Contaba Eulalia doce
años cuando se publicó el decreto del impío emperador Diocleciano prohibiendo rendir
culto a Jesucristo –por haber sido ejecutado como enemigo del Estado–, y obligando a los cristianos a ofrecer incienso
y sacrificar víctimas a los dioses de Roma. La joven santa
hispanorromana se negó a abjurar de su fe y se presentó ante el gobernador
Daciano protestando airadamente y diciéndole que se negaba a adorar a los
falsos dioses porque las leyes de Roma no estaban por encima de las leyes de Dios
y, por tanto, no podían ser obedecidas por los cristianos.
Enfurecido, Daciano ordenó
que la insolente niña fuese azotada antes de ejecutarla si no cambiaba de
parecer. Según la tradición cristiana, los verdugos dieron
comienzo al martirio de la joven santa sometiéndola al primero de los
suplicios, que consistía en azotarla con el «flagrum» de correas plomadas. Pareciéndole
poco castigo al gobernador, ordenó que también laceraran su cuerpo con barras
de hierro rematadas en garfios que, con cada azote, arrancaban pedazos de carne
a la víctima.
Viendo el magistrado que
la muchacha persistía en su actitud desafiante, ordenó que trajesen aceite
hirviente y que lo derramasen en los núbiles senos de la santa. Tal era el
enojo del juez, que ordenó que la rociasen con cal viva y que, a continuación,
le echasen agua para que así se abrasase. Según la hagiografía oficial, la
muchacha no sufrió daño alguno a la conclusión de este suplicio, por lo que
mandaron traer una olla llena de plomo derretido. Primero se la enseñaron para disuadirla
de su empecinamiento; pero no fue así, y cuando se disponía a recibir el cruel
tormento, se solidificó el plomo y sus verdugos se quemaron las manos.
Reconociéndose incapaz
de doblegar la férrea voluntad de la niña-mártir, a pesar de los crueles
tormentos infligidos, Daciano ordenó que volvieran a azotarla, esta vez con
varas de estoraque, y que restregasen sal en sus heridas. Luego mandó que
abrasasen su cuerpo con hachones de brea, y que después la metiesen en un horno
y que no lo abriesen hasta que el cuerpo de la niña se hubiese reducido a huesos
calcinados. Siempre según la tradición
católica, la niña salió del horno sin haber recibido daño alguno y cantando
himnos y alabanzas a Dios.
Los verdugos tampoco se dieron
por vencidos, así que le raparon la cabeza y la pasearon desnuda por las calles
y plazas de la ciudad de Emérita-Augusta hasta el lugar de su ejecución. Antes de
tumbarla sobre la cruz, le arrancaron todas las uñas de los pies y de las manos.
Luego descoyuntaron sus extremidades antes de levantar la cruz, y quemar de nuevo
su cuerpo con hachones de brea. Según otras versiones, antes le
cercenaron los pechos. Acto seguido, colocaron braseros a su alrededor que chisporroteaban
levantando grandes llamaradas que la mártir fue engullendo hasta que de su boca
salió una blanca paloma que al instante alzó el vuelo. En ese momento la niña expiró
y entregó su espíritu.
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