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lunes, 8 de mayo de 2017

El Sacro Imperio Romano Germánico de Carlomagno

La idea de dominio universal desarrollada en la Alta Edad Media estaba inspirada en el recuerdo del antiguo Imperio Romano, y este propósito implicaba el reconocimiento de una autoridad suprema, lo que generó una prolongada pugna política y espiritual entre el Sacro Imperio Romano Germánico y la Iglesia Católica, que erigían como máximos líderes de Occidente al emperador y al papa, respectivamente. La idea de dominio universal marcó una época, durante gran parte del Medievo, dividiendo a la sociedad en dos bandos: güelfos y gibelinos. Los primeros apoyaron a la Iglesia, mientras los segundos hicieron lo propio con el Imperio. Tras la Querella de las Investiduras, en los siglos XII y XIII tuvieron preponderancia pontífices como Inocencio III y Gregorio IX, pero existía una mutua interdependencia entre Iglesia e Imperio. Posteriormente, en el siglo XIV, el desarrollo de los nacientes estados y reinos —Francia, sobre todo—, pusieron en serios aprietos a la Iglesia.
En el siglo XV el Papado obtenía gran prestigio y la Iglesia seguía siendo la rectora de la vida intelectual, aunque la idea del Dominium Mundi no volvió a aparecer en su esencia original, a pesar de que ambos poderes universales subsistieron. Desde el siglo XVI en adelante, los monarcas pasaron a ser dueños, no solo de la propiedad, sino incluso de la vida de sus súbditos. Se iniciaba la época absolutista, y ello implicaba también el «absolutismo teológico», por lo que el poder papal quedaba muy por debajo del poder imperial.
Desde el siglo XVIII el poder de los monarcas declinó, y fue trasladado paulatinamente a los «pueblos» a través de las democracias, pero la Iglesia ya no sería la rectora de la vida intelectual y moral como lo fuera en el siglo XV. Desde el punto de vista teológico, será san Agustín de Hipona (354–430) el que con su De Civitate Dei contribuirá a establecer la superioridad y autonomía de la Iglesia (civitas cælestis) frente al Estado (civitas terrena) en razón de su fin superior. El papa Dámaso I (†384) dio el apelativo de «Sede Apostólica» a la Iglesia romana, y su sucesor Siricio (†389) promulgó la primera decretal —epístola papal en respuesta a una consulta, que adquiere carácter normativo— dirigida al obispo Himerio de Tarragona (2 de febrero de 385) usando un lenguaje no únicamente pastoral, sino de orden legislativo al estilo de los edictos imperiales.
El pontificado de san León I Magno (440–451) mostraba cómo el papa es el heredero y Vicarius Petri y le compete la sollicitudo sobre todas las Iglesias cristianas. Al mismo tiempo, se fue fraguando el debilitamiento del Imperio Romano con la multiplicación de reinos fraccionados y el predominio de los francos con el ascenso al trono de Clodoveo (481–507) se hacía con la aprobación del papa. En este contexto el papa Gelasio dirigió una carta al emperador Anastasio I (†518) donde formulaba la doctrina de las «dos espadas» y la superioridad de la potestad espiritual. Posteriormente el papa Gregorio I el Magno (†604), a través de su enorme tarea espiritual y secular, fue quizá quien más contribuyó a demostrar que el Papado podía ejercer funciones de gobierno temporal. Además, el extinto Imperio Romano parecía tener continuidad a través del Reino franco. En el año 800 Carlomagno es coronado emperador, lo que daría origen al Sacro Imperio Romano. Así los dos poderes, el espiritual y el temporal, serían ejercidos por el papa y el emperador. Carlomagno (768–814) no tardó mucho tiempo en considerar que podía intervenir en los asuntos disciplinares eclesiásticos, como en la vida del clero y en las reformas monásticas, al igual que en las doctrinales como la del adopcionismo y la Reforma del credo. Su idea era que el papa estuviera relegado al servicio litúrgico, y así se lo hizo saber el emperador al papa León III (†816), mediante una carta. Desde entonces, el equilibrio de estos dos poderes resultó muy difícil.
Pontificado contra Imperio
Federico I Barbarroja, emperador del Sacro Imperio entre 1152 y 1190, fue la máxima figura del imperialismo en la primera etapa de la querella por el Dominium Mundi. Dada la influencia que ejercían los obispos sobre la gente de sus diócesis, los reyes pretendían tenerlos como «aliados», pero desde su punto de vista político. Tener la posibilidad de elegirlos y entregarles el cargo, es decir «investirlos», prácticamente aseguraría su fidelidad. Así, Otón I (962–973) fue el primer emperador germánico que, dentro de su política para imponerse a sus súbditos feudales, se atribuye el derecho a nombrar («investir») a los obispos del Imperio, y los nombramientos recaían sobre individuos, muchas veces, indignos. Los papas no estuvieron nunca de acuerdo con la existencia de dicho derecho Imperial, y esto dio origen a la llamada Querella de las Investiduras. Este sería el primer enfrentamiento abierto entre el Papado y el Imperio. El emperador utilizará todos los apelativos que suenen a descendiente de los emperadores romanos, se denominará augusto, Rey de los Romanos, y, además asumirá un carácter sagrado; proclamándose «Hijo adoptivo de Dios», del que recibe directamente el poder. Pero seguía siendo coronado por el papa, aunque el emperador se considera el legítimo sucesor de San Pedro. Es lo que se conoce como cesaropapismo.
El cesaropapismo alcanza su culmen con Enrique III (1039–1056). Este monarca era un verdadero dispensador de cargos eclesiásticos y obligó al papa Gregorio VI a convocar el Concilio de Pavía y el Sínodo de Sutri, en 1046. Tras la muerte de Enrique III surge un movimiento tendente a liberar al Papado del sometimiento al Imperio. En todo el mundo cristiano comienza a reivindicarse la libertad de la Iglesia, principalmente para nombrar a sus funcionarios. Tratarán de dignificar la vida moral de los clérigos, condenando la simonía, el nicolaísmo, e imponiendo el celibato. Con estas medidas se pretenderá fortalecer la autoridad papal en contra de la voracidad de los príncipes imperiales. El nicolaísmo se refiere en la Iglesia católica al matrimonio o amancebamiento de clérigos. Esta práctica fue prohibida por el papa Nicolás II —de ahí el término nicolaísmo— en un sínodo celebrado en Letrán en 1059, en el que además de ordenar la excomunión de los sacerdotes casados que no repudiasen a sus esposas, prohibía a los laicos participar en misas celebradas por ellos.
Frente a la codicia de los príncipes europeos, la Iglesia se apresuró a generar un poder centralizado y dinámico. Así, en la segunda mitad del siglo XI —con el auge de las ideas escolásticas— quedará afirmado el concepto de que el poder de la Iglesia es superior a cualquier potestad terrenal. Desde la época del papa san Gregorio VII (siglo XI) hasta la del papa Bonifacio VIII (siglo XIII), el Papado lucharía tenazmente contra el Imperio, no solo para evitar su absorción sino para lograr la supremacía pontificia. El cesaropapismo, inaugurado por la práctica política de Carlomagno, tendrá que ceder definitivamente ante el peso de la hierocracia, que tiene en San Gregorio VII (1073–85), en los canonistas del siglo XII y en los decretalistas del XIII, o en Bonifacio VIII (1294–1303) a los teóricos de las máximas formulaciones del poder universal de los sucesores de Pedro.
Las ideas de Teocracia estaban madurando desde hacía mucho tiempo, pero fueron los decretos de 1075 (Dictatus Papæ) los que independizaron a la Iglesia poniendo en ella las bases de una verdadera autoridad monárquica. De inmediato se incrementó la controversia entre los weiblingen (defensores de la supremacía imperial) y los welfen, partidarios de la supremacía de los papas. Trasplantados a Italia, serían los gibelinos y güelfos, que lucharían durante siglos. La lucha hará que la idea de Teocracia se lleve a un extremo hasta derivar en Hierocracia: idea según la cual el papa se encuentra por encima de los monarcas, lo que lo habilitaba para actuar directamente sobre el gobierno temporal.
En la época del reinado de Federico I Barbarroja (1152–1190), la idea imperial llegó a su madurez. Se resalta su continuidad en Europa desde la época romana, a través del eslabón carolingio. De hecho, Federico I se refería a Carlomagno como modelo de emperador y lo hará canonizar en 1165 sin los debidos requisitos. Se utilizan también a favor de las ideas imperiales las tesis sobre la soberanía pública que contiene el Derecho romano, redescubierto por los juristas y políticos europeos en el siglo XII. De ellas se deducía la unicidad y el carácter universal del Imperio, considerado como «un proyecto de dominio universal» que simboliza toda la época.
Dadas estas premisas, se pensaba en la corte de Federico I que el Imperio, establecido directamente por la voluntad divina como forma de organización política de la humanidad, era sagrado. La expresión Sacrum Imperium aparece por primera vez, en efecto, en un documento del año 1157. Enrique VI trató de llevar a la práctica el Dominium Mundi mediante la asociación de vasallaje de otros reinos al Imperio, mas, debido a su inesperada muerte, su gran proyecto acabó abruptamente, dejando como heredero a un niño de tres años. En un plano distinto, no se puede olvidar que al siglo XII le correspondió ver el inicio de la revitalización del poder monárquico por sobre el de los señores feudales, luego de varios siglos de profundo decaimiento de la autoridad real.
El Imperio no se mantuvo al margen de esta evolución, recobrando fuertemente su prestigio, sin embargo la manejó mal, por lo que vendrían importantes consecuencias para el futuro político de los territorios de Alemania e Italia. La reconstrucción de las monarquías iba también en contra del proyectado Dominium Mundi. Por esto, tanto Federico I como su hijo y sucesor, Enrique VI, intentaron conciliar ambos sucesos imaginando un Imperio temporal universal, a cuyo frente se ubicaría un emperador con autoridad suprema, superior al poder de los reyes diversos, llamados «régulos» o «reyes locales». Esta autoridad suprema parecía necesaria, pues se pensaba que el poder imperial —manteniendo sometido al papa— era la forma de mantener unida a la Cristiandad en espera del fin de los tiempos. Sin tener en cuenta este elemento escatológico y mesiánico, no se puede entender correctamente lo que el Imperio significaba para los hombres de la época, en especial para el emperador Federico I Barbarroja.
La visión de la Iglesia
Graciano, maestro boloñés de teología, escribió hacia 1140 su Concordancia de las Discordancias de los Cánones, llamada corrientemente Decreto. Esta obra provocó en los decenios siguientes un auge de las consultas jurídicas formuladas a los pontífices, cuyas respuestas serían conocidas como decretales. Los fundamentos de la visión eclesiástica pueden resumirse en las siguientes fuentes:
Según el papa Alejandro III, la unicidad de la creación implica también la unicidad de la autoridad suprema sobre todas las criaturas. Ésta debía corresponderle al papa por la propia superioridad de su poder espiritual y porque la salvación eterna, que éste promovía, era el fin social primero.
Según el Summa Coloniensis (texto de 1170), el papa es el verdadero emperador, siendo el emperador efectivo vicario suyo (papa verus imperator est, et imperator vicarius eius).
Según Geroh de Reichersberg y los grandes canonistas como Graciano y Huguccio, el poder temporal laico poseía funcionamiento autónomo, tanto para escoger a los que lo ejercían por medio de la elección o la herencia, como para desarrollar sus propios medios administrativos sin interferencias. El papa conservaba, sin embargo, una autoridad suprema, pero solo podía ejercerla para sancionar o refrendar los actos políticos, no para modificarlos ni actuar directamente, salvo por motivos morales o religiosos (ratione peccati: «por razón de pecado») o cuando fuera preciso dirimir una cuestión para la que ningún otro poder del mundo estuviese autorizado.
En los siglos XII y XIII el redescubrimiento del antiguo Derecho romano y la ordenación del Derecho canónico o eclesiástico iniciaron una época nueva para el ordenamiento jurídico de Occidente. Este hecho influyó profundamente en el acontecer político de la época, y muy especialmente en el curso de la pugna por el Dominium Mundi entre el Imperio y el pontificado. El Derecho romano que conocerá la Europa medieval es exclusivamente la recopilación realizada por el emperador Justiniano en el siglo VI, que consta de varias partes bien diferenciadas: El Código de Justiniano, que reúne todas las constituciones dadas por los emperadores desde la época de Adriano. Además, el de mayor influencia en el nuevo descubrimiento medieval fue el Digesto. La obra de Justiniano que, desde el siglo XVI, se conocerá con el nombre de Corpus Iuris Civilis, pero su difusión era escasísima y a través de compendios que la deformaban. En los siglos XII y XIII, por el contrario, y en Bolonia, una ciudad de la Romaña, (Italia), se produjo un renacimiento de los estudios romanistas que influiría sobre toda Europa. No fue escaso, en esta difusión, el papel de los emperadores germánicos, que actuaban movidos por su interés político tanto como por su supuesta condición de legítimos sucesores y herederos del antiguo Imperio Romano.
Los maestros de esta famosísima Escuela de Bolonia actuaron según un método de estudio muy medieval, el de la glosa o comentario del contenido y significado de los textos justinianeos. No se trata de comentarios críticos, sino más bien analíticos. Los profesores boloñeses aceptan el derecho justinianeo como algo superior e incluso supremo; se limitan a comentarlo, sin demasiado bagaje crítico, pues para ello les habrían sido necesarios unos conocimientos filológicos (dominio del griego y estudio de los textos originales) e históricos de los que carecían. Pero de su comentario se deducen consecuencias fundamentales para Occidente, mediante la creación de una casuística riquísima que cubría un campo de hipótesis jurídicas muy superiores y mucho más amplio que el conocido hasta entonces. La fundación de la escuela de maestros boloñeses se debe a Irnerio, a comienzos del siglo XII. Discípulos suyos fueron Hugo, Búlgaro, Jacobo y Martín, llamados «los cuatro doctores» por su sabiduría e influencia. Todos ellos fueron gibelinos —apoyaron la idea del Imperio por encima del pontificado— y partidarios de Federico I, del que son contemporáneos.
El papa Alejandro III fue uno de los principales glosadores del Decreto de Graciano y las decretales pontificias, jugando un papel decisivo en la contienda contra el Imperio. Por la misma época, aproximadamente, se produce una sistematización del derecho eclesiástico que va a dar origen al llamado Derecho canónico en toda su plenitud. Romanistas y canonistas son colegas de oficio y de mentalidad, como fruto de una misma época, aunque los segundos defiendan los derechos pontificios por la misma materia que trataban. El primer compilador sistemático de los cánones de concilios universales anteriores fue Graciano, maestro boloñés de teología, escribió hacia 1140 su Concordancia de las Discordancias de los Cánones, llamada corrientemente Decreto. La obra de Graciano no tuvo carácter oficial, pero alcanzó gran prestigio y provocó en los decenios siguientes un auge de las consultas jurídicas formuladas a los pontífices, algo lógico en una época de insuficiente organización del poder civil como era aquélla. Éstos contestaban por medio de litteras decretales, cuya recopilación se hizo necesaria, al cabo, como única forma de utilizar y conservar la riqueza jurisprudencial que contenían, ya que no solo afectaban a materias eclesiásticas, sino también seglares y civiles.
La primera compilación se debe a Ramón de Peñafort, un dominico catalán, y lleva el nombre de Decretales de Gregorio IX; reúne las decretales aparecidas entre 1154 y 1234 y se divide en cinco libros, por lo que la siguiente recopilación, que abarca hasta 1298, se conocerá con el nombre de Liber Sextus. En el siglo XIV se realizarán nuevas compilaciones, las Clementinas, las Extravagantes de Juan XXII y las Communes. Desde el siglo XVI, todo este Derecho canónico en sus compendios reconocidos oficialmente llevará el nombre de Corpus Iuris Canonici.
Decreto de Graciano y decretales pontificias fueron comentadas por el mismo procedimiento de la glosa que se aplicaba al Derecho romano. Y algunos de los principales glosadores jugaron un papel decisivo en la querella contra el Imperio: Rolando Bandinelli, papa Alejandro III, y Sinibaldo Fieschi, papa Inocencio IV. La síntesis de glosas corre a cargo, sobre todo, de Bartolomé de Brescia, en el siglo XII, y también de Juan el Teutónico, en el XIII, de Huguccio de Pisa y de Enrique de Susa.
En varias ocasiones las ciudades lombardas, encabezadas por Milán, se sublevaron contra la autoridad imperial, acercándose al pontificado. A su regreso de Italia, luego de haber ido en ayuda del pontífice Eugenio III, Federico I convocó una dieta en Besançon (1157), con objeto de reformar el estatuto político de su Reino en Arlés. En aquella dieta se produjeron las primeras diferencias entre los altos funcionarios del emperador, en especial el canciller Reinaldo de Dassel, y el legado pontificio, y futuro papa, Rolando Bandinelli. La disputa entre teócratas e imperiales se reaviva, siendo el pretexto la interpretación de un documento papal en el que se aludía a los «beneficios» que el pontífice otorgaba al emperador.
La palabra «beneficio» tenía entonces un significado muy específico, pues eran los vasallos quienes, supuestamente, recibían beneficios o feudos de sus señores. Así lo entendió Reinaldo de Dassel y, puesto a polemizar, Rolando Bandinelli no tuvo inconveniente en aceptar la tesis de su rival: en efecto, para él, el emperador recibía el Imperio como un beneficio de manos del papa. Adriano IV, papa de origen inglés que coronó emperador a Federico I, aclaró posteriormente que la palabra tenía un sentido más general: el papa otorgaba beneficios espirituales, no feudos. Pero la querella se había reavivado, y cuando Rolando Bandinelli subió a la sede pontificia, se mostró como un verdadero renovador de las teorías teocráticas. Teorías que ya no tenían la simplicidad enérgica de los tiempos gregorianos. En la primera mitad del siglo XII, sobre todo, hay autores que continúan las tesis de Gregorio VII, como Hugo de San Víctor, Juan de Salisbury u Honorio Augustodunense, pero lo habitual es que las ideas teocráticas asimilen de alguna forma las nuevas realidades: redescubrimiento del Derecho romano, afirmación de los poderes políticos, complicación del esquema social en un mundo en el que los oficios y situaciones individuales posibles se multiplican, rompiendo el primitivo ideal de la «sociedad trinitaria» formada por políticos, militares y campesinos.
Federico I Barbarroja contra Alejandro III

A la muerte de Adriano IV, veinticuatro cardenales eligieron papa a Alejandro III. Sin embargo, Federico I reconoció como papa a Víctor IV (antipapa). En 1158 se produjo el segundo viaje del emperador a Italia. Poco después, la muerte de Adriano IV, abrió una crisis sucesoria en el pontificado. En torno a ambos hechos se produce la primera coyuntura propicia para el enfrentamiento entre el emperador y el papa. Federico pretendía sojuzgar a las ciudades lombardas. Milán se alzó a la cabeza de este nuevo movimiento urbano. El emperador asedió la ciudad y la obligó a capitular, conservando ésta su autonomía interna, pero aceptando plenamente la autoridad imperial. A continuación, Federico I reunió una magna asamblea en Roncaglia con el fin de reorganizar la administración del Reino de Italia y recuperar en él toda su autoridad. Pareció conseguirlo, pero la resistencia contra sus medidas levantaría a las ciudades y renovaría su vieja alianza con el pontífice, para quien la constitución de un poder imperial fuerte en el norte y centro de Italia era el peligro inmediato más grave contra su independencia política. La pseudocanonización de Carlomagno fue un ejemplo de la culminación del intervencionismo imperial.
El Sacro Imperio Romano Germánico en su época de máximo esplendor

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