En 844, una expedición salió de Toulouse y atacó la costa
cantábrica; rechazada por Ramiro I, llegó a puerto en Coruña y de allí pasó a
Lisboa. Entre los años 859 y 861, el caudillo normando Hastings, partiendo de
Irlanda —o, según otras fuentes, del Loira— con sesenta y dos naves y tres mil
ochocientos hombres, depredó sucesivamente las costas gallega y portuguesa,
Algeciras, las islas Baleares, el litoral de Cataluña y la Camarga, y entró
sembrando la muerte en Ampurias, Elna, Nimes, Fiesole y Pisa. La finalidad
principal de sus correrías era conseguir un botín en joyas, piedras y metales
preciosos, que atesoraban en sus países de origen, o en esclavos, destinados a
la venta. Por esta causa, sus objetivos principales eran los centros urbanos y
las grandes abadías y monasterios. En algunas ocasiones aceptaban una cantidad
de oro o plata en concepto de rescate (danegeld). La agresión normanda, aparte
de las cuantiosas pérdidas en vidas humanas y en dinero, perjudicó sin duda el
desarrollo económico de los territorios afectados. Sobre todo el agropecuario.
No menos peligrosa era la fachada meridional, expuesta
siempre al doble ataque, marítimo y terrestre, del mundo musulmán procedente de
Berbería. La caída de los omeyas de Damasco originó los siguientes emiratos en
el litoral mediterráneo: en la península Ibérica el Emirato de Córdoba (fundado
por Abderramán I en 756 y convertido en Califato independiente por Abderramán
III en 929); en el norte de África el reino idrisí de Marruecos (788–974), con
capital en Fez, fundado por un chiita llamado Idris ibn Abdulá, huido de Medina
con motivo de una revuelta religiosa; el reino kasidita de Argel, y el Emirato
de Túnez o Ifriquiya, instaurado por Ibn Aglab, súbdito de Harun al–Rashid, que
se declaró independiente en el 800. Su Dinastía instaló su capital en Qairuán y
emprendió la islamización por la fuerza de los bereberes; el Emirato sucumbió
ante el triunfo de los fatimíes, en 909, que trasladaron su capital a El Cairo
en 972.
Los dos núcleos árabes más agresivos respecto al mundo
occidental fueron el reino omeya de Córdoba y el Emirato aglabí de Túnez. El
primero, hallándose en posesión de casi toda la península Ibérica y de las
islas Baleares, presionó fuertemente, en tiempos de Hisham I, al reino
cristiano creado en Asturias por los últimos visigodos, ocupando dos veces
Oviedo (794–795), mientras lanzaba a sus corsarios contra la costa provenzal,
en donde, desde la base naval instalada en Fraxinetum (cerca de Saint–Tropez),
dominaba la ruta de los Alpes. El reino de Túnez, emulando el antiguo imperialismo
de los vándalos, desarrolló una doble actividad marítima, ocupando la isla de
Sicilia desde 831 y las de Ponza e Ischia en 845 y estableciendo la fortaleza
de Bari, en el sur de Italia, o practicando correrías de desgaste y piratería
en las cuencas del Tíber y del Vulturno, y en la Camarga, cuya capital, Arlés, saquearon
dos veces consecutivas (847 y 850). La Camarga es una rica región natural del
sur de Francia, situada al oeste de Provenza y al sur de Arlés, y que se
extiende entre los dos brazos principales del delta del Ródano y la costa
mediterránea.
En el «Manuscrito de la Crónica Albeldense» (siglo IX),
se menciona brevemente la derrota de los vikingos en las costas gallegas por
las tropas del conde Pedro. En el 840, un número indeterminado de naves
bordearon la costa asturiana y gallega hasta llegar a la actual Torre de
Hércules —su gran tamaño debió parecerles importante— y saquearon la pequeña
aldea emplazada a sus pies. Ramiro I tuvo noticias de la expedición y convocó a
su ejército para hacer frente a la incursión, derrotando a los vikingos y
recuperando buena parte del botín. Hundió, asimismo, entre sesenta y setenta de
sus naves, lo que no debió ser una gran victoria, como demuestra el hecho de
que siguieron su campaña de saqueos. En Lisboa los cronistas hablan de una
escuadra compuesta por 53 barcos.
En el año 844 otra expedición normanda arrasó la ciudad
de Gijón y siguió la costa atlántica hasta llegar a Lisboa y atacarla. Después
tomaron Cádiz y subieron por el Guadalquivir, saqueando Sevilla durante 7 días,
donde destruyeron la mezquita e hicieron prisioneros a numerosos sevillanos,
lanzando desde la ciudad avanzadillas a pie. Refiriéndose a los bárbaros, escribe
lo siguiente el cronista hispanoárabe Ibrahim ibn Ya'qub: «En el año 844 unos
paganos, a los que nosotros llamamos Rus, atacaron Sevilla, la saquearon y
asolaron, incendiando y matando».
Sin embargo, cuando Abderramán II salió con sus hombres,
y tras algunas escaramuzas los vikingos vieron que no podían con las tropas moras,
los nórdicos huyeron, abandonando Sevilla y a muchos rezagados, quienes se
rindieron a las fuerzas del emir y terminaron ahorcados de las palmeras de
Tablada.
Este primer ataque a la Andalucía musulmana, fue un
acicate para el desarrollo de una flota defensiva que patrulló y vigiló no solo
las aguas del Emirato, sino también las del Cantábrico. Además, se empezaron a
reforzar las defensas en tierra firme.
Abderramán II, un gobernante más dado a la diplomacia que
a la guerra, trató de evitar futuros ataques vikingos tratando de ganárselos
como aliados. Y así, hacia diciembre del año 844 o principios del 845 envió al
embajador al–Gazal a dialogar con los jefes vikingos en sus propias bases.
Aunque el corto relato que se conserva de la expedición no permite saber a qué
lugar del norte de Europa en concreto llegó al–Gazal, cabe conjeturar que se
trata de Normandía.
Durante el reinado de Alfonso III de Asturias, los
vikingos llegaron a cortar las comunicaciones marítimas con el resto de Europa.
El historiador e hispanista Richard Fletcher menciona al menos dos incursiones
reseñables en Galicia, en 844 y 858, y dice: «Alfonso III estaba lo bastante
preocupado por la amenaza de los vikingos como para establecer puestos
fortificados en la costa, como hacían otros reyes».
En el 858 los normandos suben por el Ebro desde Tortosa,
lo remontan hasta el Reino de Navarra, dejando atrás las inexpugnables ciudades
de Zaragoza y Tudela, suben luego por su afluente, el río Aragón hasta
encontrarse con el río Arga, el cual también remontan, llegan hasta Pamplona y
la saquean, raptando al rey navarro. Una expedición similar ataca Orihuela
desde el Segura. En el 859, los vikingos llegan de nuevo a Pamplona y
secuestran al nuevo rey, García I Iñiguez.
Como consecuencia de estos ataques, en 859 se intentó
detenerlos de nuevo. Se amplió el puerto de Sevilla y se aumentó la flota de
vigilancia marítima bajo Abderramán III y Alhakén II. Abderramán II ante las
incursiones normandas construye los Ribat, fortalezas en las desembocaduras
fluviales, entre ellas las denominadas hoy en día San Carlos de la Rápita en
Tarragona, La Rábida en el río Tinto de Huelva; La Rábita Califal de las Dunas
de Guardamar en Granada, entre las desembocaduras del río Grande y el
Guadalfeo, etcétera.
En 968 el obispo Sismando de Santiago de Compostela fue
asesinado y el monasterio de Curtis saqueado, teniendo que tomarse medidas para
defender la ciudad interior de Lugo. El saqueo de Tuy en el siglo XI dejaría el
cargo episcopal de la ciudad vacío por medio siglo. La captura y secuestro de
rehenes para pedir un rescate también fue práctica común: Fletcher menciona el
pago de Amarelo Mestáliz para garantizar la seguridad de su tierra y rescatar a
sus hijas, capturadas en 1015. El obispo Cresconio de Compostela (1036–66) repelió
un ataque vikingo más y construyó las Torres del Oeste (Catoira) como fortaleza
costera para proteger Compostela. Póvoa de Varzim, en el norte de Portugal, fue
colonizada por los vikingos y Lisboa también sufrió ataques de importancia.
El más contundente en su luche contra los vikingos fue el
conde Gonzalo Sánchez, quien terminó con toda la flota de Gunrod el Noruego
(Gunderedo en español); el conde capturó y pasó a cuchillo a toda la
tripulación y a su rey.
No se conocen con certeza la causa o causas, que pusieron
fin a las incursiones vikingas. Algunos autores opinan que la aceptación de la
fe cristiana hacia el año 1000 por la mayoría de ellos, los atenuó en su deseo
de atacar a sus correligionarios. De cualquier modo, los reinos nórdicos
deseaban cada vez más abrirse al resto de Europa y comerciar con ellos en lugar
de invadirlos. Como ejemplo está el caso del rey castellano Alfonso X el Sabio
que casó a su hermano Fernando con la princesa Cristina de Noruega (enterrada
en Covarrubias, Burgos) el 31 de marzo de 1252, porque dicho matrimonio era
conveniente tanto para Alfonso X como para Haakon IV.
La presencia intermitente de los vikingos en Galicia se
produjo en el período comprendido entre los siglos VII y XII, en un contexto en
el que los pueblos que habitaban Escandinavia se habían convertido en una
potencia marítima, comercial y militar, organizando periódicamente expediciones
de saqueo y conquista en las costas del océano Atlántico, pero también
ascendiendo por el curso de los ríos hasta los lugares que pretendían asaltar.
Llegaron hasta puntos tan alejados como el Mediterráneo, y entre los lugares
que visitaron se encontraba Galicia, que ellos denominaban Jakobsland («Tierra
de Santiago»). La primera incursión de los vikingos en Galicia aparece reflejada
en los Annales Bertiniani, y se remonta al mes de agosto del año 844, cuando un
grupo de vikingos daneses procedente de una expedición de saqueo se adentró por
el río Garona, y empujados por una tormenta terminaron llegando a Galicia,
saqueando algunas aldeas costeras hasta que fueron rechazados en los
alrededores del Farum Brecantium, es decir, la Torre de Hércules (Coruña). En
aquella época reinaba Ramiro I en Galicia. Tras la derrota, los vikingos
continuaron su viaje hasta Lisboa, antes de regresar a su país.
Durante esta época surgió la leyenda del obispo Gonzalo
de la diócesis de Bretoña: al llegar a la entrada del río Masma un gran número
de embarcaciones vikingas, los habitantes acudieron a proteger al obispo porque
lo consideraban santo. Gonzalo rezó fervientemente pidiendo la protección del
cielo contra el ataque, y entonces se desató una gran tempestad que hundió la
mayor parte de la escuadra invasora.
En el año 858, durante el reinado de Ordoño I, apareció
en las costas de Galicia una gran flota vikinga. Se trataba de un contingente
de cien naves procedente de expediciones de saqueo en las costas francesas que
se dirigieron hacia la ría de Arosa, la mayor de las rías gallegas. Tras
saquear la diócesis de Iria Flavia llegaron hasta Santiago de Compostela,
poniendo sitio a la ciudad. Los habitantes de Compostela pagaron un tributo
para evitar el saqueo, pero a pesar de ello, los vikingos continuaron
intentando apoderarse de la ciudad, hasta que el sitio fue levantado por un
ejército dirigido por el conde don Pedro, que los derrotó y destruyó 38 barcos;
los supervivientes vikingos se dirigieron hacia el sur de la costa gallega,
saqueando las poblaciones a su paso. Como consecuencia de esta expedición la
sede episcopal de Iria Flavia fue trasladada a Santiago de Compostela.
En 951 los vikingos reaparecieron y de nuevo saquearon la
costa gallega; en los años siguientes las ciudades se fortificaron en previsión
de nuevos ataques. En 964 los vikingos volvieron y el obispo Rosendo de
Mondoñedo tuvo que hacerles frente.
Las incursiones de los vikingos solían producirse de noche |
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