Una serie de guerras contra
los pueblos y ciudades que la rodeaban habían convertido a Roma, a finales del
período monárquico, en la capital de un pequeño reino que, a pesar de su
reducido tamaño, no resultaba nada desdeñable: un área de hegemonía cuya
gravitación, que iba en aumento, era apreciable en todo el ámbito de la
península Itálica.
Así estaban las cosas cuando
los romanos depusieron a un rey que les resultaba excesivamente soberbio —y
sobre todo extranjero—, y lo sustituyeron por una república autárquica que
parecía un riesgo y cuya proclamación ponía en juego los óptimos resultados
alcanzados hasta aquel momento. La república que nació con el derrocamiento de
Tarquinio el Soberbio estaba destinada a tener una larga vida, casi medio
milenio. El primer período de esta larga era transcurrió desde el nacimiento
del nuevo régimen hasta que estalló el conflicto armado con Cartago a mediados
del siglo III a.C., suceso que introdujo en el juego de la política mediterránea
a una potencia que hasta aquel momento se había movido exclusivamente en el
ámbito de la península Itálica.
Sus características son, en
orden sucesivo: repliegue, consolidación, expansión. En realidad, el cambio que
sufrió en las instituciones costó la pérdida de la hegemonía en el exterior y
una áspera y violenta lucha social en el interior. Una vez contenidos los
efectos de la primera y reabsorbida la segunda con una gradual reestructuración
constitucional, la República pudo rivalizar nuevamente para conseguir la
supremacía en Italia. Al fin, toda la Península, sólidamente unida bajo el
dominio romano, se lanzó con todas sus fuerzas a la conquista de la primacía en
Occidente.
El Senado y el Pueblo de Roma
fueron los pilares de la República que nació de las ruinas del régimen
monárquico, sacudido más por la caída de las posiciones etruscas en el sur que
por sus errores y que provocó, además, el desmoronamiento de los regímenes
filoetruscos del Lacio. Sin embargo, en esencia, el Senado contaría más que el
Pueblo durante mucho tiempo. En efecto, el esquema político del Estado preveía
tres poderes que se equilibraban entre sí: las asambleas del pueblo soberano,
los magistrados de éstas, elegidos anualmente, y el Senado. En teoría, la
soberanía estaba en manos del pueblo, que la delegaba en los magistrados, en
tanto que correspondía al Senado la misión de asistir a éstos últimos con
opiniones, consejos y una constante actividad de representación. Por
consiguiente, en las contingencias que siguieron a su proclamación, el alma de
la República estuvo constituida por el Senado. Estas contingencias fueron muy
graves. Mientras el rey depuesto movilizaba a sus leales entre los etruscos
para recuperar el trono, las ciudades y los pueblos sometidos a Roma aprovecharon
el desconcierto causado por el cambio de régimen y trataron de desembarazarse
de la tutela romana. Cartago, la mayor potencia marítima del momento en el
Mediterráneo, exigía que la República respetase los pactos ya contraídos con la
Monarquía. Pero en el interior aumentaba la agitación. No todo el pueblo estaba
contento con el cambio de régimen: más aún, los más podres y desfavorecidos, la
plebe, perdía en lugar de ganar porque había una constitución que reservaba a
los patricios y a los plutócratas todas las magistraturas, el acceso al Senado
y la interpretación y aplicación de la ley. La República era de facto una
plutocracia, en tanto que exigía grandes sacrificios, incluidas las
obligaciones militares, a todos los ciudadanos por igual.
Se hizo frente a la situación
por partes. Un tratado mediante el cual Roma renunciaba a lo que aún no poseía
(comercio y expansión marítima) a cambio de lo que necesitaba —manos libres
para actuar en el Lacio—, sosegó a Cartago. Una serie de legendarios actos de
heroísmo (desde Horacio Cocles hasta Mucio Scévola) mantuvo a raya a los
etruscos aliados de Tarquinio. Quizá Roma, obligada a sustituir la propaganda
heroica por los partes de guerra, sufrió una derrota pero logró impedir la
restauración monárquica.
En cuanto a los latinos,
aliados rebeldes, el duro revés que se les infligió en las inmediaciones del
lago Regilo, situado pocos kilómetros al este de Roma, permitió que la
diplomacia romana estipulara con ellos un tratado que decretaba la pérdida de
la supremacía absoluta de Roma, pero les reconocía el mando supremo de la Liga
Latina en caso de guerra. Era el año 493 a.C. Después de otros tres lustros de
luchas y sacrificios, se restableció la situación en el exterior, pero la del
interior se hallaba al borde de la disgregación. Los romanos consideraban que
el que más tenía más debía dar al Estado, pero más debía, también, recibir a
cambio —controversia que se mantiene dos mil quinientos años después en muchos
Estados modernos—. Al crearse la República, este concepto había favorecido
extraordinariamente a los más ricos y poderosos. En la asamblea más importante,
la convocada por censo, las primeras dos clases —patricios y terratenientes—
tenían más votos que todas las demás juntas y votaban primero: es fácil
comprender cuánto valía el sufragio de los demás. Los cargos públicos solo
podían ser desempeñados por los patricios; por tanto, solo ellos integraban los
tribunales, interpretando una ley que nadie había consignado jamás por escrito.
En suma, la República, nominalmente
democrática, era de hecho una oligarquía. Y precisamente en el año 494 a.C.,
mientras la crisis militar parecía resolverse, la plebe —los más
desfavorecidos— decidió que la situación era insostenible y se separó del
Estado, retirándose al Aventino. Manenio Agripa, encargado de los intentos de
reconciliación, trató de convencer a los plebeyos para que abandonasen su
exilio voluntario. Pero más que las palabras triunfaron las concesiones
concretas: se crearon asambleas especiales de la plebe y se les confirió la
facultad de elegir caudillos populares —tribunos de la plebe—, encargados de
defender sus derechos y dotados, para cumplir esta función, de inviolabilidad
física frente a todo poder estatal y del derecho al veto respecto de la
actividad de cualquier magistratura.
No era todo lo que exigían los
plebeyos, pero fue mucho y facilitó los instrumentos para conquistas sociales
posteriores: la promulgación de una legislación escrita (en –450), el acceso de
los plebeyos a cargos cada vez más altos —hasta el supremo, el consulado—, la
admisión en los colegios sacerdotales, y, finalmente, la validez, a título de
leyes del Estado, de las deliberaciones de las asambleas de la plebe (los
plebiscitos): decisiva victoria que se logró en –287 y que apaciguó las luchas
sociales en el interior de la Urbe. Surgía de esta manera, por primera vez, el
peculiar carácter de la estructura política romana: cada grupo defendía
tenazmente sus concesiones y privilegios, sin falsos pudores, pero estaba
dispuesto a ceder, llegando a un compromiso, cuando esta defensa amenazaba o
mellaba la supervivencia del Estado.
Momentáneamente, aunque al
precio de dolorosas renuncias en el exterior y de ásperos choque en el
interior, la República había superado la crisis provocada por el cambio de
régimen. Buena parte de la hegemonía se perdió y los que antes estaban
sometidos trataban ahora con los romanos en pie de igualdad. Sin embargo, se
contaba con todas las bases para la reconstrucción: obra a la que se dedicaron
en los siglos siguientes.
No fue una empresa fácil ni
planificada previamente. Aunque entre desastres, derrotas y victorias
militares, al iniciarse el decisivo siglo III a.C., toda Italia, desde el Arno
hasta Reggio Calabria, se hallaba unificada bajo el poder de Roma. Los momentos
más difíciles fueron tres: una guerra que se prolongó por espacio de sesenta
años con los ecuos y los vosgos, que eran fieros pueblos montañeses; una
devastadora invasión de los galos transalpinos que cayeron sobre las llanuras
del Po, las ocuparon en gran parte, después atravesaron los Apeninos, batieron
inicialmente a los romanos en las inmediaciones de Chiusi, las aplastaron tres
años más tarde sobre el Allia y se plantaron súbitamente a las puertas de una
Roma desguarnecida y expuesta al saqueo (387 a.C.), del que se salvó únicamente
el Capitolio, acrópolis defendida heroicamente por un puñado de desesperados;
finalmente, una rebelión de los aliados latinos, que sería la última de la
historia, por cuanto, después de la victoria romana, la Liga Latina fue
disuelta, mandando que los espolones de las naves latinas adornaran la tribuna
de los oradores en Roma y que toda ciudad latina estuviese ligada a la Urbe por
un tratado especial, distinto del de sus vecinos, con los cuales no hubo ya,
por consiguiente, interés en coaligarse. Fueron los comienzos de la política de
«divide et impera», divide para mandar, que duraría siglos y que habría de
convertirse en uno de los rasgos distintivos de la política exterior romana. En
cuanto a las victorias militares fueron cada vez más frecuentes.
Transcurrieron diez años de
encarnizadas luchas para borrar del mapa a la ciudad de Veyes, cuya existencia
constituía un obstáculo en la desembocadura del Tíber en el mar, años que
dejaron a Roma tan debilitada que debió ceder ante la invasión gala, pero en
suma se trataba de una conquista fundamental y dejaba a Roma el camino libre
hacia el norte de la Península. Más tarde tuvieron lugar tres guerras muy
sangrientas para doblegar a los samnitas, pueblo que bloqueaba la
expansión de Roma hacia el sur y el este; estas guerras exasperaron a los
aliados impulsándolos a una rebelión general contra la ciudad hegemónica.
Una vez derrotados los
samnitas, Roma se adueñó de la Italia meridional y amenazó directamente a las
ciudades de la Magna Grecia. En la lucha, incluso, se saldaron viejas cuentas
pendientes con los antiguos dominadores etruscos, reducidos a la dominación
romana, lo mismo que los samnitas: entonces tuvieron libre el camino hacia el
norte. Se fundaron los puestos avanzados necesarios para emprender nuevas
conquistas: las colonias romanas en el territorio arrebatado a los galos. Se
tomó una rápida venganza por el saqueo de Roma.
Quedaban las ciudades griegas
de la costa meridional. Tarento, la más importante y floreciente, fue vencida
al cabo de diez años de guerra, que fueron tantos solo porque acudió en su
defensa un aliado extranjero —por primera vez en la política italiana—, Pirro,
rey de Epiro, con tropas adiestradas a la manera macedónica y poseedor de una
arma que jamás habían visto los romanos: los elefantes. La aparición de estos
animales dejó pasmados a los legionarios y causó a los romanos dos descalabros
que, en términos de deterioro del adversario, fueron otras tantas victorias.
Como ambos bandos estaban extenuados, no fue difícil que llegaran a un acuerdo
para finalizar la guerra. Esto ocurrió a principios de 278 a.C. cuando uno de
los médicos de Pirro, llamado Nicias, desertó a las filas romanas y propuso a
los cónsules envenenar a su señor. Los cónsules Fabricio y Emilio enviaron al
desertor de vuelta ante su rey, afirmando que aborrecían la idea de conseguir
una victoria mediante la traición. Para mostrar su gratitud, Pirro envió a
Cineas a Roma con todos los prisioneros romanos, entregándolos sin rescate. Parece
ser que Roma otorgó entonces una tregua a Pirro, no así una paz formal, ya que
el rey no aceptó abandonar Italia.
A la postre, los resultados
obtenidos estaban a la altura de las fatigas que habían costado: prosiguiendo
la guerra, a pesar de los reveses militares iniciales, Roma salió airosa.
Demostró así otras de sus grandes cualidades: la voluntad, la capacidad de
perseverar, a cualquier precio. En el año 272 a.C. la península Itálica tenía
una única dueña, estaba unida y formando una comunidad cohesionada y sometida a
la guía marcada por Roma. Había irrumpido una nueva potencia militar en el
Mediterráneo.
Legionario de la República (siglo I a.C.) |
El Senado y el Pueblo de Roma fueron los pilares de la República que nació de las ruinas del régimen monárquico, sacudido más por la caída de las posiciones etruscas en el sur que por sus errores y que provocó, además, el desmoronamiento de los regímenes filoetruscos del Lacio. Sin embargo, en esencia, el Senado contaría más que el Pueblo durante mucho tiempo. En efecto, el esquema político del Estado preveía tres poderes que se equilibraban entre sí: las asambleas del pueblo soberano, los magistrados de éstas, elegidos anualmente, y el Senado. En teoría, la soberanía estaba en manos del pueblo, que la delegaba en los magistrados, en tanto que correspondía al Senado la misión de asistir a éstos últimos con opiniones, consejos y una constante actividad de representación.
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