Existe una especie de
lema literario que aconseja cubrir de misterio lo que interese al lector…, y dejar muy claro lo que sea intrascendente.
Algo parecido afirmaba el emperador romano Juliano: «Lo que en los mitos se nos presenta como más inverosímil, es precisamente aquello que nos abre el camino a la verdad». Efectivamente, cuanto más paradójico y extraordinario es un enigma,
tanto más parece advertirnos para no confiar en la palabra desnuda, sino a
especular en torno a la verdad oculta. Sólo así encontraremos lo que realmente
interesa. La cuestión resulta tan
sencilla como en el cuento de las puertas, en el que cuando se le dice al
protagonista que puede abrirlas todas menos una, en el acto se ha provocado que
la prohibida se convierta en la única que desea abrir, porque ya no dejará de imaginar lo que
esconde. Es posible que la utilización de recursos como éste no sea
intencionada, pero al estudioso le lleva a suponer que el creador de la
historia del Grial conocía muy a fondo la mente humana y sabía cómo excitarla.
Esto es lo que consiguen
los escritos y leyendas sobre el Santo Cáliz, porque alimentan el deseo de conquistar
una meta a todas luces inconquistable. Pero el atractivo de esta empresa no reside
tanto en la obtención del Grial como en su búsqueda en sí, una búsqueda
mística que sólo podrán emprender los que se hayan preparado a conciencia. Se
convertirán en héroes de la Cristiandad, pero en ningún momento dejarán de
actuar como hombres mortales a los que asaltan las dudas frente a un peligro,
que luego superarán dando muestras de un valor excepcional. Acaso éste puede
nacer de una fuente de apariencia sencilla, de la que a la postre brotará un
maleficio. Entonces deberán actuar con la mayor rapidez, sin contar con más
ayuda que sus propios medios.La leyenda del Grial ha de verse como una aventura
universal: la búsqueda de lo mejor de cada persona. Cuando los caballeros
emprenden su búsqueda, lo que anhelan es conquistar un imposible. Siguen adelante,
incansables, porque lo esencial es no rendirse ante las debilidades del propio
cuerpo, los obstáculos que puedan surgir y los enemigos que se opongan, aunque
éstos adquieran una dimensión sobrenatural. Siempre se debe mantener vivo el
espíritu, porque el interés que despierta el Grial ofrece diferentes aspectos
esenciales. Los primeros provienen de un cúmulo de elementos esotéricos y,
sobre todo, religiosos y místicos. Tomando como punto de partida viejas tradiciones,
muchas de ellas de origen celta y germánico, se tuvo la habilidad suficiente
para construir unos poemas y unas novelas que enraizaron con el naciente
espíritu caballeresco de la época para convertirse en un mito, en una vocación
aceptable para los hijos de la nobleza y de la incipiente burguesía.
Otro motivo de interés,
acaso el más eficaz, fue la utilización del misterio. Este recurso narrativo ya
había sido empleado por los griegos y por los celtas; sin embargo, los
escritores del Grial, la mayoría de ellos trovadores, luego conocedores de los
gustos de la nobleza, tuvieron la habilidad de crear la novela de aventuras o,
en esencia, la novela universal. Si en la Odisea de Homero nos encontramos con
un Ulises que pretende llegar a Ítaca, su patria, donde le espera su esposa Penélope y su hijo Telémaco, pero se ve sometido a una búsqueda forzosa,
al ser obligado a detenerse en varias islas a cuál más peligrosa, en los
relatos del Grial lo que se persigue es algo más excelso: el Sagrado Cáliz que contuvo la sangre de Cristo en la cruz. Un objeto extraordinario y
comparable al mismo Dios, porque de él proviene. A la hora de adentrarnos
en el análisis del enigma del Grial hay que tener muy en cuenta las leyendas
caballerescas; pero dejando a un lado lo superficial. Conviene buscar los
mitos, los cantos de gestas y las epopeyas que han poblado la historia. Cuando
los especialistas se vuelven demasiado analíticos, pretenden rebuscar en el
subconsciente de los creadores y acaban extraviándose y perdiendo de vista lo
esencial. Esta técnica puede
funcionar en ciertas situaciones; sin embargo, nos parece excesiva a la hora de
valorar unos poemas y unas novelas que fueron escritos en una época muy concreta bajo unos
condicionantes conocidos y que, sobre todo, buscaban entretener por el sendero
de la emoción. Es cierto que pocos, por
no decir ninguno, de estos creadores dispusieron de una libertad absoluta.
Dependían de un mecenas, que era un príncipe o un noble, es decir, el amo del
lugar en un mundo feudal, donde se desconocía la democracia. La escritura
literaria siempre había llevado mucho tiempo, durante el cual se necesitaba
comer, dormir, mantener el fuego encendido y estar protegido de las
enfermedades. Estas necesidades se incrementaban si el autor tenía una familia
que sostener. Por todo esto precisaba contar con un protector, el cual se «cobraba» su
mecenazgo manteniendo un férreo control sobre lo que se escribía, y luego exigía ser mencionado en la primera página del manuscrito. Otra cuestión muy
importante es que esta obra no se vendía, porque si se consideraba muy
interesante, pasaba a los amanuenses, que copiaban los ejemplares que iban a
ser regalados. Claro que existía otra forma de difusión, acaso más efectiva,
que era la de los trovadores: al conocer la obra de memoria se cuidaban de divulgarla allí
por donde pasaban. Si eran honrados, citaban al autor, y de no serlo, se las
apropiaban con las consiguientes deformaciones de la historia original.
Hagamos una pausa para
fijarnos en la sociedad de finales del siglo XII. En aquellos lejanos tiempos la
vida discurría a la velocidad de los caballos, es decir, las evoluciones
sociales tardaban siglos en producirse y en desarrollarse, o surgían de
inmediato, por medio de las invasiones, como las protagonizadas por los
bárbaros en el siglo V. Sin embargo, lo normal era que los cambios tardaran mucho tiempo en
manifestarse. La sociedad europea
había salido del siglo X exhausta, debido a que los santones y demás profetas
del apocalipsis la estuvieron atormentando con la amenaza del inminente fin del
mundo. La mayoría de los caminos se llenaron de procesiones de penitentes, que
se flagelaban para redimir sus pecados. Cuando se comprobó la
futilidad de esta histeria colectiva orquestada por la Iglesia, todos debieron
afanarse en recuperar las tierras de cultivo que habían sido abandonadas. Sin
embargo, advirtieron que cerca latía otra amenaza: el islam y sus fanáticos
creyentes, que habían conquistado buena parte de la península Ibérica, habían
hecho suya Tierra Santa y controlaban todo el Mediterráneo oriental, después de
haber arrinconado al otrora poderoso Imperio Bizantino. Además, la marea
islámica se había extendido por todo el norte de África.
La Iglesia organizó la Santa Cruzada, que consiguió recuperar Jerusalén en el año 1099; no obstante, se había vuelto a perder antes de haber transcurrido un siglo. Esta vez definitivamente. Luego
era evidente que el enemigo resultaba muy peligroso, tanto que los reyes de la
Cristiandad financiaron, junto al papa, nuevas cruzadas. Al mismo tiempo se
crearon las Órdenes de Caballería, entre las que destacaron los Templarios
y los Hospitalarios. Toda una serie de esfuerzos, que no dejaban de
probar que se carecía de un sentido colectivo, acaso porque se necesitaba creer
profundamente en lo que se estaba haciendo y, sobre todo, en la responsabilidad
que se asumía. Por todo esto, la aparición de
los poemas y romances del Grial consiguieron saciar la sed de mitos,
al ofrecer uno con el que toda la Cristiandad se pudo identificar.
Cruzado orando antes de entrar en combate |
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