilio, Mitróbates, y a un emisario del mismo Darío. Entre los prisioneros de Sardes que fueron llevados a Susa, se encontraba el médico griego Democedes, que fue destinado exclusivamente al servicio de Darío, si bien el galeno no abandonó jamás la esperanza de regresar a Cratenas, su ciudad natal. Sardes, Dascilio y Jonia fueron unificadas en una sola provincia que constituyó el baluarte del Imperio Persa en Asia Menor.
Mientras Darío permanecía en la frontera oriental dirigiendo una exitosa campaña contra los masagetas, se vio obligado a encarar una difícil situación en Egipto, donde habían estallado graves conflictos entre los nativos y el sátrapa Ariandes. Darío resolvió marchar personalmente a Egipto, tanto más cuanto que también era necesaria su intervención en Judá, donde el fanatizado partido nacionalista —de inspiración religiosa— había recobrado fuerza. El soberano apeló a la hábil táctica que ya había aplicado Ciro, que consistía en favorecer la tolerancia religiosa a los pueblos subyugados, y en Egipto facilitó cien talentos de oro para la búsqueda de un nuevo animal que reemplazara al buey sagrado Apis, muerto en aquellos aciagos días. Sus excelentes dotes diplomáticas le permitieron retomar por completo el control de la situación.
Antes de regresar a Persia, a finales del año 518 a.C., Darío ordenó que se realizara una nueva obra, que consistió en la conexión fluvial entre el mar Rojo y el Mediterráneo a través de un canal que comunicó el mar Rojo con los lagos Amares, y a éstos con el Nilo.
En tanto, los límites del imperio se habían ensanchado aún más: las tropas persas habían conquistado el valle del Indo. El envío de varias expediciones de exploración propició la conquista. La más importante, en lo que concierne a los proyectos de expansión que acariciaba Darío fue la de Ariaramne, sátrapa de Capadocia, sobre las costas del mar Negro. En el año –513, después de haber preparado una gigantesca expedición, de la que formaba parte una escuadra confiada casi por completo a marinos griegos, el soberano se dispuso a pisar suelo europeo por primera vez. Para los griegos, esta actitud de querer prolongar más allá de sus fronteras naturales los límites del imperio constituía una demostración de arrogancia que merecía desencadenar la intervención de los dioses: en esta ocasión, el Imperio Persa sufrió un duro revés militar. En un primer momento, la campaña se desarrolló de un modo favorable a los persas: la ciudad de Bizancio —futura Constantinopla— hizo acto de sumisión, y los persas atravesaron el Helesponto —hoy conocido como estrecho de los Dardanelos que comunica el mar Egeo con el mar interior de Mármara—, sobre un puente de barcas que proyectó el ingeniero jónico Mandrocles, y luego el Danubio, a través de otro puente de barcas que construyeron los jonios; pero los escitas se retiraron, incendiando las tierras delante del enemigo, y la flota no pudo suministrar ayuda alguna porque las tropas expedicionarias habían tenido que alejarse de la costa a causa de la insalubridad de los pantanos. Darío tuvo que ordenar la retirada; Milcíades el Joven, señor del Quersoneso de Tracia, que había debido someterse a los persas, exhortó inútilmente a los jonios para que destruyeran el puente del Danubio: éstos no quisieron exponerse a las represalias del soberano, y Darío pudo así volver a atravesar el río, y después el Helesponto, tras dejar en Europa un contingente de tropas con el fin de consolidar las conquistas efectuadas. Los escitas no habían sido vencidos, pero Tracia Oriental y el territorio de los getas se encontraban bajo el control de los persas, que extendieron su dominio hasta las ciudades griegas de la costa por las cuales pasaba el comercio de cereales procedentes del Ponto. Grecia se encontraba ante una amenaza inminente.
En esos años, la injerencia de los persas en la vida política de las polis griegas se fue profundizando cada vez más. Darío y sus emisarios se ocupaban activamente de sembrar la discordia en el campo enemigo, favorecidos por las riquezas que podían prodigar para comprar aliados y por las rivalidades que dividían a los helenos. En el año 508 a.C. se produjo una intervención armada del rey espartano Cleomenes contra Atenas, donde el partido democrático de Clístenes llevaba las de ganar. Esta primera agresión fue rechazada, pero, frente a la amenaza de nuevos ataques, los atenienses enviaron embajadores a Sardes con el propósito de concertar una alianza con Artafernes, el sátrapa de esa ciudad. Sin embargo, al disolverse las fuerzas armadas conjuntas de la Liga del Peloponeso el peligro espartano disminuyó, y se soslayó el tratado concertado con los persas en los momentos de necesidad.
Algunos años más tarde, Artafernes intervino junto a Aristágoras, tirano de Mileto, en una tentativa de conquista de las islas Cícladas que resultó fallida. Esta empresa de expansión fracasó por los desacuerdos que se suscitaron entre los persas y los griegos de la flota, y, según lo que afirma Heródoto, Aristágoras, temiendo la cólera de Darío, incitó a las ciudades jónicas a la rebelión. Siguiendo el ejemplo de Mileto, en el 499 a.C., todas las ciudades de la costa se sublevaron contra Darío y no tardaron en ser imitadas por las islas de Samos, Lesbos y Quíos. El ejército aliado avanzó sobre Sardes, que fue incendiada, pero los últimos defensores de la ciudad, cercados en la ciudadela, siguieron resistiendo heroicamente al mando del sátrapa. Este primer triunfo alimentó las esperanzas griegas de poder conquistar la independencia por las armas: Milcíades el Joven, ya aliado reacio de Darío en la campaña contra los escitas, se puso a la cabeza de una rebelión en el Quersoneso, y, al igual que él, se sublevaron los griegos de la Propóntide y del Bósforo, los carios, licios y griegos de la isla de Chipre, pero el poderoso soberano persa no tardó en responder poniendo en macha su colosal ejército.
La primera en caer fue Chipre, en el año 496 a.C.: luego los aliados sufrieron otras derrotas, hasta que la propia Mileto, que era la instigadora de la rebelión, quedó cercada por los ejércitos enemigos. Durante el desarrollo de estos dramáticos sucesos, Atenas, cuya ayuda habían esperado en vano los rebeldes, se hallaba ocupada en resolver los conflictos que estallaron intramuros entre los que propugnaban la democracia como forma de gobierno, y los partidarios de la tiranía, y no prestó apoyo alguno a los jonios, ordenando incluso la retirada de la escuadra que había sido mandada en su ayuda; tampoco quiso intervenir en este conflicto ninguna otra ciudad importante de la Grecia continental.
Los aliados, como tentativa extrema, decidieron presentar al enemigo una batalla naval en el brazo de mar frente a Mileto, en las cercanías de la isla de Lades. No obstante, la flota fenicia de Darío resultó vencedora, incluso porque la de los griegos estuvo dividida por ásperas discordias entre los marinos de las diversas ciudades. Mileto también cayó en el año 494 a.C. Sus habitantes fueron deportados a la desembocadura del Tigris y se devastaron sus templos, trasladándose a Susa como botín de guerra las estatuas de los dioses.
Inicialmente, la represión persa fue feroz. Los ejércitos vencedores sembraron el terror, asolaron las comarcas y se impusieron a las ciudades rebeldes tributos de tal magnitud que comprometieron su economía por espacio de largo tiempo. Darío adoptó más tarde una actitud menos severa, se rebajaron los tributos y se obligó a las ciudades a formalizar tratados para solucionar las controversias existentes entre ellas.
A estas alturas era inevitable que, una vez reprimidos los desórdenes dentro de sus confines, los persas quisieran vengarse de las ciudades de Grecia que, como Atenas y Eretria, habían concedido su ayuda a los insurrectos o se habían limitado solamente a prometerla. La expedición que envió Darío a Grecia con este propósito se confió al mando del general Artafernes, sobrino del rey. Fue el inicio de las Guerras Médicas.
Darío dispuso que se lo sepultara en Nakshi-Rustam, lugar que los elamitas ya habían considerado sagrado, en una tumba excavada en la roca. El monumento consta de una cámara sepulcral, de techo a dos aguas, y en una fachada en forma de cruz, que también está cavada en la roca, en cuyo brazo horizontal se ha esculpido la representación de la entrada al palacio, con las columnas que sostenían el techo, mientras que en el vertical aparece la figura del Gran Rey, sentado en el trono, en actitud de adoración al dios Ahura-Mazda, y debajo los representantes de los pueblos que componían su vasto Imperio.

Batalla entre griegos y persas

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