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sábado, 6 de noviembre de 2010

La cruz torcida (1)

William Colby, jefe de la CIA entre 1973 y 1976, declaró en sus memorias que “la mayor operación política asumida por la CIA fue prevenir el avance comunista en Italia en las elecciones de 1948, impidiendo así que la OTAN fuese amenazada políticamente por una quinta columna subversiva: el PCI (Partido Comunista italiano)”. Aunque sería más exacto decir que lo que hizo la CIA fue “intervenir” y boicotear dichas elecciones alterando el resultado. Un documental emitido por la BBC hace algunos años confirmaba las palabras de William Colby a través de los testimonios del general Vernon Walters, ex subdirector de la CIA, y de Richard Allen, el que fuera titular del Consejo de Seguridad Nacional durante la administración Reagan (1981-1989). Walters describe cómo el papa Juan Pablo II pactó una coalición con la CIA y Washington, mientras Richard Allen puntualiza la función manifiestamente colaboracionista que desempeñó el jefe de la Iglesia católica dentro del sistema capitalista global liderado por Estados Unidos.

De acuerdo con las investigaciones realizadas por escritores y periodistas de la talla de David Yallop, Gurwin, Sisti, Modolo, Di Fonzo, Piazzesi, Bonsanti, Doménico, Rupert Cornwall, Jack Hoffmann y John Jackson, la mafia italonorteamericana utilizó las instituciones financieras del Vaticano para blanquear dinero sucio procedente del narcotráfico, de la evasión de capitales y de la venta ilegal de armas, principalmente, aunque habían participado mancomunadamente en otras actividades delictivas. Las investigaciones llevadas a cabo por la Justicia italiana para esclarecer la relación que mantenía la mafia con la logia masónica Propaganda Due (P2) de Licio Gelli, llevó hasta los entresijos financieros del Vaticano, que ejerció de “paraíso fiscal” durante más de una década, siendo el IOR (Instituto para las Obras de Religión, también llamado Banco Vaticano), aprovechado por la masonería (financiera, política y empresarial) y la propia mafia para desviar grandes sumas de dinero, libres de impuestos a Sudamérica, sobre todo a Argentina, y sufragar la guerra sucia contra los movimientos revolucionarios de izquierda en Nicaragua, El Salvador y otros países centroamericanos, subvencionando a grupos paramilitares como los escuadrones de la muerte, responsables, entre otros, de los asesinatos de muchos religiosos católicos en esos países.

Quedó demostrado en el sumario contra la Logia P2, instruido en Italia a principios de los años ochenta, que la conexión del Banco Ambrosiano con el Banco Vaticano (IOR) fue la vía a través de la cual Licio Gelli, jefe de la logia masónica Propaganda Due (P2) y agente encubierto de la CIA, infiltró a muchos de los suyos en la Santa Sede. Licio Gelli, como ya vimos al repasar su actuación durante la guerra, fue siempre un “doble agente” que servía a quien mejor le pagase, nada más.

Según el periodista italiano Ennio Remondino, el ex colaborador de la CIA, Richard Brenneke, afirmaba que “Gelli y la P2 habían trabajado para la Agencia recibiendo a cambio enormes sumas de dinero que el propio Brenneke sostenía haber entregado al jefe masón”. Además, ese dinero era utilizado para financiar operaciones especiales (guerra sucia) de la CIA en Sudamérica y también en Europa occidental financiando a supuestos grupos terroristas de extrema derecha o de extrema izquierda, como las Brigadas Rojas, y el origen de ese dinero negro era el tráfico internacional de armas, el narcotráfico y la prostitución, todo ello controlado por los Servicios de Inteligencia de los Estados Unidos. El objetivo de aquellas operaciones encubiertas de la CIA, ya lo hemos apuntado, era la desestabilización de gobiernos poco dispuestos a someterse a los designios de Washington, pero no sólo en aquellos países que hemos venido llamando peyorativamente del Tercer Mundo, sino en la confiada Europa occidental. Puede que algunos piensen que todo eso forma parte del pasado, desgraciadamente no es así.

Gran parte de las operaciones bancarias fraudulentas que sirvieron para “inyectar liquidez” al proyecto de terrorismo de Estado practicado en los ochenta por los EEUU, se realizaron a través de las enmarañadas redes financieras de la mafia italonorteamericana infiltrada en el Vaticano y estuvieron coordinadas desde Washington por el entonces vicepresidente, George Bush (padre) durante los ocho años de la administración republicana presidida por Ronald Reagan. En el sumario judicial abierto contra Roberto Calvi, se establecía que el Banco Ambrosiano habría sido un tapadera al servicio de la CIA y la mafia para canalizar grandes cantidades de dinero sucio, que sufragaban los asesinatos selectivos y las masacres de aldeas y poblados indígenas enteros cometidos por las formaciones paramilitares anticomunistas controladas y amparadas por Washington, aprovechando las facilidades fiscales que les ofrecía el Vaticano para desviar ese dinero ensangrentado a través de paraísos fiscales como Panamá, Gibraltar o Nassau (Bahamas), que después servía para financiar todo tipo de operaciones secretas (asesinatos de militantes y dirigentes de izquierda, líderes indígenas, golpes de Estado, desestabilización de gobiernos, etcétera), esencialmente en América Latina. Pero también en Europa.

El ex dictador panameño, Manuel Antonio Noriega, antiguo agente de la CIA, que intentó infructuosamente ser admitido en la “selecta” élite que componía la logia masónica P2, tras ser derrocado en 1989 por tropas norteamericanas, solicitó inútilmente al Vaticano que intercediese para obtener su libertad. Los norteamericanos, constituidos en “gendarmes” del mundo, le encarcelaron después de juzgarle en un simulacro de proceso judicial, muy parecido al que sometieron a Sadam Hussein para justificar su linchamiento.

Eliminado el papa Luciani, y con la promoción del polaco Wojtyla al Trono de Pedro, se favoreció lo que buscaba la CIA apoyándose en los sectores más conservadores de la Iglesia, vinculados, algunos de ellos, con el crimen organizado y la masonería financiera (Logia P2) que también actuaba como patrocinadora de diversos grupos terroristas programados para desestabilizar al Gobierno italiano, y de otros países, en caso de que llegase a vislumbrarse un giro político hacia la izquierda. El Vaticano actuaba como catalizador de todos estos lobbies con intereses diversos.

El Opus Dei y sus socios de la ultraderecha clerical y política vieron disiparse el último nubarrón con la desaparición de Giovanni Bennelli, firme opositor a la creciente influencia de la organización de Escrivá de Balaguer en la Santa Sede, con sus solventes redes financieras que se extendían hasta Washington. Tras la muerte de Luciani, Juan Pablo II alcanza la jefatura del Vaticano en octubre de 1978, en vísperas de la reactivación de la Guerra Fría que sería completada con el advenimiento de Ronald Reagan a la Casa Blanca en enero de 1981. No obstante, en ese período intermedio comprendido entre 1977-1981, coincidiendo con el mandato del presidente Jimmy Carter, Washington y Moscú protagonizarían un encarnizado enfrentamiento por obtener nuevas áreas de influencia y consolidar las relaciones con sus aliados de la OTAN y el Pacto de Varsovia respectivamente. Eran los prolegómenos de la reedición de la Guerra Fría que se desarrolló en la década de 1981-1991 bajo el nombre de Guerra de las Galaxias, banalizando el apocalíptico riesgo de un conflicto termonuclear a escala mundial.

El perfil marcadamente inmovilista del cardenal Karol Wojtyla y su apostolado “anticomunista” en Polonia, calzaba a la medida de los intereses de Washington, de la masonería financiera, de la mafia tradicional y los demás lobbies que controlaban el crimen organizado que ya se estaba globalizando con la liberalización del tráfico internacional de drogas y estupefacientes. El narcotráfico se había convertido en un lucrativo negocio y en una forma barata de sufragar las guerras sucias contra el comunismo en América Latina y otras partes del mundo, donde los grupos paramilitares de extrema derecha practicaban el Terrorismo de Estado al dictado de Washington y Londres. Los narcodólares empezaban a cotizar más que los petrodólares. Con la muerte de Luciani, el polaco Juan Pablo II, el “papa del Opus Dei” ya tenía el paso franco para acometer su involución doctrinal y perseguir sus dos principales objetivos políticos: impartir la extremaunción a los regímenes socialistas de Europa del Este y bendecir a los militares golpistas y represores que perseguían a los Teólogos de la Liberación en América Latina.

En medio de esa persecución feroz fueron asesinados, entre otros, monseñor Óscar Romero (1980) y el religioso español Ignacio Ellacuría (1989), éste junto a otros cinco jesuitas y dos monjas, que fueron muertos por los paramilitares con la complicidad del Ejército salvadoreño y la CIA. Juan Pablo II nunca escuchó a monseñor Romero en sus súplicas para que intercediera ante el Gobierno de El Salvador, sus verdugos a la postre. Unos meses antes de su muerte, después de una audiencia en torno a las violaciones de los derechos humanos en su país, el papa le despidió airado con un “no me traiga usted más papeles porque no tengo tiempo para leerlos... Y además, procure ponerse de acuerdo con el Gobierno”.

Como relata López Sáez en su libro, monseñor Romero salió llorando de la audiencia papal, mientras comentaba “el papa no me ha entendido, no puede entenderme, porque El Salvador no es Polonia”. Paradójicamente, a partir de 1978, con el ascenso al solio pontificio del polaco Wojtyla, cuya línea doctrinal ha venido continuando el alemán Ratzinger a partir de 2005, son precisamente Estados Unidos y Gran Bretaña, dos países de mayoría protestante, los que más se han beneficiado de unas relaciones privilegiadas con la Santa Sede que son la continuación de la alianza secreta establecida en los primeros tiempos del pontificado de Juan Pablo II con esos dos gobiernos.

Este clientelismo del Vaticano hacia Washington fue enormemente favorecido por la obsesión que atenazó a Wojtyla desde mucho antes de su llegada al poder: acabar con el comunismo ateo, el sistema social en el que él había vivido y que todavía seguía vigente en su país. Estaba obsesionado con “su” país, Polonia, y los abusos que pudiesen cometerse en El Salvador le traían al pairo. Wojtyla era, ante todo, el papa anticomunista de los polacos, y la idea de “liberar” a Polonia de las garras del marxismo a través de la “Santa Alianza” del Vaticano con la CIA, refrendada desde Washington por los miembros y partidarios del Opus Dei próximos a la Casa Blanca, era lo único que le interesaba al iniciarse su pontificado. Sin duda, su férrea voluntad fue determinante a la hora de contribuir a la desestabilización política de Europa oriental y la Unión Soviética legitimando dogmáticamente la irrupción incontrolada de la economía de mercado en las antiguas repúblicas soviéticas tras la desintegración de la URSS en 1991. Desde entonces, EEUU ha venido desarrollando un titánico esfuerzo para incrementar su influencia militar, económica y política en la zona, con las consecuencias que pudimos constatar en agosto de 2008 con la guerra entre Rusia y Georgia, que venía siendo alentada por Washington desde la caída del presidente georgiano Edward Shevardnadze en 2003.

Presionando por la comunidad católica moderada, Juan Pablo II había criticado tibiamente la estrategia de la escalada armamentista y la beligerante política exterior del presidente Ronald Reagan, en un evidente intento por contentar a los sectores renovadores del Vaticano. No era más que un paripé, el Vaticano estaba perfectamente alineado con EEUU y Gran Bretaña. Wojtyla estaba dispuesto a lo que fuese con tal de que Washington no se olvidase de Polonia e intercediese para su ingreso el Mercado Común Europeo (MCE) una vez “rescatada” del comunismo ateo. El Salvador, Honduras, Nicaragua o Guatemala, no estaban entre las prioridades del pontífice polaco Juan Pablo II.

Cuenta en sus memorias el ex subdirector de la CIA, Vernon Walters, que el presidente Reagan decidió enviarlo como embajador itinerante de Washington para conseguir el apoyo del papa al programa para el despliegue de misiles en Europa denominado Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI por sus siglas en inglés) y popularmente conocida como ‘Star Wars’ o Guerra de las Galaxias, como la película de ciencia-ficción de George Lucas. Hablando del éxito de su misión cuenta Walters lo siguiente: “Esta fue una de las experiencias más extraordinarias de mi vida”. Y agrega: “Me gustaría pensar que esto tuvo algún éxito. Él [Juan Pablo II] no criticó nuestros programas de defensa y esto era todo lo que queríamos”. ¿Les parece poco?

Durante la época de la Santa Alianza entre Juan Pablo II, Washington y la CIA, el otro protagonista de la trama vaticana, el Opus Dei, adquirió un enorme poder e influencia en Roma. Su ascensión se vio coronada en 1992 por la beatificación meteórica de Escrivá de Balaguer (el fundador del Opus Dei) por parte de Juan Pablo II –amigo de larga data de la organización– apenas diecisiete años después de su muerte y luego de un proceso expeditivo, donde sólo se tuvieron en cuenta los testimonios positivos sobre la vida y obras del hasta entonces beato.

El periodista y escritor Sanjuana Martínez, en un artículo referido al libro Opus Dei: la telaraña del poder señala que durante el papado de Juan Pablo II hay un claro beneficiario: el Opus Dei. Su estatus particular de “diócesis supranacional” institucionalizó su poder y radicalizó la guerra intestina en el Vaticano. Los ejemplos concretos –señala Sanjuana Martínez– son contados por el grupo Los Discípulos de la Verdad en el libro publicado por Ediciones B: A la sombra del papa enfermo y los escándalos durante el pontificado de Juan Pablo II y la lucha por la sucesión. En el capítulo titulado “Los pecados del papa Wojtyla” se hace un recorrido por los escándalos de corrupción, los negocios ilegales y los apoyos del Vaticano a los regímenes dictatoriales de América Latina patrocinados por EEUU, con la “bendición” papal.

En el apartado titulado “El obispo 007” se detallan las responsabilidades de Juan Pablo II en el escándalo financiero del banco pontificio IOR (Instituto para Obras de Religión) dirigido por monseñor Paul Marcinkus, antiguo guardaespaldas de Pablo VI, al que el papa Albino Luciani (Juan Pablo I) quiso apartar del banco en 1978, pero que fue inmediatamente confirmado en su puesto por el nuevo pontífice, el polaco Karol Wojtyla, que adoptó el nombre de Juan Pablo II tras su elección en el cónclave celebrado en octubre de 1978. En ese mismo capítulo se dice también: “La quiebra del Banco Ambrosiano fue una colosal estafa que costó a los acreedores y a los contribuyentes italianos alrededor de 287 millones de dólares, además de otros 241 millones de dólares que salieron de los generosos bolsillos de los fieles católicos. La estafa fue posible por la manifiesta connivencia de la banca vaticana, y el IOR sólo pudo ser cómplice gracias a la anuencia –implícita o explícita– de Juan Pablo II. El escándalo del IOR-Ambrosiano costó la vida a Roberto Calvi. Si se trató de un suicidio: monseñor Marcinkus estuvo entre quienes empujaron a Calvi a su desatinado gesto”.

“En cualquier caso –señala Sanjuana Martínez en su libro– el pontífice polaco no pronunció una sola palabra de cristiana compasión ni de humana congoja por la muerte violenta del banquero que durante tantos años había negociado en nombre y por cuenta de las finanzas vaticanas”.

El misterioso poder del Opus Dei, sus tentáculos en las sombras, es, según los expertos, el que impone la agenda dentro del sinuoso mundo de los negocios y del control político sobre el Vaticano en la era de Juan Pablo II. Su vinculación con la CIA, la mafia y el crimen organizado internacional, se intensificó durante la época de la administración Reagan (1981-1989) gracias a sus contactos con la curia ultraderechista latinoamericana, principalmente en Chile, Argentina, Paraguay y Centroamérica. El cardenal Wojtyla era el candidato del Opus Dei y en su elección como sumo pontífice desempeñó un papel determinante el cardenal König, arzobispo de Viena y hombre cercano a la organización. Siendo obispo de Cracovia, monseñor Karol Wojtyla ya viajaba a Roma invitado por el Opus, que lo alojaba en la bella residencia del Viale Bruno-Bozzi N° 73, en un elegante y exclusivo barrio de Roma. Además de la categorización de la Obra (Opus Dei) y de la beatificación de Escrivá de Balaguer, dos decisiones que levantaron una ola de críticas en todo el mundo católico, el papa Juan Pablo II se rodeó de miembros del Opus Dei, señalados como testaferros vinculados con los distintos vasos comunicantes de esta organización religiosa católica con la CIA, oscuras organizaciones terroristas de ideología extremista y las redes del crimen organizado.

Según diversas investigaciones reflejadas en el libro del sacerdote López Sáez, con Juan Pablo II al frente del Vaticano, se desviaron ilegalmente más de 500 millones de dólares de los fondos del IOR, a través del Banco Ambrosiano, para la financiación del sindicato polaco Solidaridad liderado por Lech Walesa, el sosias político del propio Wojtyla en su país.

El general Vernon Walters, antes de morir, y refiriéndose a Ronald Reagan, dijo que “fue él quien ayudó al Espíritu Santo en la elección de Wojtyla, y puede que colaborase en la muerte del papa Luciani”. Por su parte, Richard Allen, que fue consejero de Seguridad del mismo presidente, afirmó que “la relación de Reagan con el Vaticano fue una de las mayores alianzas secretas de todos los tiempos”.

En realidad, y como queda expuesto en el libro del sacerdote López Sáez, el ascenso de Karol Wojtyla al trono de Pedro había sido cuidadosamente planificado. Con la ayuda de una profesora universitaria católica bien relacionada, Wojtyla fue introducido en los círculos próximos al poder político en Washington a través del cardenal de Filadelfia, Krol, y del renombrado político Zbigniew Brzezinski (ambos de ascendencia polaca). Otras fuentes en el Vaticano señalan que la otra clavija decisiva en el enchufe de Wojtyla para “conectarlo” a la red del poder vino dada por la relación de su secretario privado, el arzobispo polaco Stanislaw Dziwisz (señalado como el jefe del “grupo polaco” que controlaba a Wojtyla) con el establishment del lobby norteamericano “Trilateralista” que giraba alrededor de Brzezinski en la administración Carter, entre 1977 y 1981.

Zbigniew Brzezinski, que era uno de los personajes clave de los ‘think tanks’ del Council on Foreign Relations (CFR), estaba asociado intelectualmente al republicano Henry Kissinger, que fue consejero de Seguridad del presidente Jimmy Carter y que se comunicaba epistolarmente con Karol Wojtyla de forma regular, cuando éste ya era el papa Juan Pablo II. Gran admirador de Henry Kissinger, Zbigniew Brzezinski preconizaba una teoría para debilitar y acorralar militarmente a la Unión Soviética y sostenía que la mejor manera para conseguirlo era la desestabilización de sus regiones fronterizas y la penetración ideológica, principalmente a través de la religión, postergada desde la irrupción del comunismo ateo en las repúblicas soviéticas surgidas tras la Revolución de 1917.

En ese tablero estratégico de la geopolítica mundial de la época –no muy distinto del actual– encajaba perfectamente la figura del ferviente anticomunista polaco Karol Wojtyla, por ese motivo, Zbigniew Brzezinski, testaferro del CFR y el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, en colaboración estrecha con el Opus Dei y los sectores más conservadores de la Iglesia católica, le auparon hasta el solio papal en 1978.

La edulcorada figura de Juan Pablo II, por decirlo de alguna manera, cumplía con dos propósitos fundamentales de Washington: abrir el camino a la expansión de sus multinacionales hacia Europa del Este de la mano de la prédica anticomunista de Karol Wojtyla, y obtener la “bendición” del Vaticano para seguir adelante con sus políticas de guerra sucia y terrorismo de Estado contra los movimientos revolucionarios de izquierda aparecidos en Latinoamérica.

Con la llegada a la Casa Blanca de Ronald Reagan, en enero de 1981, la relación entre el Gobierno de Estados Unidos y el Vaticano se haría aún más estrecha cuando el nuevo presidente designó entre sus representantes de política exterior a varios católicos influyentes y militantes del Opus Dei.

En diciembre de 1984, Juan Pablo II nombró al periodista español Joaquín Navarro-Valls, miembro numerario del Opus Dei, director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede. Como único portavoz papal, esta designación, según señalaron algunos expertos vaticanistas anglosajones, provocó fuertes resistencias en el interior de la rígida estructura de poder dentro de la curia romana, debido a que la influencia del Opus Dei sobre el papa Wojtyla se había convertido ya en vox populi en los pasillos del Vaticano.

Asimismo, la influencia de las facciones masónicas (P2) se veían desbordadas por la estrategia del Opus, por la cual, el papa viajero y mediático se dirigía al mundo a través de un portavoz del Opus Dei. Navarro-Valls se convirtió así en el hombre de confianza del papa, manteniendo una situación de contacto permanente sólo igualada por la que mantenía el histórico secretario privado de Wojtyla, monseñor Dziwisz, el jefe del grupo polaco.

En los círculos del poder de la curia romana se señalaba que el responsable del nombramiento de Navarro-Valls como portavoz del papa, había sido monseñor Martínez Somalo, operador político del Opus Dei, contando con la anuencia del secretario Dziwisz. Según los expertos, la oficina de prensa, controlada por el Opus Dei, se separó de la comisión pontificia para las comunicaciones sociales y se constituyó en un departamento autónomo de la Secretaría de Estado, bajo supervisión directa del propio papa Juan Pablo II.

Joaquín Navarro-Valls reestructuró la Oficina de Prensa, que transformó en un instrumento del Opus dedicado a la proyección de Juan Pablo II y a la mistificación de las supuestas verdades oficiales de su apostolado mediático y fue también él, el principal nexo de comunicación entre el Estado Vaticano y el Gobierno norteamericano durante la administración de George H. Bush entre 1989 y 1993 y la de Bill Clinton (1993-2001). Asimismo, el portavoz papal del Opus Dei, fue el gran estratega mediático de Juan Pablo II en sus giras por todo el mundo, cubiertas por el aparato propagandístico de las grandes cadenas de televisión internacionales, y una década más tarde, Navarro-Valls fue también clave para que el Vaticano y la curia española próxima al Opus Dei, acogiesen con toda clase de parabienes el apoyo incondicional prestado por el presidente del Gobierno español de entonces, José María Aznar, a la administración norteamericana presidida por George W. Bush durante la campaña de desinformación que siguió a los atentados del 11 de septiembre de 2001 para justificar las posteriores guerras de Afganistán e Iraq. Dos sangrientos conflictos que en 2010 aún continúan, con un flujo constante de soldados aliados muertos y civiles asesinados.

Expertos en asuntos del Vaticano señalaron en su día que la presencia del presidente George W. Bush, y de los ex presidentes Bill Clinton y George H. Bush en el velatorio de Juan Pablo II en abril de 2005, fue un homenaje encubierto al Opus Dei organizado por Navarro-Valls bajo la apariencia de unos funerales de Estado por la muerte del papa. El Opus Dei se valió de su lobby en la curia romana, al que se agregó el grupo polaco encabezado por monseñor Dziwisz, para controlar y dirigir la mayoría de las decisiones políticas del papa Juan Pablo II desde que fuera instalado al frente de la Iglesia católica en octubre de 1978.

Sus agentes más representativos en el cónclave fueron los cardenales Sodano, Herranz y Ratzinger, quienes se aseguraron de que en el Vaticano siguiese reinando un papa dispuesto a continuar con la alianza establecida con Washington y el Opus Dei que manejarían el rumbo de la Santa Sede a partir de 1978.
Por otro lado, en marzo de 1979 fallecía, en extrañas circunstancias, el cardenal masón Jean Villot, el último que había visto con vida al papa Luciani, y a partir de 1982 el entramado masónico en el Vaticano empezó a desmoronarse como un castillo de naipes con el suicidio de Roberto Calvi. A través de Juan Pablo II, el Opus Dei gobernaba el Vaticano con mano de hierro y asestaba un terrible golpe a la Logia P2. Con sus propios recursos financieros y el apoyo de la CIA, el Opus había dejado fuera de combate, en un abrir y cerrar de ojos, a dos poderosas organizaciones: la mafia y la masonería, que desde los tiempos de Pablo VI habían hecho del Vaticano su hucha particular.

Las conexiones entre la masonería y los diferentes partidos socialistas europeos se remontaban a la segunda mitad del siglo XIX, y en Italia, en los años setenta y ochenta, habían subvencionado inicialmente al líder socialista Bettino Craxi que en 1983 fue elegido primer ministro con el apoyo del ‘pentapartito’ formado por PSI, DC, PSDI, PRI, PLI. Entre sus principales éxitos políticos destacaron la firma de un nuevo Concordato con la Santa Sede en 1984, que nunca fue del agrado de Juan Pablo II. En 1989, con la caída del Muro de Berlín y la consiguiente crisis en el Partido Comunista Italiano (PCI), Craxi propuso la unión de todo el socialismo italiano: PSI, PSDI y un PCI que anunciaba que abandonaba el marxismo, bajo una bandera común (Unitá Socialista). Craxi buscaba crear una única fuerza socialdemócrata capaz de aglutinar a todos los partidos de izquierda, lo que, desde luego, tampoco fue del agrado del papa Juan Pablo II, martillo de herejes y comunistas, con lo que la buena estrella política de Craxi comenzó a apagarse, a pesar de haber logrado importantes logros para su país, como fue la inclusión de Italia en el G-7 (G-8 a partir de entonces).

Debido a la recesión económica y, sobre todo, a la crisis de corrupción política destapada a principios de los años 1990, la unificación entre socialistas y comunistas no llegó a cristalizar, lo que permitió el ascenso fulgurante de una nueva y rutilante estrella del panorama político italiano: Silvio Berlusconi, ex miembro de la logia masónica Propaganda Due (P2) de Licio Gelli. Ocho años después de renegociar los Concordatos con la Santa Sede (1992), a través de la iniciativa judicial denominada Manos Limpias, que intentó acabar con la corrupción imperante en la política italiana, Craxi fue oportunamente señalado entre los corruptos y tuvo que dimitir de su cargo en un PSI que no tardaría en desaparecer. Bettino Craxi marchó a Túnez huyendo de la Justicia y murió en la ciudad de Hammamet en 2000.

(Continuará...)




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