Apenas
muerto su padre, Marco Aurelio, el joven Cómodo se apresuró a concluir con los
bárbaros una paz deshonrosa, que anulaba el inmenso esfuerzo llevado a cabo por
su antecesor, e impaciente por disfrutar del poder, regresó inmediatamente
después a Roma. Entregado por completo a sus pasiones y a sus vicios, no se ocupó
de los asuntos públicos y dejó el gobierno en manos de indignos favoritos, libertos
a los que convirtió en prefectos del pretorio; primero Perennis, tan ávido como
cruel, a quien el emperador tuvo que sacrificar en 185 a los soldados
enfurecidos. Después fue un frigio de baja estofa, un antiguo mozo de cuadra,
Cleardea, aún más vil y nefasto que su antecesor. El rasgo definitorio del
gobierno de Cómodo fue la antítesis del que habían observado los Antoninos,
basado, a excepción de Adriano, en las buenas relaciones entre el emperador y
el Senado. Con Cómodo se impuso un régimen despótico apoyado en el Ejército y
dirigido, sobre todo, contra la aristocracia senatorial, como en tiempos de
Calígula (37-41). Esta política dio como resultado una creciente hostilidad
entre el Senado y el emperador. Desde el primer año de principado estallaron
conspiraciones que se estuvieron repitiendo hasta terminar aquél; en 183 fue la
conjura de Claudio Pompeyano y de Lucila, la propia hermana de Cómodo; en 186-187
la de Materno, que reunió a una tropa de bandidos, penetrando hasta los
alrededores de Roma y pretendiendo matar al emperador; después la de Antiscio
Burro. Todas las conjuras fueron descubiertas y dieron lugar, sobre todo entre
los patricios, a múltiples ejecuciones sumarias. Por último triunfó un complot.
Su concubina Marcia, de acuerdo con otros conjurados, lo envenenó y, como devolviese
Cómodo el veneno, le hizo estrangular por un gladiador.
Cómodo desaparecía en 192 sin dejar heredero.
Ninguno de sus asesinos tenía la talla suficiente para reclamar el Imperio,
aunque lo tenían a su alcance. Su elección recayó —y fue lo mejor que pudieron
hacer— en el prefecto de la ciudad, Helvio Pertinax, que entonces contaba
sesenta y seis años. Nacido en el seno de una familia obscura, Pertinax había ascendido
por sus propios medios todos los escalafones de la jerarquía militar y del cursus honorum, la carrera de los honores romana, que establecía cada una
de las magistraturas que se debían escalar peldaño a peldaño, desde la cuestura
hasta el consulado. Pertinax había sido centurión, prefecto de un cuerpo
auxiliar, tribuno y legado de la legión; sus brillantes servicios en el curso
de las guerras en tiempos de Marco Aurelio, en Oriente contra los partos, y a
orillas del Danubio contra los marcomanos, le habían valido el consulado y la
prefectura de la ciudad. A lo largo de su carrera militar se había distinguido
como un valiente soldado y un oficial de primer orden. Sus pocos meses de
principado lo revelarían como un hombre de buen corazón, emperador enérgico y
prudente administrador. Cómodo había dilapidado recursos públicos y bajo su incompetencia
decayó la disciplina del Ejército. Pertinax no dudó en afrontar los problemas.
Apoyándose en el Senado, frente al cual había reanudado la política liberal de
los Antoninos, puso en orden la administración, suprimió los gastos inútiles y
se esforzó por restablecer en las tropas la antigua disciplina que había hecho
famosas a las legiones romanas en todo el mundo conocido. Los guardias
pretorianos, privados de los donativos imperiales que aumentaban considerablemente
su paga, amenazados en las costumbres de molicie que la ciudad había imprimido
en ellos, protestaron airadamente, aunque sin resultado. Entonces se conjuraron
para acabar con el emperador. Un día marcharon sobre el Palatino, sorprendieron
a Pertinax en sus dependencias y lo asesinaron, cuando llevaba menos de tres
meses al frente del Estado.
Con el asesinato de Pertinax el Imperio entró en
pública subasta y los guardias pretorianos decidieron que podían entregarlo a
quien quisieran; pensando que lo más conveniente para ellos era subastarlo públicamente;
se encerraron en sus cuarteles del Quirinal dispuestos a cerrar el trato con el
mejor postor. No fue larga su espera. Dos aspirantes se presentaron simultáneamente:
Sulpiciano, prefecto urbano y suegro de Pertinax, parentesco que, en su
opinión, debía proporcionarle cierta preferencia, y Didio Juliano, descendiente
del ilustre jurisconsulto Salvio Juliano, uno de los miembros más ricos de la
aristocracia romana de la época. Su mutua ambición favoreció la avaricia y las
exigencias de los pretorianos; de oferta en oferta, el Imperio acabó siendo
adjudicado a Didio Juliano a razón de 25.000 sestercios a repartir entra cada
guardia pretoriano. El nuevo emperador fue escoltado al Senado por los
pretorianos, como Claudio un siglo y medio antes, y la cámara aprobó su investidura.
Sin embargo, Didio Juliano aún tenía que sortear otros obstáculos. En su
obsesión por hacerse con el Imperio, había ofrecido más de lo que podía pagar,
y los pretorianos no tenían la menor intención de renunciar a las componendas
prometidas. La plebe, que había asistido apáticamente al bochornoso apaño,
también reclamó su parte del botín. La situación se tornó definitivamente insostenible
para Didio Juliano cuando las guarniciones de las fronteras del Rin y el
Danubio —las mejores tropas romanas— se negaron a reconocer al nuevo emperador
aclamado por los pretorianos sin haberles tenido en cuenta a ellos. Al saber lo
ocurrido en Roma, al escoger los pretorianos a un emperador afín a sus
intereses, los demás ejércitos coligieron que también tenían derecho a escoger
a su emperador y así se reabría la crisis del 68-69 cuando, tras la muerte de
Nerón, el Imperio conoció hasta cuatro emperadores proclamados por las tropas acantonadas
en distintas provincias.
Detalle: yelmo con cimera del siglo II |
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