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viernes, 25 de enero de 2019

Las épocas históricas de la antigua Roma


Los eruditos han dividido la larga historia de la Roma antigua en tres grandes épocas marcadas por el cambio de forma de gobierno: Monarquía, República e Imperio o Principado. Según la tradición la primera se extendió desde la legendaria fundación de la ciudad en 753 a.C. hasta el año 510 a.C. Probablemente ambas fechas sean inexactas, pero nos ayudan a situarnos en el tiempo. La segunda, partiendo de este límite coincide con la etapa republicana que concluye con la proclamación de César Augusto como emperador o «primer ciudadano»; una suerte de monarquía respetando las formas republicanas y manteniendo antiguas instituciones como el Senado.
Dentro de la era republicana las grandes guerras contra Cartago en el siglo III a.C. separan una primera etapa republicana, en cuyo decurso Roma unificó bajo su dominio toda la península Itálica, de una segunda en la cual se sentaron las bases del Imperio.
Finalmente, la época imperial (27 a.C. a 476 d.C.) experimentó un periodo convulso que coincidí casi totalmente con el siglo I; el Siglo de Oro romano o «época áurea» fue el siglo II que se caracterizó por la ascensión al principado de emperadores elegidos por adopción del más digno y no por vínculos familiares o pronunciamientos militares, y, por último, un periodo dramático, intenso, convulsionado por crisis económicas y políticas gravísimas. El Imperio se hizo más rígido, estructurándose sobre nuevas bases, buscando otras formas de Estado y luchando tenazmente por superar las divisiones internas y contener la avalancha de enemigos que, provenientes del exterior, pugnaban por destruirlo. 
Según la leyenda transmitida por los poetas y analistas, el fundador de Roma, sobre la colina del Palatino, fue Rómulo, hijo del dios Marte y de una princesa de Alba Longa que se llamaba Rea Silvia. Siempre de acuerdo con la narración, para poblar la ciudad, su fundador reclutó colonos venidos de la región vecina del Lacio y para dotarla de mujeres de apoderó de las de una tribu cercana, las Sabinas, dando así origen a una guerra de represalia que terminó con la fusión de ambos pueblos en uno solo, el de los Quirites.
Esta nueva población parece haber estado constituida por tres tribus —Titos (o Sabinos), Ramnes (o Romanos) y Luceres—, divididas después en treinta curias o comunidades que habría formado la estructura política de base. Sobre todos ellos habría reinado un rey, que, en memoria de la fusión, habría sido sucesivamente latino y sabino. El relato de la leyenda prosigue afirmando que este cambio de poder funcionó en lo que respecta a los tres primeros sucesores de Rómulo: el sabino Numa Pompilio, el latino Tulio Hostilio y el sabino Anco Marcio. En cambio, los tres reyes siguientes fueron etruscos, pertenecientes a un pueblo cuyas ciudades principales se alzaban al norte de Roma, pero que se expandía ahora hacia el sur, en Campania, y tenía, por consiguiente, mucha influencia en la Urbe.
Sin embargo, la ciudad prosperó, tanto bajo los latinos y sabinos como bajo los etruscos. Adquirió una hegemonía estable en el territorio circundante, reforzó y articuló sus instituciones, acrecentó su población, se dotó de prestigiosas realizaciones en el campo arquitectónico y urbanístico. Todos los reyes contribuyeron a ello: Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, organizó la vida religiosa, cuyas normas le fueron dictadas por la ninfa Egeria; Tulio Hostilio sometió a la ciudad de Alba Longa, de donde según se decía era oriundo el fundador de Roma y la rival más peligrosa de ésta; Anco Marcio llevó adelante la expansión, fundó el puerto de Ostia en la desembocadura del Tíber, construyó sobre este río el primer puente (Sublicio), el primer acueducto (Aqua Marcia o acueducto Marcio) e incluso la primera prisión: la Cárcel Mamertina, también llamada el Tullianum, que se hallaba en la ladera noreste del monte Capitolino, frente a la Curia y los foros imperiales de Augusto, Vespasiano y Nerva. Entre ella y el Tabularium (archivo) había un tramo de escaleras que llevaba al Arx del Capitolio, conocido como las Scalae Gemoniae.
Con referencia al primer rey etrusco (quinto de Roma, que se llamó Tarquinio Prisco), dice el historiador Tito Livio (†17 d.C.) que fue primero en intrigar para que lo eligieran rey, apoyándose en la plebe. Es posible que así fuera. En todo caso, fue el primero de quien emanaron disposiciones concretas en auxilio de las clases más humildes y en emprender un programa urbanístico formal en la ciudad: un circo, pórticos en la plaza del mercado (Foro), templos… A él se debe también la introducción en Roma de los símbolos de poder que llegaron a ser, posteriormente, tradicionales: el cetro, la capa púrpura, los doce lictores que constituían la guardia de corps y la escolta de las autoridades. Fue sin duda un rey populista y revolucionario.
Sus innovaciones parecen de poca relevancia frente a las del sexto monarca, Servio Tulio: la ampliación de la ciudad, incluyendo las siete colinas tradicionales, la circunvalación de las murallas con que protegió la ciudad —y que desde entonces se llamaron «murallas servianas»— y sobre todo una importantísima reforma constitucional, estructura destinada a perdurar y que sustituyó a las tres tribus de Rómulo, fundamentadas en vínculos de consanguinidad, por una base territorial mediante la cual dividió a estas tribus en centurias, ordenadas siguiendo criterios de censo y riqueza y no exclusivamente de parentesco.
Por lo que toca al reinado del último monarca, comenzó con un asesinato, el de su predecesor, y terminó con un estupro, el de una dama de la nobleza, llamada Lucrecia, que fue el pretexto de la consiguiente insurrección. Este rey, llamado también Tarquinio y que se distinguió de su antecesor apodándolo el «Soberbio», fue el último en ocupar el trono de Roma. En el año 510 a.C. fue derrocado por la fuerza y nacía así la República.
Aquí acaba el relato tradicional de los orígenes de Roma. Imposible saber cuánto hay de cierto en lo que nos transmite. No obstante, pueden extraerse algunos datos fidedignos. Es cierto que en los siglos IX y VIII a.C. se formaron en el Palatino algunos centros urbanos pequeños, habitados por gentes de lengua latina, y nada impide afirmar que procedían, total o parcialmente, de Alba Longa. Su principal actividad era sin duda el pastoreo, pues la región circundante se presta bien para desarrollarla. Muy pronto, la favorable posición del asentamiento, fuera de la vista del mar pero al cual las naves tenían fácil acceso, propició su evolución: los pequeños pueblos y aldeas que formaban el Palatino se fusionaron en un único poblado englobando a todas las colinas vecinas.
Los reyes que gobernaron esas comunidades fueron a la vez conductores, administradores, jueces y sacerdotes. Elegidos por el pueblo, a partir del momento de su elección estaban en posesión del Imperium, o sea el poder de mando, y del auspicium, la posibilidad de interpretar a los dioses. En lo referente a los asuntos del culto, podían apoyarse en una congregación de sacerdotes; para resolver los administrativos y políticos contaban con un senado de un centenar de miembros formado por los jefes de los diversos clanes (o gens, como se les llamaba) que constituían el pueblo. Realmente no hacía falta mucho más para gobernar la primitiva y pequeña ciudad-estado. Por lo menos, hasta que llegaron los etruscos, atraídos por la importancia que cobraba la ciudad.
A continuación de una conquista o como resultado de una penetración pacífica, el elemento etrusco se fue imponiendo y llegó a instalar en el trono a un rey de su etnia. Es posible que durante la monarquía etrusca se humillase a los latinos y sabinos, al tiempo que se imponían en Roma las costumbres, las mercancías, las técnicas y los capitales etruscos, pero, en cambio, la ciudad adquirió la estructura y la infraestructura, materiales y políticas, que habían de permitirle desempeñar un papel de primer plano en la política italiana.
Las reformas, atribuidas a Servio Tulio, son elocuentes: los vínculos de sangre cedieron paso a una estructura basada en el poder adquisitivo, e igualmente elocuente es el programa de obras públicas que se atribuye a los reyes etruscos. El sentido general de los acontecimientos es claro: impulsada por una clase dirigente etrusca, Roma adquiría un desarrollo urbano muy superior al de las ciudades latinas y sabinas vecinas, del mismo orden. Esto incluso llevaba a exigir la primacía política y militar sobre ellas.

La República primitiva

Por otra parte, una serie de guerras contra los pueblos y ciudades que la rodeaban habían convertido a Roma, a fines del periodo monárquico, en la capital de un pequeño reino que, a pesar de su reducido tamaño, no resultaba nada desdeñable: un área de hegemonía cuya gravitación, que iba en aumento, era apreciable en el ámbito local de la península Itálica.
Así estaban las cosas cuando los romanos depusieron a un rey que les resultaba excesivamente soberbio —y sobre todo extranjero—, y lo sustituyeron por una república autárquica que parecía un riesgo y cuya proclamación ponía en juego los óptimos resultados alcanzados hasta aquel momento. La república que nació con el derrocamiento de Tarquinio el Soberbio estaba destinada a tener una larga vida, casi medio milenio. El primer periodo de esta larga era transcurrió desde el nacimiento del nuevo régimen hasta que estalló el conflicto armado con Cartago a mediados del siglo III a.C., suceso que introdujo en el juego de la política mediterránea a una potencia que hasta aquel momento se había movido exclusivamente en el ámbito de la península Itálica.
Sus características son, en orden sucesivo: repliegue, consolidación, expansión. En realidad, el cambio que sufrió en las instituciones costó la pérdida de la hegemonía en el exterior y una áspera y violenta lucha social en el interior. Una vez contenidos los efectos de la primera y reabsorbida la segunda con una gradual reestructuración constitucional, la República pudo rivalizar nuevamente para conseguir la supremacía en Italia. Al fin, toda la Península, sólidamente unida bajo el dominio romano, se lanzó con todas sus fuerzas a la conquista de la primacía en Occidente.
El Senado y el Pueblo de Roma fueron los pilares de la República que nació de las ruinas del régimen monárquico, sacudido más por la caída de las posiciones etruscas en el sur que por sus errores y que provocó, además, el desmoronamiento de los regímenes filoetruscos del Lacio. Sin embargo, en esencia, el Senado contaría más que el Pueblo durante mucho tiempo. En efecto, el esquema político del Estado preveía tres poderes que se equilibraban entre sí: las asambleas del pueblo soberano, los magistrados de éstas, elegidos anualmente, y el Senado. En teoría, la soberanía estaba en manos del pueblo, que la delegaba en los magistrados, en tanto que correspondía al Senado la misión de asistir a éstos últimos con opiniones, consejos y una constante actividad de representación. Por consiguiente, en las contingencias que siguieron a su proclamación, el alma de la República estuvo constituida por el Senado. Estas contingencias fueron muy graves. Mientras el rey depuesto movilizaba a sus leales entre los etruscos para recuperar el trono, las ciudades y los pueblos sometidos a Roma aprovecharon el desconcierto causado por el cambio de régimen y trataron de desembarazarse de la tutela romana. Cartago, la mayor potencia marítima del momento en el Mediterráneo, exigía que la República respetase los pactos ya contraídos con la Monarquía. Pero en el interior aumentaba la agitación. No todo el pueblo estaba contento con el cambio de régimen: más aún, los más podres y desfavorecidos, la plebe, perdía en lugar de ganar porque había una constitución que reservaba a los patricios y a los plutócratas todas las magistraturas, el acceso al Senado y la interpretación y aplicación de la ley. La República era de facto una plutocracia, en tanto que exigía grandes sacrificios, incluidas las obligaciones militares, a todos los ciudadanos por igual.
Se hizo frente a la situación por partes. Un tratado mediante el cual Roma renunciaba a lo que aún no poseía (comercio y expansión marítima) a cambio de lo que necesitaba —manos libres para actuar en el Lacio—, sosegó a Cartago. Una serie de legendarios actos de heroísmo (desde Horacio Cocles hasta Mucio Scévola) mantuvo a raya a los etruscos aliados de Tarquinio. Quizá Roma, obligada a sustituir la propaganda heroica por los partes de guerra, sufrió una derrota pero logró impedir la restauración monárquica.
En cuanto a los latinos, aliados rebeldes, el duro revés que se les infligió en las inmediaciones del lago Regilo, situado pocos kilómetros al este de Roma, permitió que la diplomacia romana estipulara con ellos un tratado que decretaba la pérdida de la supremacía absoluta de Roma, pero les reconocía el mando supremo de la Liga Latina en caso de guerra. Era el año 493 a.C. Después de otros tres lustros de luchas y sacrificios, se restableció la situación en el exterior, pero la del interior se hallaba al borde de la disgregación. Los romanos consideraban que el que más tenía más debía dar al Estado, pero más debía, también, recibir a cambio —controversia que se mantiene dos mil quinientos años después en muchos Estados modernos—. Al crearse la República, este concepto había favorecido extraordinariamente a los más ricos y poderosos. En la asamblea más importante, la convocada por censo, las primeras dos clases —patricios y terratenientes— tenían más votos que todas las demás juntas y votaban primero: es fácil comprender cuánto valía el sufragio de los demás. Los cargos públicos solo podían ser desempeñados por los patricios; por tanto, solo ellos integraban los tribunales, interpretando una ley que nadie había consignado jamás por escrito.
En suma, la República, nominalmente democrática, era de hecho una oligarquía. Y precisamente en el año 494 a.C., mientras la crisis militar parecía resolverse, la plebe —los más desfavorecidos— decidió que la situación era insostenible y se separó del Estado, retirándose al Aventino. Manenio Agripa, encargado de los intentos de reconciliación, trató de convencer a los plebeyos para que abandonasen su exilio voluntario. Pero más que las palabras triunfaron las concesiones concretas: se crearon asambleas especiales de la plebe y se les confirió la facultad de elegir caudillos populares —tribunos de la plebe—, encargados de defender sus derechos y dotados, para cumplir esta función, de inviolabilidad física frente a todo poder estatal y del derecho al veto respecto de la actividad de cualquier magistratura.
No era todo lo que exigían los plebeyos, pero fue mucho y facilitó los instrumentos para conquistas sociales posteriores: la promulgación de una legislación escrita (en –450), el acceso de los plebeyos a cargos cada vez más altos —hasta el supremo, el consulado—, la admisión en los colegios sacerdotales, y, finalmente, la validez, a título de leyes del Estado, de las deliberaciones de las asambleas de la plebe (los plebiscitos): decisiva victoria que se logró en –287 y que apaciguó las luchas sociales en el interior de la Urbe. Surgía de esta manera, por primera vez, el peculiar carácter de la estructura política romana: cada grupo defendía tenazmente sus concesiones y privilegios, sin falsos pudores, pero estaba dispuesto a ceder, llegando a un compromiso, cuando esta defensa amenazaba o mellaba la supervivencia del Estado.
Momentáneamente, aunque al precio de dolorosas renuncias en el exterior y de ásperos choque en el interior, la República había superado la crisis provocada por el cambio de régimen. Buena parte de la hegemonía se perdió y los que antes estaban sometidos trataban ahora con los romanos en pie de igualdad. Sin embargo, se contaba con todas las bases para la reconstrucción: obra a la que se dedicaron en los siglos siguientes.
No fue una empresa fácil ni planificada previamente. Aunque entre desastres, derrotas y victorias militares, al iniciarse el decisivo siglo III a.C., toda Italia, desde el Arno hasta Reggio Calabria, se hallaba unificada bajo el poder de Roma. Los momentos más difíciles fueron tres: una guerra que se prolongó por espacio de sesenta años con los ecuos y los vosgos, que eran fieros pueblos montañeses; una devastadora invasión de los galos transalpinos que cayeron sobre las llanuras del Po, las ocuparon en gran parte, después atravesaron los Apeninos, batieron inicialmente a los romanos en las inmediaciones de Chiusi, las aplastaron tres años más tarde sobre el Allia y se plantaron súbitamente a las puertas de una Roma desguarnecida y expuesta al saqueo (387 a.C.), del que se salvó únicamente el Capitolio, acrópolis defendida heroicamente por un puñado de desesperados; finalmente, una rebelión de los aliados latinos, que sería la última de la historia, por cuanto, después de la victoria romana, la Liga Latina fue disuelta, mandando que los espolones de las naves latinas adornaran la tribuna de los oradores en Roma y que toda ciudad latina estuviese ligada a la Urbe por un tratado especial, distinto del de sus vecinos, con los cuales no hubo ya, por consiguiente, interés en coaligarse. Fueron los comienzos de la política de «divide et impera», divide para mandar, que duraría siglos y que habría de convertirse en uno de los rasgos distintivos de la política exterior romana. En cuanto a las victorias militares fueron cada vez más frecuentes.
Transcurrieron diez años de encarnizadas luchas para borrar del mapa a la ciudad de Veyes, cuya existencia constituía un obstáculo en la desembocadura del Tíber en el mar, años que dejaron a Roma tan debilitada que debió ceder ante la invasión gala, pero en suma se trataba de una conquista fundamental y dejaba a Roma el camino libre hacia el norte de la Península. Más tarde tuvieron lugar tres guerras muy sangrientas para doblegar a los samnitas , pueblo que bloqueaba la expansión de Roma hacia el sur y el este; estas guerras exasperaron a los aliados impulsándolos a una rebelión general contra la ciudad hegemónica.
Una vez derrotados los samnitas, Roma se adueñó de la Italia meridional y amenazó directamente a las ciudades de la Magna Grecia. En la lucha, incluso, se saldaron viejas cuentas pendientes con los antiguos dominadores etruscos, reducidos a la dominación romana, lo mismo que los samnitas: entonces tuvieron libre el camino hacia el norte. Se fundaron los puestos avanzados necesarios para emprender nuevas conquistas: las colonias romanas en el territorio arrebatado a los galos. Se tomó una rápida venganza por el saqueo de Roma.
Quedaban las ciudades griegas de la costa meridional. Tarento, la más importante y floreciente, fue vencida al cabo de diez años de guerra, que fueron tantos solo porque acudió en su defensa un aliado extranjero —por primera vez en la política italiana—, Pirro, rey de Epiro, con tropas adiestradas a la manera macedónica y poseedor de una arma que jamás habían visto los romanos: los elefantes. La aparición de estos animales dejó pasmados a los legionarios y causó a los romanos dos descalabros que, en términos de deterioro del adversario, fueron otras tantas victorias. Como ambos bandos estaban extenuados, no fue difícil que llegaran a un acuerdo para finalizar la guerra. Esto ocurrió a principios de 278 a.C. cuando uno de los médicos de Pirro, llamado Nicias, desertó a las filas romanas y propuso a los cónsules envenenar a su señor. Los cónsules Fabricio y Emilio enviaron al desertor de vuelta ante su rey, afirmando que aborrecían la idea de conseguir una victoria mediante la traición. Para mostrar su gratitud, Pirro envió a Cineas a Roma con todos los prisioneros romanos, entregándolos sin rescate. Parece ser que Roma otorgó entonces una tregua a Pirro, no así una paz formal, ya que el rey no consintió en abandonar Italia.
A la postre, los resultados obtenidos estaban a la altura de las fatigas que habían costado: prosiguiendo la guerra, a pesar de los reveses militares iniciales, Roma salió airosa. Demostró así otras de sus grandes cualidades: la voluntad, la capacidad de perseverar, a cualquier precio. En el año 272 a.C. la península Itálica tenía una única dueña, estaba unida y formando una comunidad cohesionada y sometida a la guía marcada por Roma. Había irrumpido una nueva potencia en el Mediterráneo. Muy pronto haría oír su voz.


lunes, 8 de octubre de 2018

Antonino Pío (138-161) el emperador bueno

Antonino Pío, el sucesor designado por Adriano, tenía cincuenta y dos años cuando vistió la púrpura. Nacido en Lanuvium, en los alrededores de Roma, su familia paterna era originaria de Nimes, en la Narbonense, y pertenecía a la aristocracia provincial a la que la política integradora de los Flavios había abierto las puertas del Senado. El reinado de Antonino Pío (138-161) se caracterizó por ser una época de paz, prosperidad y estabilidad en todo el Imperio, una verdadera Pax romana, sólo trastocada por algunas incursiones de los brigantes en Britania, que obligaron a construir el Muro de Antonino, a unos 100 kilómetros al norte del Muro de Adriano, así como por algunos enfrentamientos en Mauritania. Hombre modesto y dotado de una gran humanidad, Antonino Pío mejoró las finanzas imperiales e impulsó una legislación más favorable para los esclavos.
La adopción de Antonino por parte de Adriano fue uno de los mayores aciertos de Adriano, aunque inicialmente el sucesor designado fue Lucio Vero, un patricio casi desconocido que no había desempeñado ningún cargo importante en la administración del Estado ni en el Ejército. Vero era un joven de costumbres disolutas que fue adoptado por Adriano en el año 136 cuando contaba treinta y cinco años de edad. Su elección no fue bien recibida por los senadores, pues no entendían que un hombre culto y morigerado como Adriano se hubiese decidido por este personaje para designarle su sucesor. Llegó a circular el rumor de que Vero era hijo natural de Adriano, y también que el emperador se habría encaprichado con el joven tras la muerte de su amante Antínoo. Sin embargo, a principios de 138 fallecía Vero a causa de sus excesos con la bebida, escasos meses antes que el propio Adriano que decidió entonces, apremiado por la enfermedad y sabedor de que le quedaba poco tiempo de vida, adoptar a Lucio Vero.
En 125 Antonino contrajo matrimonio con Galeria Faustina, una patricia romana de origen español. Mujer frívola y excesivamente alegre, Faustina chocaba con el carácter sosegado de Antonino. Una de sus hijas, Faustina la Menor, se convertiría en emperatriz por su matrimonio con Marco Aurelio, sucesor de Antonino Pío en 161.
El 10 de julio de 138 moría Adriano y el día 11 Antonino se hacía cargo del mayor Imperio del mundo conocido. En principio, parecía que esto iba a ser un reinado de transición igual que fue el de Nerva, nada más lejos de la realidad; duró casi 23 años, de hecho, cuando Adriano adoptó a Antonino, obligó a éste a adoptar un sucesor. Antonino tenía el corazón dividido y tomó una decisión salomónica para contentar a todos: adoptó dos hijos, un sobrino de su mujer llamado Marco Annio Severo (Marco Aurelio) y al huérfano del anterior César, Lucio Cómodo Vero (Lucio Vero); ambos fueron coemperadores durante nueve años, de 161 a 169.
La primera medida de Antonino como emperador fue deificar a Adriano a pesar de la oposición de buena parte del Senado. Las relaciones de su antecesor con la cámara no habían sido cordiales. A pesar de ello, el carácter de Antonino le valió el sobrenombre de Pío concedido por el Senado. Adriano había pacificado el Imperio y consolidado las fronteras ampliadas por Trajano, por lo que Antonino se dedicó a mantener la Pax romana a lo largo de los limes. No obstante, se reactivaron algunos conatos de rebelión en Palestina y se produjeron incursiones de los pictos en el norte de Britania. Por este motivo amplió las defensas en la isla y construyó un nuevo muro de contención.
La época del emperador Antonino Pío fue la más pacífica de la historia de Roma, el cénit de la Pax romana. Todo ello consecuencia de la magnífica labor de sus antecesores: Nerva, Trajano y Adriano y, por supuesto, gracias al bien organizado y poderoso Ejército. Por entonces contaba Roma con 30 legiones regulares, además de numerosas tropas auxiliares, superando los 300.000 soldados, repartidos en guarniciones estratégicamente situadas a lo largo del Imperio.
Consolidada la paz en las fronteras, el gobierno de Antonino Pío fue el más benigno en toda la historia del Imperio Romano, incluido el de Augusto. Básicamente continuó la política de sus antecesores, promulgando nuevas leyes que protegían a las clases más desfavorecidas. Sentía una especial sensibilidad por los esclavos: no se los podía vender para el circo o la prostitución; en caso de falta grave, no se les podía maltratar o ejecutar sin un juicio previo, y si no se respetaban estas leyes, el dueño podía ser acusado de homicidio. Las mujeres esclavas también recibieron un amparo muy especial: si durante la gestación se mantenían a sí mismas, la criatura que viniera al mundo sería una persona libre. Los subyugados dejaron de ser instrumentos convirtiéndose en personas. Otro edicto curioso fue el de la infidelidad: un hombre no podía acusar de adulterio a su mujer, si previamente él no demostraba que le había sido absolutamente fiel.
Cuando Antonino Pío subió al trono, las arcas del Estado estaban exangües y él era el hombre más rico de Roma; cuando murió en 161 estaba arruinado pero las arcas del Estado estaban repletas. Antonino empleó su fortuna personal para sufragar los gastos del Estado a lo largo de su principado.
Antonino Pío ha pasado a la historia por ser el gobernante más humanitario y benigno de la dilatada historia de Roma, debido en gran parte a la serenidad de Nerva, a la disciplina de Trajano y a la organización de Adriano. Falleció el 7 de marzo de 161 y su última contraseña fue ecuanimidad.
Un acto de piedad fraternal del nuevo emperador puso otra vez sobre la mesa la decisión suprema de Antonino Pío. Marco Aurelio, a su advenimiento, confirió a su hermano adoptivo, Lucio Vero, el título de Augusto, y lo situó —con la única excepción del pontificado supremo, considerado todavía como indivisible— en un plano de igualdad completa con él y, para realzar aún más su rango en la jerarquía del Estado, le dio su hija en matrimonio. Vero no mejoró con estas distinciones; siguió siendo lo que hasta entonces había sido: libertino, jugador, mujeriego, pródigo e indiferente a los negocios públicos; vicios todos ellos que Marco Aurelio fingió siempre no haber advertido. Afortunadamente para el Imperio, el crápula Vero sólo fue igual a Marco Aurelio en el título y no intentó disputarle el poder; éste tomó a su cargo todas las responsabilidades del gobierno, mientras su hermano se acomodaba sin dificultad a una solución de compromiso que le dejaba las manos libres para todos sus vicios. Por otra parte, este reparto de atribuciones no dejaba de presentar sus ventajas, pues el Imperio iba a verse amenazado en todas sus fronteras y la presencia de un colega junto a Marco Aurelio significaba la obligación ineluctable de prestarle socorro contra las invasiones y una garantía contra usurpaciones domésticas siempre posibles.
Marco Aurelio había nacido en Roma, en el seno de una familia establecida en Italia, pero que era oriunda de la provincia española de la Bética. A su advenimiento, Marco Aurelio contaba cuarenta años y se hallaba en plenitud de facultades físicas y mentales. A pesar de su carácter pacífico, Marco Aurelio tuvo que librar dos grandes guerras, en Oriente y en el Danubio. Tuvo que reprimir también una usurpación que puso en grave riesgo la unidad del Imperio: la de Avidio Casio. Este general, que había permanecido al frente de las tropas acantonadas en Siria y que era muy popular en Oriente, sostenido por una poderosa facción del Ejército, se hizo proclamar emperador. La mayor parte de las legiones de Oriente lo reconocieron, incluido Egipto, y la guerra civil parecía inevitable. Pero la diosa Fortuna sonrió a Aurelio y la tormenta pasó sin necesidad de desenvainar la espada; un grupo de suboficiales dio muerte al usurpador (175) y en poco tiempo todo había vuelto a la normalidad. No obstante, Marco Aurelio comprendió que su presencia en Oriente era necesaria para apagar los últimos rescoldos de la rebelión. Fue a Siria y Egipto y castigó severamente a las ciudades levantiscas de Antioquía y Alejandría, que habían prestado su apoyo a Avidio Casio. Después regresó a Roma para celebrar triunfalmente sus victorias en las campañas danubianas. La rebelión de Casio fue un serio aviso de lo que iba a ser, antes de terminar el siglo II, un dramático periodo de usurpaciones y pronunciamientos militares, prefacios, a su vez, de la anarquía que iba a caracterizar el siglo III.
Las guerras danubianas y la sublevación de Avidio Casio, impidieron a Marco Aurelio emprender las reformas en la administración de Imperio que quería realizar, y conjurar de forma definitiva el peligro que suponían los pueblos germánicos al otro lado del limes. En líneas generales, Marco Aurelio mantuvo buenas relaciones con el Senado, siguiendo la línea política trazada por su predecesor, Antonino Pío: bajo su gobierno las relaciones entre los dos poderes siguieron siendo excelentes y guardaba la mayor consideración a las personas de los senadores conscriptos, y asistía con frecuencia a las sesiones de esta Cámara de representantes. Sin embargo, Marco Aurelio, como antes Adriano, advirtió que existían lagunas de poder y vacíos legales que entorpecían la administración senatorial, y este hecho demuestra bien a las claras la evolución fatal del principado hacia una monarquía de corte absolutista al estilo oriental; modelo que, tras las crisis del siglo III, acabaría imponiéndose bajo Diocleciano y Constantino.
Por primera vez desde el advenimiento de la dinastía de los Antoninos tenía el emperador un hijo propio al que podía nombrar como sucesor. Pero Cómodo se había revelado tempranamente como un personaje indeseable que no merecía ser investido. A pesar de sus vicios, Marco Aurelio no había considerado apartarlo de la sucesión. Por el contrario, se esforzó en cuidar de su educación para prepararlo para el ejercicio del gobierno. Fue en vano, Cómodo no mejoró, a pesar de lo cual su padre lo asoció al Imperio en 176, y cuatro años más tarde, mientras continuaba dirigiendo la campaña contra los bárbaros en Vindobona, cayó enfermó víctima de una epidemia que diezmaba a las tropas romanas y falleció pocos días después, a los cincuenta y ocho años.
Apenas muerto su padre (180), el joven Cómodo se apresuró a concluir con los bárbaros una paz deshonrosa, que anulaba el inmenso esfuerzo llevado a cabo por su antecesor, e impaciente por disfrutar del poder, regresó inmediatamente después a Roma. Entregado por completo a sus pasiones y a sus vicios, no se ocupó de los asuntos públicos y dejó el gobierno en manos de indignos favoritos, libertos a los que convirtió en prefectos del pretorio; primero Perennis, tan ávido como cruel, a quien el emperador tuvo que sacrificar en 185 a los soldados enfurecidos. Después fue un frigio de baja estofa, un antiguo mozo de cuadra, Cleardea, aún más vil y nefasto que su antecesor. El rasgo definitorio del gobierno de Cómodo fue la antítesis del que habían observado los Antoninos, basado, a excepción de Adriano, en las buenas relaciones entre el emperador y el Senado. Con Cómodo se impuso un régimen despótico apoyado en el Ejército y dirigido, sobre todo, contra la aristocracia senatorial, como en tiempos de Calígula (37-41). Esta política dio como resultado una creciente hostilidad entre el Senado y el emperador. Desde el primer año de principado estallaron conspiraciones que se estuvieron repitiendo hasta terminar aquél; en 183 fue la conjura de Claudio Pompeyano y de Lucila, la propia hermana de Cómodo; en 186-187 la de Materno, que reunió a una tropa de bandidos, penetrando hasta los alrededores de Roma y pretendiendo matar al emperador; después la de Antiscio Burro. Todas las conjuras fueron descubiertas y dieron lugar, sobre todo entre los patricios, a múltiples ejecuciones sumarias. Por último triunfó un complot. Su concubina Marcia, de acuerdo con otros conjurados, lo envenenó y, como devolviese Cómodo el veneno, le hizo estrangular por un atleta.
Cómodo desaparecía en 192 sin dejar heredero. Ninguno de sus asesinos tenía la talla suficiente para reclamar el Imperio, aunque lo tenían a su alcance. Su elección recayó —y fue lo mejor que pudieron hacer— en el prefecto de la ciudad, Helvio Pertinax, que entonces contaba sesenta y seis años. Nacido en el seno de una familia obscura, Pertinax había ascendido por sus propios medios todos los escalafones de la jerarquía militar y del cursus honorum, la carrera de los honores romana, que establecía cada una de las magistraturas que se debían escalar peldaño a peldaño, desde la cuestura hasta el consulado. Pertinax había sido centurión, prefecto de un cuerpo auxiliar, tribuno y legado de la legión; sus brillantes servicios en el curso de las guerras en tiempos de Marco Aurelio, en Oriente contra los partos, y a orillas del Danubio contra los marcomanos, le habían valido el consulado y la prefectura de la ciudad. A lo largo de su carrera militar se había distinguido como un valiente soldado y un oficial de primer orden. Sus pocos meses de principado lo revelarían como un hombre de buen corazón, emperador enérgico y prudente administrador. Cómodo había dilapidado recursos públicos y bajo su incompetencia decayó la disciplina del Ejército. Pertinax no dudó en afrontar los problemas. Apoyándose en el Senado, frente al cual había reanudado la política liberal de los Antoninos, puso en orden la administración, suprimió los gastos inútiles y se esforzó por restablecer en las tropas la antigua disciplina que había hecho famosas a las legiones romanas en todo el mundo conocido. Los guardias pretorianos, privados de los donativos imperiales que aumentaban considerablemente su paga, amenazados en las costumbres de molicie que la ciudad había imprimido en ellos, protestaron airadamente, aunque sin resultado. Entonces se conjuraron para acabar con el emperador. Un día marcharon sobre el Palatino, sorprendieron a Pertinax en sus dependencias y lo asesinaron, cuando llevaba menos de tres meses al frente del Estado.
Con el asesinato de Pertinax el Imperio entró en pública subasta y los guardias pretorianos decidieron que podían entregarlo a quien quisieran; pensando que lo más conveniente para ellos era subastarlo públicamente; se encerraron en sus cuarteles del Quirinal dispuestos a cerrar el trato con el mejor postor. No fue larga su espera. Dos aspirantes se presentaron simultáneamente: Sulpiciano, prefecto urbano y suegro de Pertinax, parentesco que, en su opinión, debía proporcionarle cierta preferencia, y Didio Juliano, descendiente del ilustre jurisconsulto Salvio Juliano, uno de los miembros más ricos de la aristocracia romana de la época. Su mutua ambición favoreció la avaricia y las exigencias de los pretorianos; de oferta en oferta, el Imperio acabó siendo adjudicado a Didio Juliano a razón de 25.000 sestercios a repartir entra cada guardia pretoriano. El nuevo emperador fue escoltado al Senado por los pretorianos, como Claudio un siglo y medio antes, y la cámara aprobó su investidura. Sin embargo, Didio Juliano aún tenía que sortear otros obstáculos. En su obsesión por hacerse con el Imperio, había ofrecido más de lo que podía pagar, y los pretorianos no tenían la menor intención de renunciar a las componendas prometidas. La plebe, que había asistido apáticamente al bochornoso apaño, también reclamó su parte del botín. La situación se tornó definitivamente insostenible para Didio Juliano cuando las guarniciones de las fronteras del Rin y el Danubio —las mejores tropas romanas— se negaron a reconocer al nuevo emperador aclamado por los pretorianos sin haberles tenido en cuenta a ellos. Al saber lo ocurrido en Roma, al escoger los pretorianos a un emperador afín a sus intereses, los demás ejércitos coligieron que también tenían derecho a escoger a su emperador y así se reabría la crisis del 68-69 cuando, tras la muerte de Nerón, el Imperio conoció hasta cuatro emperadores proclamados por las tropas acantonadas en distintas provincias.

Busto de Antonino Pío

sábado, 6 de octubre de 2018

Marco Aurelio (161-180) el emperador filósofo


Un acto de piedad fraternal del nuevo emperador puso otra vez sobre la mesa la decisión suprema de Antonino Pío. Marco Aurelio, a su advenimiento, confirió a su hermano adoptivo, Lucio Vero, el título de Augusto, y lo situó —con la única excepción del sumo pontificado, considerado todavía como indivisible— en un plano de igualdad completa con él y, para realzar aun más su rango en la jerarquía del Estado, le dio a su hija en matrimonio. Vero no mejoró con estas distinciones; siguió siendo lo que hasta entonces había sido: libertino, jugador, mujeriego, pródigo e indiferente a los negocios públicos; vicios todos ellos que Marco Aurelio fingió siempre no haber advertido. Afortunadamente para el Imperio, el crápula Vero sólo fue igual a Marco Aurelio en el título y no intentó disputarle el poder; éste tomó a su cargo todas las responsabilidades del gobierno de Roma y su vasto Imperio, mientras su hermano se acomodaba sin dificultad a una solución de compromiso que le dejaba las manos libres para todos sus vicios. Por otra parte, este reparto de atribuciones no dejaba de presentar sus ventajas, pues el Imperio iba a verse amenazado en todas sus fronteras y la presencia de un colega junto a Marco Aurelio significaba la obligación ineluctable de prestarle socorro contra las invasiones y una garantía contra usurpaciones domésticas siempre posibles.
Marco Aurelio había nacido en Roma, en el seno de una familia establecida en Italia, pero que era oriunda de la provincia española de la Bética. A su advenimiento, Marco Aurelio contaba cuarenta años y se hallaba en plenitud de facultades físicas y mentales. A pesar de su carácter pacífico, Marco Aurelio tuvo que librar dos grandes guerras, una en Oriente y otra en el Danubio. Tuvo que reprimir también una usurpación que puso en grave riesgo la unidad del Imperio: la de Avidio Casio. Este general, que había permanecido al frente de las tropas acantonadas en Siria y que era muy popular en Oriente, sostenido por una poderosa facción del Ejército, se hizo proclamar emperador. La mayor parte de las legiones de Oriente lo reconocieron, incluido Egipto, y la guerra civil parecía inevitable. Pero la diosa Fortuna sonrió a Aurelio y la tormenta pasó sin necesidad de desenvainar la espada; un grupo de suboficiales dio muerte al usurpador (175) y en poco tiempo todo había vuelto a la normalidad. No obstante, Marco Aurelio comprendió que su presencia en Oriente era necesaria para apagar los últimos rescoldos de la rebelión. Fue a Siria y Egipto y castigó severamente a las ciudades levantiscas de Antioquía y Alejandría, que habían prestado su apoyo a Avidio Casio. Después regresó a Roma para celebrar triunfalmente sus victorias en las campañas danubianas. La rebelión de Casio fue un serio aviso de lo que iba a ser, antes de terminar el siglo II, un dramático periodo de usurpaciones y pronunciamientos militares, prefacios, a su vez, de la anarquía que iba a caracterizar el siglo III.
Las guerras danubianas y la sublevación de Avidio Casio, impidieron a Marco Aurelio emprender las reformas en la administración del Imperio que quería realizar, y conjurar de forma definitiva el peligro que suponían los pueblos germánicos al otro lado del limes. En líneas generales, Marco Aurelio mantuvo buenas relaciones con el Senado, siguiendo la línea política trazada por su predecesor, Antonino Pío: bajo su gobierno las relaciones entre los dos poderes siguieron siendo excelentes; guardaba la mayor consideración a las personas de los senadores conscriptos y asistía con frecuencia a las sesiones de la Cámara de representantes. Sin embargo, Marco Aurelio, como antes Adriano, advirtió que existían lagunas de poder y vacíos legales que entorpecían la administración senatorial, y este hecho demuestra bien a las claras la evolución fatal del principado hacia una monarquía de corte absolutista al estilo oriental; modelo que, tras las crisis del siglo III, acabaría imponiéndose bajo Diocleciano y Constantino.
Por primera vez desde el advenimiento de la dinastía de los Antoninos tenía el emperador un hijo propio al que podía nombrar su sucesor. Pero Cómodo se había revelado tempranamente como un personaje indeseable que no merecía ser investido. A pesar de sus vicios, Marco Aurelio no había considerado apartarlo de la sucesión. Por el contrario, se esforzó en cuidar de su educación para prepararlo en el ejercicio del gobierno. Fue en vano, Cómodo no mejoró, a pesar de lo cual su padre lo asoció al Imperio en 176, y cuatro años más tarde, mientras continuaba dirigiendo la campaña contra los bárbaros en Vindobona, cayó enfermo a causa de una epidemia que diezmaba las tropas romanas y falleció pocos días después, a los cincuenta y ocho años.
Apenas muerto su padre (180), el joven Cómodo se apresuró a pactar con los bárbaros una paz deshonrosa que anulaba el inmenso esfuerzo llevado a cabo por su Marco Aurelio, e impaciente por disfrutar del poder, regresó inmediatamente a Roma. Entregado por completo a sus depravaciones y a sus vicios, no se ocupó de los asuntos públicos y dejó el gobierno en manos de indignos favoritos, libertos a los que convirtió en prefectos del pretorio; primero fue Perennis, tan ávido como cruel, a quien el emperador tuvo que sacrificar en 185 a los soldados enfurecidos. Después fue un frigio de baja estofa, un antiguo mozo de cuadra, Cleardea, aún más vil y nefasto que su antecesor. El rasgo definitorio del gobierno de Cómodo fue la antítesis del que habían observado los Antoninos, basado, a excepción de Adriano, en las buenas relaciones entre el emperador y el Senado. Con Cómodo se impuso un régimen despótico apoyado en el Ejército y dirigido, sobre todo, contra la aristocracia senatorial, como en tiempos de Calígula (37-41). Esta política dio como resultado una creciente hostilidad entre el Senado y el emperador. Desde el primer año de principado estallaron conspiraciones que se estuvieron repitiendo hasta terminar aquél; en 183 fue la conjura de Claudio Pompeyano y de Lucila, la propia hermana de Cómodo; en 186-187 la de Materno, que reunió a una tropa de bandidos, penetrando hasta los alrededores de Roma y pretendiendo matar al emperador; después la de Antiscio Burro. Todas las conjuras fueron descubiertas y dieron lugar, sobre todo entre los patricios, a múltiples ejecuciones sumarias. Por último triunfó un complot. Su concubina Marcia, de acuerdo con otros conjurados, lo envenenó y, como devolviese Cómodo el veneno, le hizo estrangular por un atleta.
Cómodo desaparecía en 192 sin dejar heredero. Ninguno de sus asesinos tenía la talla suficiente para reclamar el Imperio, aunque lo tenían a su alcance. Su elección recayó —y fue lo mejor que pudieron hacer— en el prefecto de la ciudad, Helvio Pertinax, que entonces contaba sesenta y seis años. Nacido en el seno de una familia obscura, Pertinax había ascendido por sus propios medios todos los escalafones de la jerarquía militar y del cursus honorum, la carrera de los honores romana, que establecía cada una de las magistraturas que se debían escalar peldaño a peldaño, desde la cuestura hasta el consulado. Pertinax había sido centurión, prefecto de un cuerpo auxiliar, tribuno y legado de la legión; sus brillantes servicios en el curso de las guerras en tiempos de Marco Aurelio, en Oriente contra los partos, y a orillas del Danubio contra los marcomanos, le habían valido el consulado y la prefectura de la ciudad. A lo largo de su carrera militar se había distinguido como un valiente soldado y un oficial de primer orden. Sus pocos meses de principado lo revelarían como un hombre de buen corazón, emperador enérgico y prudente administrador. Cómodo había dilapidado recursos públicos y bajo su incompetencia decayó la disciplina del Ejército. Pertinax no dudó en afrontar los problemas. Apoyándose en el Senado, frente al cual había reanudado la política liberal de los Antoninos, puso en orden la administración, suprimió los gastos inútiles y se esforzó por restablecer en las tropas la antigua disciplina que había hecho famosas a las legiones romanas en todo el mundo conocido. Los guardias pretorianos, privados de los donativos imperiales que aumentaban considerablemente su paga, amenazados en las costumbres de molicie que la ciudad había imprimido en ellos, protestaron airadamente, aunque sin resultado. Entonces se conjuraron para acabar con el emperador. Un día marcharon sobre el Palatino, sorprendieron a Pertinax en sus dependencias y lo asesinaron, cuando llevaba menos de tres meses al frente del Estado.
Con el asesinato de Pertinax el Imperio entró en pública subasta y los guardias pretorianos decidieron que podían entregarlo a quien quisieran; pensando que lo más conveniente para ellos era subastarlo públicamente; se encerraron en sus cuarteles del Quirinal dispuestos a cerrar el trato con el mejor postor. No fue larga su espera. Dos aspirantes se presentaron simultáneamente: Sulpiciano, prefecto urbano y suegro de Pertinax, parentesco que, en su opinión, debía proporcionarle cierta preferencia, y Didio Juliano, descendiente del ilustre jurisconsulto Salvio Juliano, uno de los miembros más ricos de la aristocracia romana de la época. Su mutua ambición favoreció la avaricia y las exigencias de los pretorianos; de oferta en oferta, el Imperio acabó siendo adjudicado a Didio Juliano a razón de 25.000 sestercios a repartir entra cada guardia pretoriano. El nuevo emperador fue escoltado al Senado por los pretorianos, como Claudio un siglo y medio antes, y la cámara aprobó su investidura. Sin embargo, Didio Juliano aún tenía que sortear otros obstáculos. En su obsesión por hacerse con el Imperio, había ofrecido más de lo que podía pagar, y los pretorianos no tenían la menor intención de renunciar a las componendas prometidas. La plebe, que había asistido apáticamente al bochornoso apaño, también reclamó su parte del botín. La situación se tornó definitivamente insostenible para Didio Juliano cuando las guarniciones de las fronteras del Rin y el Danubio —las mejores tropas romanas— se negaron a reconocer al nuevo emperador aclamado por los pretorianos sin haberles tenido en cuenta a ellos. Al saber lo ocurrido en Roma, al escoger los pretorianos a un emperador afín a sus intereses, los demás ejércitos coligieron que también tenían derecho a escoger a su emperador y así se reabría la crisis del 68-69 cuando, tras la muerte de Nerón, el Imperio conoció hasta cuatro emperadores proclamados por las tropas acantonadas en distintas provincias.
Legionario romano (ss. I-II)

jueves, 27 de septiembre de 2018

Marco Cómodo (180-192), el segundo Calígula


Apenas muerto su padre, Marco Aurelio, el joven Cómodo se apresuró a concluir con los bárbaros una paz deshonrosa, que anulaba el inmenso esfuerzo llevado a cabo por su antecesor, e impaciente por disfrutar del poder, regresó inmediatamente después a Roma. Entregado por completo a sus pasiones y a sus vicios, no se ocupó de los asuntos públicos y dejó el gobierno en manos de indignos favoritos, libertos a los que convirtió en prefectos del pretorio; primero Perennis, tan ávido como cruel, a quien el emperador tuvo que sacrificar en 185 a los soldados enfurecidos. Después fue un frigio de baja estofa, un antiguo mozo de cuadra, Cleardea, aún más vil y nefasto que su antecesor. El rasgo definitorio del gobierno de Cómodo fue la antítesis del que habían observado los Antoninos, basado, a excepción de Adriano, en las buenas relaciones entre el emperador y el Senado. Con Cómodo se impuso un régimen despótico apoyado en el Ejército y dirigido, sobre todo, contra la aristocracia senatorial, como en tiempos de Calígula (37-41). Esta política dio como resultado una creciente hostilidad entre el Senado y el emperador. Desde el primer año de principado estallaron conspiraciones que se estuvieron repitiendo hasta terminar aquél; en 183 fue la conjura de Claudio Pompeyano y de Lucila, la propia hermana de Cómodo; en 186-187 la de Materno, que reunió a una tropa de bandidos, penetrando hasta los alrededores de Roma y pretendiendo matar al emperador; después la de Antiscio Burro. Todas las conjuras fueron descubiertas y dieron lugar, sobre todo entre los patricios, a múltiples ejecuciones sumarias. Por último triunfó un complot. Su concubina Marcia, de acuerdo con otros conjurados, lo envenenó y, como devolviese Cómodo el veneno, le hizo estrangular por un gladiador.
Cómodo desaparecía en 192 sin dejar heredero. Ninguno de sus asesinos tenía la talla suficiente para reclamar el Imperio, aunque lo tenían a su alcance. Su elección recayó —y fue lo mejor que pudieron hacer— en el prefecto de la ciudad, Helvio Pertinax, que entonces contaba sesenta y seis años. Nacido en el seno de una familia obscura, Pertinax había ascendido por sus propios medios todos los escalafones de la jerarquía militar y del cursus honorum, la carrera de los honores romana, que establecía cada una de las magistraturas que se debían escalar peldaño a peldaño, desde la cuestura hasta el consulado. Pertinax había sido centurión, prefecto de un cuerpo auxiliar, tribuno y legado de la legión; sus brillantes servicios en el curso de las guerras en tiempos de Marco Aurelio, en Oriente contra los partos, y a orillas del Danubio contra los marcomanos, le habían valido el consulado y la prefectura de la ciudad. A lo largo de su carrera militar se había distinguido como un valiente soldado y un oficial de primer orden. Sus pocos meses de principado lo revelarían como un hombre de buen corazón, emperador enérgico y prudente administrador. Cómodo había dilapidado recursos públicos y bajo su incompetencia decayó la disciplina del Ejército. Pertinax no dudó en afrontar los problemas. Apoyándose en el Senado, frente al cual había reanudado la política liberal de los Antoninos, puso en orden la administración, suprimió los gastos inútiles y se esforzó por restablecer en las tropas la antigua disciplina que había hecho famosas a las legiones romanas en todo el mundo conocido. Los guardias pretorianos, privados de los donativos imperiales que aumentaban considerablemente su paga, amenazados en las costumbres de molicie que la ciudad había imprimido en ellos, protestaron airadamente, aunque sin resultado. Entonces se conjuraron para acabar con el emperador. Un día marcharon sobre el Palatino, sorprendieron a Pertinax en sus dependencias y lo asesinaron, cuando llevaba menos de tres meses al frente del Estado.
Con el asesinato de Pertinax el Imperio entró en pública subasta y los guardias pretorianos decidieron que podían entregarlo a quien quisieran; pensando que lo más conveniente para ellos era subastarlo públicamente; se encerraron en sus cuarteles del Quirinal dispuestos a cerrar el trato con el mejor postor. No fue larga su espera. Dos aspirantes se presentaron simultáneamente: Sulpiciano, prefecto urbano y suegro de Pertinax, parentesco que, en su opinión, debía proporcionarle cierta preferencia, y Didio Juliano, descendiente del ilustre jurisconsulto Salvio Juliano, uno de los miembros más ricos de la aristocracia romana de la época. Su mutua ambición favoreció la avaricia y las exigencias de los pretorianos; de oferta en oferta, el Imperio acabó siendo adjudicado a Didio Juliano a razón de 25.000 sestercios a repartir entra cada guardia pretoriano. El nuevo emperador fue escoltado al Senado por los pretorianos, como Claudio un siglo y medio antes, y la cámara aprobó su investidura. Sin embargo, Didio Juliano aún tenía que sortear otros obstáculos. En su obsesión por hacerse con el Imperio, había ofrecido más de lo que podía pagar, y los pretorianos no tenían la menor intención de renunciar a las componendas prometidas. La plebe, que había asistido apáticamente al bochornoso apaño, también reclamó su parte del botín. La situación se tornó definitivamente insostenible para Didio Juliano cuando las guarniciones de las fronteras del Rin y el Danubio —las mejores tropas romanas— se negaron a reconocer al nuevo emperador aclamado por los pretorianos sin haberles tenido en cuenta a ellos. Al saber lo ocurrido en Roma, al escoger los pretorianos a un emperador afín a sus intereses, los demás ejércitos coligieron que también tenían derecho a escoger a su emperador y así se reabría la crisis del 68-69 cuando, tras la muerte de Nerón, el Imperio conoció hasta cuatro emperadores proclamados por las tropas acantonadas en distintas provincias.

Detalle: yelmo con cimera del siglo II


Roma: la crisis del año 193 d.C., Helvio Pertinax y Didio Juliano


En 192 d.C., Marco Cómodo desaparecía sin dejar heredero. Ninguno de sus asesinos poseía la talla suficiente para reclamar el Imperio, aunque lo tenían a su alcance. Su elección recayó —y fue lo mejor que pudieron hacer— en el prefecto de la ciudad, Helvio Pertinax, que entonces contaba sesenta y seis años. Nacido en el seno de una familia obscura, Pertinax había ascendido por sus propios medios todos los escalafones de la jerarquía militar y del cursus honorum, la carrera de los honores cívicos romanos, que establecía cada una de las magistraturas que se debían escalar peldaño a peldaño, desde la cuestura hasta el consulado. Pertinax había sido centurión, prefecto de un cuerpo auxiliar, tribuno y legado de la legión; sus brillantes servicios en el decurso de las guerras en tiempos de Marco Aurelio, en Oriente contra los partos, y a orillas del Danubio contra los marcomanos, le habían valido el consulado y la prefectura de la ciudad. A lo largo de su carrera militar se había distinguido como un valiente soldado y un oficial de primer orden. Sus pocos meses de principado lo revelarían como un hombre de buen corazón, emperador enérgico y prudente administrador. Cómodo había dilapidado cuantiosos recursos públicos y bajo su desgobierno decayó la disciplina del Ejército. Pertinax no dudó en afrontar estos problemas. Apoyándose en el Senado, frente al cual había reanudado la política liberal de los Antoninos, puso en orden la administración, suprimió los gastos inútiles y se esforzó por restablecer en las tropas la antigua disciplina que había hecho famosas a las legiones romanas en todo el mundo conocido. Los guardias pretorianos, privados de los donativos imperiales que aumentaban considerablemente su paga, amenazados en las costumbres de molicie que la ciudad había imprimido en ellos, protestaron airadamente, aunque sin resultado. Entonces se conjuraron para acabar con el emperador. Un día marcharon sobre el Palatino, sorprendieron a Pertinax en sus dependencias y lo asesinaron, cuando llevaba menos de tres meses al frente del Estado.
Con el asesinato de Pertinax el Imperio entró en pública subasta y los guardias pretorianos decidieron que podían entregarlo a quien quisieran; pensando que lo más conveniente para ellos era subastarlo públicamente; se encerraron en sus cuarteles del Quirinal dispuestos a cerrar el trato con el mejor postor. No fue larga su espera. Dos aspirantes se presentaron simultáneamente: Sulpiciano, prefecto urbano y suegro de Pertinax, parentesco que, en su opinión, debía proporcionarle cierta preferencia, y Didio Juliano, descendiente del ilustre jurisconsulto Salvio Juliano, uno de los miembros más ricos de la aristocracia romana de la época. Su mutua ambición favoreció la avaricia y las exigencias de los pretorianos; de oferta en oferta, el Imperio acabó siendo adjudicado a Didio Juliano a razón de 25.000 sestercios a repartir entre cada guardia pretoriano. El nuevo emperador fue escoltado al Senado por los pretorianos, como Claudio un siglo y medio antes, y la cámara aprobó su investidura. Sin embargo, Didio Juliano aún tenía que sortear otros obstáculos. En su obsesión por hacerse con el Imperio, había ofrecido más de lo que podía pagar, y los pretorianos no tenían la menor intención de renunciar a las componendas prometidas. La plebe, que había asistido apáticamente al bochornoso apaño, también reclamó su parte del botín. La situación se tornó definitivamente insostenible para Didio Juliano cuando las guarniciones de las fronteras del Rin y del Danubio —las mejores tropas romanas— se negaron a reconocer al nuevo emperador aclamado por los pretorianos sin haberles tenido en cuenta a ellos. Al saber lo ocurrido en Roma, al escoger los pretorianos a un emperador afín a sus intereses,  los demás ejércitos coligieron que también tenían derecho a escoger a su emperador y así se reabría la crisis del 68-69 cuando, tras la muerte de Nerón, el Imperio conoció hasta cuatro emperadores proclamados por las tropas acantonadas en distintas provincias.


lunes, 9 de abril de 2018

Rómulo Ausgústo: el último emperador romano de Occidente

Desaparecido Antemio, cuatro emperadores se sucedieron, en cuatro años, en Roma. El del año 472 fue propuesto, nada menos, que por los vándalos de África; el del 473 fue un candidato sugerido por el rey de los burgundios; el del 474 vino otra vez de Constantinopla, y el del 475 fue un tal Rómulo Augusto —apodado «Augústulo» por ser casi un niño—, además, detrás de tan pomposos nombres, se escondía el hijo de un antiguo servidor de Atila. El padre de Rómulo Augústulo era un patricio romano de pura cepa llamado Orestes, pero empezó a labrarse un nombre en política como secretario de Atila. A la muerte del rey de los hunos regresó a Italia y se reincorporó a la vida pública al servicio del melifluo emperador Valentiniano III. Los desÓrdenes del año 474 hallaron a Orestes ascendiendo al título de «Magister Militum» y con una fácil insurrección palaciega consiguió que el maleable Senado romano nombrase emperador de Occidente a su hijo Rómulo Augústulo. Éste contaba solo catorce años de edad; el hecho de que Orestes prefiriera hacer emperador a su hijo en vez de revestirse él mismo con la púrpura es otro síntoma del concepto puramente honorífico que se concedía ya al título de emperador en Occidente.
El gobierno de Orestes y su hijo duró solo ocho meses. Lograron un tratado y la protección de Genserico, quien desde el norte de África era el actor decisivo en la política de Occidente; en cambio Orestes no pudo soslayar la presión de su propio ejército y fue asesinado. Los soldados pedían a su comandante la tercera parte de las tierras de Italia. Los visigodos ya se habían apoderado de dos Tercios del territorio que ocupaban en la Galia; los burgundios, además de los dos Tercios de los campos, se apoderaron de la mitad de los pastos y los bosques; los vándalos no se habían contentado ni aun con eso… ¿Por qué no podían, pues, los bárbaros de Italia, que componían la mayoría del ejército, obtener una porción parecida, máxime cuando grandes extensiones de la Península estaban abandonados por haber desaparecido sus legítimos propietarios? La resistencia de Orestes a esta demanda resultó fatal para él y para Italia. Si los veteranos de la Península se hubiesen instalado en los antiguos predios deshabitados, algunos habrían conseguido arraigar y fundar así una nueva población agrícola, que tan necesaria se había hecho en aquellos momentos.
El motín que depuso a Orestes y a su hijo estaba encabezado por un jefe de los hérulos llamado Odoacro, que iba a repetir la experiencia de Ricimero. Gobernó Italia como un rey de facto desde 476 a 493, aunque no se proclamó emperador. La diferencia entre Odoacro y Ricimero es que el segundo se sirvió de un emperador fantoche con el que justificar su usurpación del poder, mientras que Odoacro se hizo proclamar rey levantándole los soldados sobre el pavés —un escudo oblongo y de suficiente tamaño para cubrir casi todo el cuerpo del combatiente—, a la manera germánica. Pero hasta Odoacro mantuvo su respeto y acatamiento, aunque solo fuese nominal, al Imperio. He aquí el párrafo primordial del documento que el Senado romano aprobó por unanimidad a propuesta de Odoacro: «El Senado y el Pueblo de Roma consienten en que la sede del Imperio universal sea transferida de Roma a Constantinopla y renuncian al derecho de proclamar emperador, pues reconocen la inutilidad de la división en dos Imperios. La República confía en las virtudes y el valor de Odoacro, y humildemente requiere al emperador que le confiera el título de patricio y consienta que administre la diócesis de Italia». Esta es la parte sustancial del documento que el Senado romano hizo llegar al emperador Zenón en Constantinopla. ¡Qué duro y humillante —aun para los que parecían ser los beneficiarios de esta abdicación de poderes— oír que el Senado y el Pueblo de Roma renunciaban a sus derechos!
Resulta también interesante la respuesta del emperador Zenón. Sin apresurarse a recoger esta sucesión al Imperio de Occidente, el augusto de Constantinopla no envió más colegas a Roma y, en cambio, escribió una carta a Odoacro en la ya le otorgaba el título de patricio. Pero Italia está más cerca de Constantinopla que la Galia o Hispania, y Odoacro fue solicitado para participar en una conspiración contra el emperador Zenón. La sospecha de que Odoacro había prestado su apoyo a los conjurados irritó sobremanera al viejo emperador, que además quería deshacerse de una nueva avalancha de ostrogodos que habían rebasado las fronteras orientales. Entre ellos había algunos veteranos que habían seguido a Atila hasta Orleans y que ahora se dejaban seducir por la posibilidad de obtener tierras en Italia. Iban guiados por un joven caudillo que había pasado muchos años en Constantinopla como rehén y allí se había familiarizado con los intríngulis de la política romana. El nombre de este muchacho era Teodorico, futuro rey de los ostrogodos. En Constantinopla, a pesar de los amaneramientos de la corte, no se habían debilitado sus instintos viriles ni su espíritu aventurero. Teodorico, modelo hasta hoy del héroe germánico, peleaba en primera línea de combate; y en muchas ocasiones sus acciones, espada en mano, decidieron batallas en las que participaron naciones enteras. Considerándole peligrosísimo como enemigo, y muy útil como aliado, el emperador Zenón confió a Teodorico la empresa de liberar a Italia de Odoacro y sus huestes de hérulos, antiguos aliados de los godos a los que habían acompañado en sus primeras expediciones a las costas del mar Negro doscientos años antes.
Los ostrogodos al mando de Teodorico entraron en Italia por el norte. Pero la campaña contra los hérulos no fue tarea fácil. El primer enfrentamiento tuvo lugar junto al Isonzo, en los llanos delante de Aquilea. De allí Odoacro retrocedió a la línea del Adigio y una segunda batalla se desató bajo los muros de Verona, donde Teodorico hizo verdaderos prodigios de valor, cantados durante siglos por las sagas y epopeyas germánicas. Finalmente Odoacro se refugió en Rávena y allí corrió a acorralarle el ostrogodo. Después de haber concertado un Tratado de paz por el que se comprometían a gobernar juntos, Teodorico dio muerte a Odoacro con un tajo de su enorme espada; según la leyenda, lo partió en dos desde el cuelo a la cintura. Asombrado de la eficacia de su propio golpe, dicen que Teodorico exclamó al ver a su enemigo partido en dos mitades: «¡Pero este infeliz no tenía huesos en su cuerpo!».
En ese momento empieza la etapa del gobierno de Teodorico en Italia, que duraría treinta años. «Gobernó las dos naciones, ostrogodos y romanos —cuenta un biógrafo de la época—, como si fueran un solo pueblo. Aunque era arriano de religión, encargó la administración civil a los romanos y no persiguió a los católicos. Celebró festejos en el circo y en el gran anfiteatro, y repartió generosas raciones de grano entre el pueblo…». Teodorico el ostrogodo trató, pues, de realizar en Italia el propósito del visigodo Ataúlfo en España; ambos visionarios trataron de romanizar a los germanos y de germanizar a los romanos. Teodorico construyó edificios: un palacio en Pavía, el palacio y el acueducto de Rávena, termas y otro palacio en Verona, que parecen iniciativas impropias de un rey ostrogodo, y que en nada se ajustan a la pésima reputación que las fuentes eclesiásticas atribuyeron a los bárbaros. Aunque, como ya se ha visto, esa inquina venía motivada por el hecho de que los germanos eran arrianos y se resistieron durante mucho tiempo a aceptar el catolicismo por considerarlo una abominación.
La paz que Teodorico impuso en Italia atrajo a mercaderes y agricultores de otras partes del Imperio dispuestos a trabajar las tierras. Esto hizo que la economía se recuperase bajo el paternal gobierno del Gran Rey de los ostrogodos. Sin embargo, Teodorico no sabía leer ni escribir; para firmar se mandó hacer una pauta con agujeros, marcando sus letras en una tablilla de madera. Los guerreros ostrogodos que le rodeaban, y a quienes había confiado la guarda de los puntos estratégicos de Italia, eran todavía más rudos que él. Sobre todo eran germanos y arrianos, y no entraba en sus planes atacar a sus hermanos vándalos; luego no podía intentarse una restauración del Imperio y del espíritu clásico, mientras los vándalos conservasen las provincias de África. Teodorico, en realidad, no es más que un episodio curioso del periodo de las invasiones, una experiencia interesante de adaptación y de fusión de civilizaciones; un personaje heroico, romántico, pero no cambió el curso de la Historia. Es el gran caudillo germánico que trata de poner orden en la administración de Italia, pero sin decidirse a iniciar un nuevo régimen y romper con Constantinopla. Envió una embajada al emperador Zenón para solicitarle permiso para usar el manto real. Su título oficial era el de «Rey de los godos y los romanos en Italia».
Ya en su vejez, Teodorico empezó a preocuparse por la sucesión. Dejaba solo una hija, Amalasunta, y un nieto, Atalarico, menor de edad. Parece ser que algunos miembros del Senado iniciaron negociaciones con el emperador de Oriente para que se preparara a ejercer su soberanía en Italia a la muerte de Teodorico, sin contar con los ostrogodos. Esto tenía que irritar al gran caudillo que se había mantenido fiel al Imperio y creía que Constantinopla debía aceptar a su nieto como legítimo sucesor. Teodorico descubrió la conjura y ordenó ejecutar a los senadores que habían tomado parte en ella. Entre ellos murió un tal Símaco, acendrado católico, aunque descendiente de aquel Símaco neopagano que no quiso admitir el fin del paganismo, y, sobre todo, pereció Boecio, a quien podría llamarse el último escritor clásico. Saturado de la literatura antigua, Boecio redactó en latín culto y elegante un tratado, «De Consolatione Philosophiae», que llegó a ser el libro más popular en la Edad Media. Escrito en la cárcel en los meses previos a su ejecución, el libro de Boecio es, en sustancia, el diálogo entre un condenado a muerte y la personificación de la Filosofía. Ésta, matrona todavía fuerte y lozana, va vestida con una vieja túnica en la que hay bordadas las letras T y P, iniciales de Teoría y Práctica. Ambos, el condenado y la intelectual matrona, discuten sobre la inconstancia de la fortuna y la estabilidad que, en cambio, existe en el Bien Supremo, todavía el «Summum Bonum» de Aristóteles, sin añadidos ni interpolaciones de la Iglesia. En el libro de Boecio no hay ninguna alusión al cristianismo —de ahí que se considere la última obra clásica—, ni al misterio de la Redención ni a la predicación de Jesús; pero el hecho de que un libro pagano, puramente filosófico, pudiese ser aceptado en las escuelas cristianas como un modelo edificante demuestra el cambio enorme del espíritu de las gentes de principios del siglo VI.
A poco de la ejecución de Símaco y Boecio moría Teodorico víctima de disentería a los setenta y dos años de edad. Era el 30 de agosto de 526 y fue enterrado por su hija Amalasunta en una magnífica tumba construida en la pineta (pinar), junto a Rávena. Todavía se conserva con escasos deterioros un mausoleo de planta decagonal terminado con una gigantesca losa de granito que tiene la forma de cúpula achatada, de diez metros de diámetro y formada por un solo bloque, que tuvo que alzarse valiéndose de anillos tallados en la misma piedra. La tumba tiene en el interior dos pisos; el inferior, vacío actualmente, sirvió de depósito de armas y recuerdos del Gran Rey ostrogodo; en el superior hay todavía un sarcófago donde reposó el cuerpo embalsamado. Textos antiguos, poco dignos de crédito, cuentan que el sarcófago estuvo sostenido por cuatro columnas de pórfido. A su alrededor, según cuenta Agnellus, el cronista de Rávena, había haciendo guardia estatuas metálicas de los doce apóstoles, hecho muy poco creíble porque Teodorico siempre fue arriano y fiel al culto de Odín de sus antepasados. En el mismo mausoleo hay una decoración tallada en un friso alto con el relieve de los espectros que van al Walhalla, aunque ha sido manipulado y dichas figuras aparecen como seguidores de la Cruz. La misma decoración se encuentra trazada en filigrana en la armazón de oro que sostenía la coraza de cuero del rey ostrogodo.
Ya sin esta sombra del caudillo ostrogodo en Italia, los bizantinos decidieron acabar de una vez por todas con los vándalos que ocupaban el norte de África. Sería el principio de la reconquista de Occidente, porque después seguiría la de Italia y, por fin, la de Hispania y la Galia. Los bárbaros solo habrían sido un paréntesis en la milenaria historia de Roma. Así debían de pensar algunos miembros del Senado de Constantinopla y varios altos consejeros. La cuestión se debatió ampliamente en presencia del emperador Justiniano y de su esposa Teodora. El recuerdo del fracaso estrepitoso de la expedición de Basilisco y la pérdida enorme que ocasionó el desastre, hacían terriblemente impopular toda iniciativa encaminada a expulsar a los vándalos de África. El prefecto del Pretorio fue el portavoz de esta oposición nacida del descontento: «El África, oh Augusto, dista ciento cuarenta días de Constantinopla. Para llegar a ella hay que cruzar grandes extensiones de mar, y si la empresa fracasa, tardaremos más de un año en saberlo. Además, aunque conquistemos el África, no podremos mantenernos en ella sin la Sicilia y la Italia, que se hallan en poder de los ostrogodos…». Pero los católicos no cesaron de insistir al emperador, incluso asegurándole que Dios les animaba en sueños. El hecho es que una armada de quinientos buques, algunos de setecientas toneladas, partió del Bósforo el 21 de junio del año 533. Mandaba la expedición el afamado general Belisario, llevando éste como secretario y notario al historiador Procopio. Hasta para dar carácter novelesco a la expedición, acompañaba a Belisario su esposa Antonina, de más edad que él, la cual pretendía ayudarle con sus consejos en materia de estrategia, y le amargaba la existencia con sus continuas infidelidades. Por lo visto, en su juventud Antonina había ejercido la prostitución.
La expedición, detenida por vientos desfavorables, tardó dos meses en llegar a Sicilia. Allí fue bien recibida por los ostrogodos; Amalasunta, hija del difunto Teodorico, comprendió que, en este caso, su interés estribaba en olvidarse de la peliaguda cuestión religiosa y ponerse del lado de los bizantinos; éstos sorprendieron a los vándalos desprevenidos, desembarcaron sin encontrar resistencia y la batalla se libró trece días después, delante de Cartago. La refriega terminó con la desbandada de los vándalos. Aquella misma noche Belisario tomó posesión del palacio de Gelimero y devolvía su basílica a los católicos. Gelimero era nieto del abominado Genserico y había usurpado el trono a su primo Hilderico. Los vándalos presentaron otra vez batalla, ahora en Numidia, y fueron nuevamente derrotados. Gelimero se refugió en las montañas del Atlas. Desde allí pidió a sus perseguidores tres cosas, que dan idea del temple del jefe de los vándalos: pan blanco, una esponja para lavarse los ojos enfermos y una lira para cantar las rapsodias que había compuesto de sus desventuras. Por fin, Gelimero fue capturado. Los cautivos vándalos fueron llevados a Constantinopla, el Senado bizantino concedió a Belisario el título de «Vandálico».

Guerreros vándalos del siglo VI

sábado, 7 de abril de 2018

Roma: de la monarquía etrusca a la república


Roma borró el recuerdo de los etruscos. Hasta hace relativamente poco tiempo no se supo cuántas características compartían con ellos. El descubrimiento de la cultura etrusca, iniciado en el siglo XIX, tuvo una importancia semejante a la de la cretense. En ambos casos han salido a relucir «eslabones» que se chavan en falta: en Creta el que explica la cultura micénico-helena, en Etruria el que nos da la clave de Roma. Al parecer, aunque de origen desconocido, los etruscos llegaron a la península Itálica en algún momento de la Edad del Bronce, posiblemente hacia el siglo VIII a.C., y crearon un reino estructurado que limitaba al norte con el río Po, llegando por el sur casi hasta Nápoles, incluyendo la costa oriental de Córcega; el núcleo principal de la nación etrusca estaba en el triángulo formado por Tarquinia, Caere y Veyes, tres ciudades al norte de Roma. Etruria fue una potencia militar por tierras y por mar. Sus navíos de guerra, construidos con las más avanzadas técnicas de la época, dominaban el Mediterráneo occidental; y sus naves comerciales surcaban el mar para recalar en los puertos griegos. Asimismo, los etruscos fundaron el primer consorcio minero para la extracción de metales, fundiciones y fabricación en serie de armas y herramientas de bronce. A los utensilios propios de la vida cotidiana, pronto se sumaron los artículos de lujo. Su gran «catálogo» abarcaba desde calzado —cuya tradición ha sobrevivido hasta hoy en Perusa, región de origen etrusco— hasta estatuillas de bronce dorado, desde orfebrería en oro con insuperables acabados granulados hasta prótesis dentales en oro. Eran, además, excelentes ingenieros que levantaron enormes fortificaciones, de las que no se ha desprendió un solo bloque de piedra hasta hoy, construyeron canales abiertos y cubiertos, perforaron túneles, regaron y desecaron tierras mediante complejos artificios y controlaban con diques las inundaciones del Po.
Los etruscos construyeron el templo capitolino, la cloaca máxima y el que fue circo máximo de Roma; también fundaron esta ciudad, que había de haber después con ellos absorbiéndoles. Los romanos extendieron sobre su pasado etrusco un incomprensible velo de silencio, prefiriendo hablar de una fundación legendaria a cargo del troyano Eneas. Pero fue en realidad el etrusco Lúcumo, que adoptó el nombre romano de Lucio Tarquinio Prisco, primer rey de Roma, el hombre que elevó a la altura de la civilización etrusca la insignificante ciudad del Tíber. Mucho debe Roma a los etruscos: el trono y la toga, el atrio y las centurias, incluso, la república. Asediada por los celtas por tierra y los griegos por mar, terminó Etruria por sucumbir a los ataques de Roma. Desapareció sin dejar huella alguna; ni siquiera se habló más de ella y se terminó por ignorar su existencia hasta el punto de caer en el olvido. Solo el descubrimiento de sus gigantescas necrópolis cuyas cámaras sepulcrales se adornaban con espléndidos frescos, reveló esa insigne cultura, con sus sofisticados modos de vivir y la avanzada emancipación de sus mujeres, con sus instituciones agoreras y cultos funerarios y con su sumisión al Hado: esa fuerza desconocida que obra irresistiblemente sobre los dioses, los hombres y el encadenamiento de los sucesos. Tal vez fue ese fatalismo el que aceleró su ocaso.
De la modesta ciudad rural del rey Tarquinio Prisco a la refulgente capital de un imperio cosmopolita, hubo un largo camino, Roma lo recorrió con un método inflexible y sin desfallecimiento. La futura ciudad imperial superó todo tipo de contratiempos: devastadoras inundaciones del Tíber y violentos saqueos perpetrados por los galos del norte; incendios urbanos y epidemias que diezmaron a la población; guerras civiles y sangrientas rebeliones de esclavos; batallas terribles en las que murió hasta el último soldado. Pero nunca perdió el ánimo: siempre buscó en seguida remedio a sus males y echó mano a su orgullo para reinventarse. Tres aldeas asentadas en colinas —el Palatino, el Esquilino y el Quirinal—, formaron una ciudad que cubrió poco a poco las «siete colinas» y alcanzó el millón de habitantes, apiñados en viviendas alquiladas de varios pisos; en los barrios más humildes se producían casi a diario derrumbamientos, y nuevamente se edificaba sobre los escombros. El centro de Roma lo constituía el Foro, al pie del Capitolino. A ambos lados de la Vía Sacra, convertida en tantas ocasiones en Vía Triunfal, se hallaban los templos y los foros, cada vez más ostentosos dedicados en parte al despacho de los asuntos públicos y en parte a bazares. El Palatino estaba cubierto por los palacios imperiales. Por toda la ciudad había termas, construidas las mayores por Caracalla y Diocleciano en el siglo III. El Coliseo, escenario de luchas de gladiadores, de espectáculos con fieras exóticas, y batallas navales conocidas como «naumaquias» —el coso podía llenarse con agua—. El Circo Máximo era un hipódromo o pista ecuestre; estaban también los arcos triunfales de Tito y de Septimio Severo. Ensalzaban columnas con relieves las hazañas de Trajano y Marco Aurelio —ambos de origen español—; el castillo de Sant’Angelo fue inicialmente el mausoleo de Adriano. A través de acueductos en la Campania llegaba el agua potable a la ciudad.
Roma era una capital universal: todas las calzadas partían de ella para comunicar los vastos territorios del Imperio. Todas las decisiones se tomaban allí y los correos galopaban sin cesar hacia todas las provincias, relevándose por tierra y embarcando en rápidas trirremes para cruzar el mar. El arte y la cultura de Roma no se redujeron a copiar y desarrollar las de Grecia, por grande que fuese el influjo de la Hélade. Las obras de arte robadas en Grecia servían de modelo y el que podía permitírselo tenía un preceptor griego. Las clases altas hablaban y escribían en griego, y yodo joven romano prometedor recibía, en un viaje a Grecia, su espaldarazo académico. La monumental arquitectura es tan propia como su literatura, desde la lírica hasta las obras históricas. Las esculturas y frescos nos revelan que el viejo ideal romano de sobria existencia dejó pasó, al aumentar sus riquezas, a un lujo refinado en materia de residencias y atuendos, comidas y bebidas, cuyos detalles rayan en lo grotesco. Verdaderos rebaños de esclavos contribuían al fácil cumplimiento de los extravagantes deseos de sus amos. La gran obra de Roma fue su código jurídico. Todavía se examinan los estudiantes de «Derecho Romano». Su primera versión tuvo lugar con la promulgación de la Ley de las Doce Tablas, cuyo texto tenían que memorizar los jóvenes romanos. Lo más importante en ellas era que se ponía coto al capricho de los jueces para prevenir la prevaricación. Roma extendió su control primero a la península Itálica y después en torno al mar Mediterráneo, aún en tiempos de la República. Durante esa época su principal competidora fue la ciudad púnica de Cartago en el norte de África, cuya expansión por la cuenca sur y oeste del Mediterráneo rivalizaba con la de Roma. Ambas potencias se enfrentaron en tres guerras conocidas como «púnicas» y Roma salió victoriosa en todos ellas. La última culminó con la caída de la propia ciudad de Cartago en poder de los romanos (146 a.C.), y su conversión en provincia de la República. Las guerras púnicas llevaron a Roma a salir de sus fronteras naturales en la península Itálica y a adquirir nuevos dominios que debía administrar, como Sicilia, Cerdeña, Córcega, Hispania, Iliria, etcétera.
La extensión del poderío romano desde el Mediterráneo allende los Alpes, fue en realidad un contraataque. Italia no había olvidado los horrores de las incursiones perpetradas por celtas y germanos: en el 387 a.C. los galos llegaron hasta la misma Roma, reduciéndola a cenizas. En los años 102–101 a.C., Mario logró detener en el norte de Italia a los belicosos cimbrios y teutones, provenientes de Jutlandia. La noticia de su incursión había desatado el pánico en Roma. Ocho años precisó Julio César para someter la Galia (58–50 a.C.) hasta el bajo Rin. Practicó dos expediciones punitivas contra los germanos al otro lado del río y desembarcó dos veces en Britania, aunque no se planteó su conquista. Augusto prosiguió la estrategia de pacificación derrotando a los celtas astures en el norte de Hispania, y confió a sus hijastros Druso y Tiberio asegurar las fronteras del Rin y del Danubio. En la etapa imperial los dominios de Roma siguieron aumentando hasta llegar a su máxima extensión durante el principado de Trajano, momento en que abarcaba desde el océano Atlántico al oeste hasta las orillas del mar Caspio, el mar Rojo y el golfo Pérsico al este, y desde el desierto del Sahara al sur hasta las tierras boscosas a orillas de los ríos Rin y Danubio y la frontera con Caledonia al norte de Britania. Adriano hizo levantar muros y fortificaciones en casi todas las fronteras. La muralla de tierra del «limes», reforzada parcialmente con murallas construidas con bloques de piedra y dotadas de fosos profundos y empalizadas, se extendía a lo largo del Rin desde Coblenza hasta Ratisbona en la ribera del Danubio. En las ciudades fronterizas de Maguncia, Estrasburgo y Augsburgo estaban permanentemente las legiones acantonadas dentro de sus sólidas fortalezas. Todo un alarde de ingeniería castrense es la Vía de Trajano trazada para defender la «sutura» junto a la «Puerta de Hierro» existente en el bajo Danubio entre el este y el oeste del Imperio para defender las fronteras más recónditas del Imperio. Cortada a tramos en la roca y tendida en otros sobre vigas clavadas en agujeros de la misma. Finalmente, la irrupción de los godos y otros pueblos bárbaros a principios del siglo V obligó a evacuar la Europa central y Britania, para concentrar en Italia, sobre todo, los escasos efectivos con los que aún contaba el Imperio.