Las operaciones encubiertas conocidas como Mangosta y Northwoods fueron actos de sabotaje pergeñados por la CIA en 1959 contra el nuevo régimen socialista prosoviético de La Habana, y preveían acciones terroristas similares a las que recientemente se han atribuido al terrorismo islámico. Los servicios secretos del Ejército habían diseñado un plan maestro para movilizar definitivamente a la opinión pública mundial contra Castro, de tal modo que hasta las Naciones Unidas apoyasen la intervención militar norteamericana en la isla caribeña. A este fin de preparó una última provocación, la Madre de todas las Provocaciones. Un remake del hundimiento del USS Maine en 1898 imputado a los españoles: «Un falso avión de caza cubano, de fabricación soviética, derribaría en pleno vuelo a un avión chárter civil procedente de Estados Unidos y con destino a Jamaica, Panamá, Guatemala o Venezuela». La ejecución de estas operaciones encubiertas implicaba necesariamente la muerte de numerosos ciudadanos estadounidenses. Pero sería precisamente el alto coste en vidas humanas lo que conferiría credibilidad a tales acciones de sabotaje para convertirlas en eficaces herramientas de propaganda y que cumpliesen su misión de manipulación de la opinión pública norteamericana atacando precisamente su fibra más sensible. Como consecuencia del sabotaje y hundimiento del acorazado USS Maine en La Habana el 15 de febrero de 1898, atribuido a los españoles, murieron 266 marinos norteamericanos. Pero cabe resaltar un detalle importante: el capitán del buque, Charles Dwight Sigsbee, y la oficialidad dormían plácidamente en esos momentos en el castillo de popa, en el otro extremo del buque, motivo por el cual salvaron la vida. Los 266 muertos del USS Maine, entre suboficiales y marinería, eran prescindibles: ¡daños colaterales! Como también los fueron los 34 muertos y los 173 heridos de diversa gravedad de la tripulación del USS Liberty, atacado el 8 de junio de 1967 por la Aviación israelí cuando navegaba por aguas internacionales cercanas a la península del Sinaí, durante la Guerra de los Seis Días. Lo curioso del caso es que el USS Liberty navegaba en solitario, alejado del grueso de la flota norteamericana que se encontraba más hacia el este. Como si alguien le hubiese dado instrucciones precisas al comandante del navío de permanecer en un lugar convenido a una hora determinada. Para el presidente John Kennedy, el general Lemnitzer era un fanático peligroso respaldado por los grupos ultrarreligiosos, los lobbies de la industria del armamento y el cártel petrolero texano que cerraba suculentos contratos para el abastecimiento de combustible a las Fuerzas Armadas que podían quintuplicarse en caso de conflicto, ya que entonces se contrataba el combustible con varios meses de antelación, con lo cual, al disminuir la oferta en el mercado, subían los precios para los consumidores civiles, y los magnates de la industria del petróleo veían aumentar sus ganancias en los negocios de un plumazo. Era así de sencillo. ¡Sólo hacía falta un enemigo creíble y una guerra razonablemente larga! Kennedy entendió enseguida que las advertencias de su predecesor, Dwight Eisenhower, en su Discurso de Despedida a la Nación en enero de 1961, no eran simples metáforas o recursos retóricos, el peligro y la amenaza eran muy reales cuando el presidente saliente declaró lo siguiente: «Los responsables del Gobierno, tenemos que estar atentos a la adquisición de una influencia ilegítima, que sea o no proyectada por el complejo militar e industrial. El riesgo de poder desarrollar o utilizar un poder usurpado existe y persistirá. Jamás debemos permitir que el peso de esta amenaza nos impida o nos arrebate nuestras libertades democráticas. Nada debe considerarse como absolutamente ganado. Sólo una vigilancia y una consciencia ciudadana pueden garantizar el equilibrio entre la influencia de la gigantesca maquinaria industrial y militar que hemos desarrollado y nuestros métodos y objetivos pacíficos, de forma que la seguridad y la libertad puedan desarrollarse armoniosamente». Tras tomar posesión de su cargo en enero de 1961, Kennedy deja claro que no está por la labor de dejarse mangonear por los radicales, al margen de que él mismo pudiese tener ya sus propios compromisos adquiridos, no comparte los anhelos belicistas de los generales Walker y Lemnitzer y se niega a verse envuelto en una guerra abierta en Vietnam, Kennedy sabe además, después de la amarga experiencia de los Estados Unidos en Corea (1950-1953), que políticamente tiene mucho que perder y poco o nada que ganar si implica al país en una guerra apenas inaugurado su mandato. Tanto Woodrow Wilson en 1917, durante la Primera Guerra Mundial, como Franklin Roosevelt en 1941 para intervenir en la Segunda, habían esperado a su segundo mandato para meterse en guerras. Luego no es que Kennedy no quisiese la guerra en el sudeste asiático, tal como había declarado, lo que no deseaba era verse involucrado en ella antes de 1965, al inicio de su previsible segundo mandato, tal como habían hecho antes que él Wilson y Roosevelt en sus respectivas guerras mundiales, después de haber prometido en sus campañas para la reelección que si eran elegidos como presidentes, mantendrían a los Estados Unidos alejados del conflicto europeo. La misma mentira, repetida una y otra vez, seguía encandilando al pueblo norteamericano. Como consecuencia directa de sus ambiciones políticas, que antepuso a las prioridades de otros, Kennedy fue asesinado el 22 de noviembre de 1963, y finalmente, ya bajo la batuta de Lyndon Johnson, en 1965 Estados Unidos intervino directamente en la guerra civil vietnamita, tal como estaba previsto de antemano, al margen de quién ocupase la Casa Blanca.
En agosto de 1974, tras el escándalo Watergate, Nixon es forzado a dimitir y el vicepresidente Gerald Ford asume la presidencia. En abril de 1975 los Estados Unidos, la primera superpotencia mundial, son estrepitosamente derrotados en Vietnam, cuando apenas dos años antes (1973) los norvietnamitas habían estado dispuestos a firmar la paz. Cuando más cerca estaban los norteamericanos de ganar la guerra y de conseguir, según Nixon, una paz honrosa, estalla el caso Watergate que debilita al presidente, obligándole a concentrarse en el frente doméstico, y la guerra en el sudeste asiático se reaviva. Muchos militares norteamericanos empiezan a preguntarse si han sido traicionados. El caso Watergate y la defenestración de Nixon suponen un punto de inflexión; se producen cambios en los círculos más recónditos del poder que propician, por así decirlo, un relevo generacional. Los nuevos actores están esperando impacientes entre bastidores. En 1976 el presidente Gerald Ford reabre el caso por el asesinato de Kennedy y encarga una nueva comisión de investigación. El vicepresidente Nelson Rockefeller y algunos “peces gordos” empiezan a ponerse nerviosos, entre ellos el viejo general Lemnitzer (apartado del servicio activo en 1969) cuando es citado para testificar en el Senado. Muchos de los veteranos que fueron piezas clave en los servicios secretos militares (National Security Agency) y en la CIA (Central Intelligence Agency), incluido Richard Helms, director de la CIA entre 1966 y 1973, son convocados también para declarar ante el Senado. Nixon había cesado a Helms en febrero de 1973 acusándole de deslealtad por su actuación en la trama del Watergate. Entre 1974, tras la dimisión del presidente Nixon el 8 de agosto, y la reapertura del caso Kennedy en 1976 por iniciativa del presidente Ford desaparecen varios testigos clave de la conjura que culminó con el magnicidio de Dallas el 22 de noviembre de 1963: Sam Giancana, Johnny Rosselli, Jimmy Hoffa, Clay Shaw… ¿Fue la reapertura del caso JFK la última jugada, ya entre bastidores, de Richard Nixon para vengarse de quienes le habían perjudicado urdiendo la trama del Watergate? Entre los desaparecidos inmediatamente antes, o inmediatamente después de la reapertura del Caso Kennedy por parte de la Comisión de Investigación de Asesinatos del Senado, que actuó entre los años 1976-1979, se encontraba, nada menos, que el que fuera director adjunto del FBI, William Sullivan, que dirigió las investigaciones de esta agencia por los asesinatos de Kennedy y Luther King. A su vez, Sullivan moriría en un absurdo accidente de caza en 1978. Otro de los “ilustres” conspiradores desaparecidos por esas fechas, un año antes que Sullivan, fue el aristocrático criminal de guerra George De Mohrenschildt, destacado miembro del cártel petrolero de Texas y uno de los históricos “delegados” de la Standard Oil que negociaron con el canciller Adolf Hitler los contratos para el suministro de combustible para las Fuerzas Armadas alemanas durante la Segunda Guerra Mundial. Este destacado nazi fue encontrado muerto de un disparo. En su caso no se molestaron en disimular el asesinato encubriéndolo como un accidente. A mediados de 2006, tras el nombramiento del nuevo director de la CIA, el general Michael Hayden, la Agencia desclasificaba cientos de páginas de archivos desde los años 50 hasta los 70. El general Michael Hayden declaraba poco después de su nombramiento, al hacerse pública la desclasificación de estas 693 páginas, que «los documentos ofrecen una visión de un tiempo muy distinta y de una Agencia (CIA) muy diferente». La decepción por el escaso valor del material desclasificado no se hizo esperar y, además, gran parte del mismo había sido censurado. Sin embargo, entre los legajos apareció parte de la documentación que demostraba que la CIA planeó a principios de los años sesenta envenenar a Fidel Castro con ayuda de hampones procedentes del crimen organizado expulsado de Cuba en 1959. En 2006 la CIA hacía público el contenido de todo el documento: 693 páginas en formato PDF, que se pueden descargar desde internet. Aunque estos textos no lo cuentan todo. De hecho, el primero de los ocho casos que analizan está censurado en su totalidad, por lo que ni siquiera es posible saber de qué se trata. La información contenida en los demás manuscritos también había sido “intervenida” y la Universidad George Washington explicaba en su página web que las referencias a las operaciones de espionaje a los activistas contrarios a la guerra de Vietnam estaban más censuradas en el texto que acababa de ser divulgado que en la versión publicada en 1977. Esas alteraciones de los textos originales restan credibilidad a la afirmación de los portavoces de la CIA según las que “con la desclasificación, el servicio de espionaje de EEUU da un paso decisivo a la hora de reforzar su transparencia”. En definitiva… mucho ruido y pocas nueces. Eso no significa que el documento carezca de interés. Sobre todo, por algunos de los detalles que contiene. De hecho, el segundo caso –en la práctica el primero, dada la censura antes mencionada– sería toda una joya para el guión de una película de Hollywood.
La contratación por parte la CIA de los gánsteres Johnny Rosselli (alias El Guapo), Santos Trafficante y Momo Giancana –este último sucesor de Al Capone en Chicago– para que envenenasen al presidente cubano Fidel Castro. El acuerdo, realizado por medio de un empleado del excéntrico multimillonario Howard Hughes, incluía la promesa de 150.000 dólares de la época –un millón de dólares actuales–, aunque, con gran espíritu patriótico, Rosselli se comprometió a hacerlo “gratis”. El plan, sin embargo, nunca fue puesto en práctica. La mafia, que controlaba gran parte de la economía de Cuba antes de la llegada de Castro al poder, no tuvo la oportunidad de envenenar al líder revolucionario cubano, y toda la operación fue suspendida tras la catastrófica invasión de la bahía de los Cochinos (abril 1961), promovida por la CIA. Finalmente, aunque esto no figura en los documentos, el FBI, dirigido aún por Edgar Hoover, y la propia CIA, dirigida todavía por Allen Dulles, culpaban al presidente Kennedy por el fracaso de la operación en playa Girón, y estaban convencidos de que una indiscreción del presidente a su amante de entonces, la actriz Marilyn Monroe, había propiciado el desastre al alertar a los agentes comunistas infiltrados en Estados Unidos, y éstos a Castro, del lugar y la hora exactos del desembarco. Tampoco se dice en esos documentos desclasificados que el cadáver de Johnny Rosselli, hombre de confianza de Sam Giancana, antiguo “protector” de Marilyn, apareció en 1976 descuartizado y en avanzado estado de descomposición dentro de un barril de petróleo flotando en el mar frente a la costa de Florida. Rosselli fue asesinado en algún momento entre el 28 de julio y 9 de agosto de 1976. Rosselli había sido un prominente gánster a las órdenes de Sam Giancana (éste, a su vez, a las de Al Capone) que dirigió el mundo del espectáculo en Hollywood y Las Vegas en los años cuarenta y cincuenta. Él era el enlace entre Hoover, jefe del FBI, y la mafia, y también colaboró con la CIA en el reclutamiento de los mercenarios de playa Girón, y se cree que estuvo en el complot de la CIA para asesinar a Fidel Castro en 1961, y al propio presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy en 1963. Rosselli, además, pudo ser el hombre que dirigiera el espionaje a Marilyn y los hermanos Kennedy actuando para Edgar Hoover (FBI) y el sindicalista Jimmy Hoffa, todos ellos enemigos acérrimos de los Kennedy, especialmente de Robert Kennedy, que usando de su cargo de fiscal general del Estado, nombrado por su hermano John, les hizo la vida imposible a Jimmy Hoffa y fue el artífice de su encarcelamiento y posterior caída en desgracia. Otras informaciones que afloran en los informes desclasificados en 2006 parecen surgidas de un pésimo guión para una película de serie B, lo que sugiere que puedan haber sido incluidos deliberadamente para distraer a sus posibles lectores: mientras se persiguen marcianitos verdes, se desvía la atención lejos de lo que realmente importa. El más espectacular de los informes (apenas censurado), hace referencia a la utilización de LSD para alterar el comportamiento de los ciudadanos. El LSD era la droga alucinógena favorita de los hippies y los músicos psicodélicos de los años sesenta. Era también la droga predilecta de Charles Manson y su secta de asesinos, luego conviene no tomar el asunto a la ligera. La CIA también explica en el documento cómo colaboró con la policía de Miami para espiar a personas en esa ciudad durante la Convención del Partido Republicano de 1971, en la que Richard Nixon fue reelegido como candidato a la presidencia. Este capítulo, sin embargo, se encuentra tan censurado que resulta imposible determinar quién estaba siendo espiado y por orden de quién. Entre los documentos desclasificados, 693 páginas mecanografiadas que confirman de forma fehaciente una serie de proyectos de terrorismo y diversas operaciones encubiertas en el extranjero que incluyen, además del intento de asesinato del líder cubano Fidel Castro, la intervención directa de la CIA en las elecciones chilenas de 1973 y en el asesinato del presidente de aquel país, Salvador Allende.
En el «Informe Hinchey» sobre las actividades de la CIA en Chile queda clara la relación del candidato Alessandri con el dinero de la Agencia y que empresas norteamericanas como la ITT fueron utilizadas para “canalizar” el dinero de la CIA para Alessandri. En 1970 la ITT era dueña de un 70% de Chitelco, la Compañía de Teléfonos de Chile y financiaba el periódico ultraconservador El Mercurio, que también sirvió para hacer llegar los fondos reservados de la CIA a Alessandri. Todas estas operaciones se realizaron con el beneplácito del presidente Richard Nixon que se había fijado como una de sus prioridades “eliminar” al candidato socialista Salvador Allende si éste vencía en las elecciones presidenciales de 1973. Cosa que acabó sucediendo. En los informes desclasificados en 2006 se detalla además la negociación de contratos secretos entre la CIA y la industria farmacéutica para probar en seres humanos determinados medicamentos, no aptos para ser comercializados por sus nocivos efectos secundarios, desarrollados con el objeto de controlar la voluntad y el libre albedrío de los seres humanos a través de su utilización experimental en determinadas instituciones psiquiátricas sometidas a control gubernamental, sobre todo en cárceles y demás centros de internamiento donde se utilizaron como “técnicas experimentales para la rehabilitación de delincuentes peligrosos”. La aplicación de esas técnicas experimentales sobre ciudadanos indefensos (delincuentes comunes, prisioneros de guerra, disminuidos psíquicos…) incluía métodos de lavado de cerebro mediante drogas, lobotomías, electrochoques, así como otras técnicas de control mental y aislamiento del individuo. No muy distintas, aunque puedan parecer propias de la ciencia-ficción más descabellada, de las empleadas en el tristemente célebre centro de internamiento de Abu Gurayb, más conocido por la transcripción inglesa de Abu Ghraib, una prisión iraquí construida en los años ochenta por el dictador Sadam Husein, cuando era un “valioso” aliado de EEUU en la zona, donde se torturaba y asesinaba impunemente a los opositores del régimen, y que los norteamericanos han reutilizado después de la segunda guerra del Golfo en 2003, rebautizándola cínicamente como Camp Redemption.
En febrero de 1975, es decir, dos años después del cese de Richard Helms como director de la Agencia, Víctor Marchetti, agente de la CIA durante catorce años confirmó algunas de estas operaciones secretas concebidas en el seno de la Agencia en un libro que escribió junto con John D. Mark y titulado “La CIA y el culto del espionaje” en el que se ponían de manifiesto algunas de las sórdidas interioridades de la CIA. Según el propio Marchetti, escribió el libro presa de profundos remordimientos por las atroces actividades en las que él mismo había participado como miembro de la Agencia y enfatizaba en su libro que “la CIA no estaba fuera de control sino bajo órdenes precisas del presidente Gerald Ford y del secretario Henry Kissinger” precisando que “cuando la agencia derrocaba a un Gobierno en Chile o apoyaba a una dictadura militar en Grecia, lo hacía con la aprobación del presidente de los Estados Unidos y con la del secretario de Estado. El pueblo norteamericano ignora lo que hace la CIA exactamente y que las actividades de la Agencia no se proyectan pensando en el bien común de los ciudadanos de los EEUU, sino para proteger los intereses políticos de las oligarquías empresariales privadas”. En 1975, cuando ya se barruntaba la debacle de Saigón, se pone en marcha el Committee of the Present Danger (CPD) un nuevo engendro de la CIA para reactivar la Guerra Fría que recibe un gran impulso entre enero de 1976 y enero de 1977 coincidiendo con el breve período en el que George H. Bush es director de la CIA. Bush, futuro vicepresidente con la administración Reagan, hace campaña para convencer a la opinión pública norteamericana del peligro que representa el comunismo soviético. Entre los flamantes miembros del CPD está Paul Wolfowitz, futuro secretario de Defensa en la primera administración de George W. Bush cuando se desencadenó la guerra en Afganistán después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Coincidiendo con la formación del CPD el presidente Gerald Ford promueve al rango de general de brigada al general William H. Craig, que como director de la National Security Agency (NSA) había supervisado la operación Northwoods, un conjunto de acciones terroristas y de sabotaje contra Cuba que incluían algunos atentados casi idénticos a los que se llevarían a cabo muchos años más tarde en otros países y por diferentes motivos. El general Lyman L. Lemnitzer, uno de los grandes impulsores de la guerra de Vietnam, moría el 12 de noviembre de 1988, trece años después de la finalización del conflicto en el sudeste asiático que se saldó con el trágico balance de 58.000 soldados norteamericanos muertos, la mayoría de ellos muy jóvenes y pertenecientes a las clases más desfavorecidas; dos millones de asiáticos que también perdieron la vida; 220 billones de dólares invertidos en la guerra, buena parte de los cuales fueron a parar a empresas privadas; se lanzaron seis millones y medio de toneladas de bombas sobre Vietnam y Camboya y se emplearon más de 5.000 helicópteros, casi todos fabricados por Bell Helycopters, la compañía que se hallaba al borde de la quiebra financiera en 1963. ¿Quién se benefició entonces con esa guerra? La pregunta se contesta sola y la terrible ecuación siempre arroja el mismo resultado: unos pocos se lucraron con el sufrimiento de muchos. Y afirmarlo no es hacer demagogia y fomentar la paranoia de la conspiración, es constatar la realidad. Podemos alterar los factores de la ecuación y cambiar Vietnam por Iraq, o por Afganistán. O hablar de Ahmadineyad donde antes se decía Fidel Castro. Pero el resultado de la ecuación sigue siendo el mismo. Y a los españoles, particularmente, nos conviene no olvidar al USS Maine ni a los trenes de Atocha, porque llevamos demasiado tiempo durmiendo con el enemigo.
Richard Nixon, 37º presidente de los Estados Unidos (1969-1974) |
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