La
brujería en España vivió su momento estelar con el caso de las brujas de Zugarramurdi
(1610), que los inquisidores recondujeron hábilmente. A pesar de estar muy
presente incluso en la corte (Carlos II el Hechizado), en España la persecución
de la brujería no alcanzó ni de lejos el furor del centro y el norte de Europa,
especialmente en los países donde se impuso el protestantismo. Se estima que en
Alemania fueron ajusticiadas unas 40.000 mujeres acusadas de brujería durante
la guerra de los Treinta Años (1618–1648). En cualquier caso, hubo tanto
autores partidarios de que las brujas existían como entes malignos, y que sus
rituales eran de inspiración diabólica; como otros que interpretaban la
brujería como una alucinación colectiva que servía de justificación a mujeres
impías para la realización de determinadas práctica sexuales obscenas y contra
natura. Tal era la opinión del inquisidor Salazar Frías. La
Inquisición española tardó bastante tiempo en ocuparse de la brujería. En el
tribunal de Valencia entre 1478 y 1530 solo hay registrados seis casos. El
primero fue el de un canónigo de Teruel relajado al brazo seglar en 1482, y el
segundo el de una mujer, también en Teruel, entregada al brazo secular dos años
después. La primera sentencia de muerte que pronunció la Inquisición en
relación con este tema data de 1498 cuando el tribunal de Zaragoza quemó a una
bruja —siguiendo la costumbre medieval de que las brujas debían arder en la
hoguera— a la que siguió otra en 1499 y tres en 1500. Los dos casos siguientes
tuvieron lugar en Toledo en 1513 y en Cuenca en 1515. En esta última ciudad el
miedo fue alimentado con historias de niños «que fueron heridos o muertos por
los xorguinos y xorguinas [brujos y brujas]». A partir de 1520 es cuando
comienza a ser frecuente la aparición en los autos de fe de casos de magia,
sortilegio y brujería, aunque se mantenía cierta incredulidad sobre lo que se
decía de las brujas. Como afirmó un teólogo en 1521: «…el Sabbat era una ilusión
y no podía haber ocurrido, así que la herejía no venía al caso».
En
1525, en el reino de Navarra, un magistrado civil acusó a unos hechiceros de la
zona de Roncesvalles de haber provocado la muerte de varios niños, de envenenar
a las personas con una sopa hecha de sapos y de corazones de niños, de untarse
el cuerpo con un ungüento para sus reuniones nocturnas, en las que besaban a un
gato negro. «Para identificar a los brujos, se recurre a los servicios de un
experto que examina el ojo izquierdo de los sospechosos: al parecer, es ahí
donde el diablo imprime su marca». Hubo decenas de detenciones, pero no hay
constancia de que hubiera condenas a muerte. Los inquisidores locales
protestaron porque consideraban que la Inquisición era la instancia competente
para juzgar las cuestiones de brujería ya que, según ellos, adorar e invocar al
demonio era atentar contra la fe. A raíz de este conflicto el inquisidor
general, don Alonso Manrique de Lara, convocó una junta en Granada para que
dictaminara sobre el tema. La
junta nombrada por Manrique estaba integrada por diez miembros —seis teólogos y
cuatro juristas, entre los que se encontraba el futuro inquisidor general
Fernando de Valdés—, que tenían que decidir concretamente sobre si las brujas
realmente asistían al Sabbat. Seis votaron afirmativamente —«convencidos de que
el demonio realmente tiene poder para realizar lo que explican las brujas»—, y
cuatro que «van imaginariamente». Así pues, la junta decidió que si las
autoridades probaban que el homicidio confesado por una bruja se había cometido
realmente, entonces la jurisdicción correspondía a los tribunales civiles. Pero
en general la junta, que estaba reunida en Granada para tratar un asunto más
importante —la conversión de los moriscos—, se preocupó más de educar a las
brujas que de castigarlas. Así, por ejemplo, acordó por unanimidad, al
referirse a Vasconia, que «ha de haber mucho cuidado de hacerles algunos
sermones en su lengua…», o sea, en vascuence. En
esta misma línea se expresó el teólogo Alfonso de Castro en su Adversus
haereses (1534) en la que se refería a «Navarra, Vizcaya, Asturias, Galicia y
otras partes donde la palabra de Dios pocas veces ha sido predicada. Entre
estas gentes hay muchas supersticiones y ritos paganos, solamente por causa de
la falta de predicadores». Ciertamente, aquellas regiones de la península
Ibérica habían sido escasamente romanizadas, por lo que la expansión del
cristianismo fue tardía y no llegó a todos los rincones de la compleja
orografía del norte peninsular con la misma intensidad. «En la región de
Cantabria, en Vizcaya y en Navarra, se descubrió entre los rudos y semisalvajes
montañeses muchas supersticiones e idolatrías, en tan gran intensidad que el
diablo en forma de macho cabrío era abiertamente adorado por ellos. Se
descubrió que esto había sido practicado en secreto por ellos durante muchos
años… Lo mismo, pero no con tanta intensidad, fue descubierto en otras montañas
de España, en Asturias y en Galicia, y en otras, donde la palabra de Dios
raramente había sido predicada. Entre ellos, hay muchas supersticiones y ritos
paganos, por la única razón de la falta de predicación…».
La
primera consecuencia de la junta de Granada de 1526 fue una carta del 14 de
diciembre de ese mismo año que la Suprema envió a los tribunales de distrito con
instrucciones para abordar «el negocio de la secta de brujos», en las que,
según Carmelo Lisión, «la Suprema desmonta de un golpe el andamiaje mítico
brujesco y coloca el “negocio de la secta” en registro razonable y demostrable:
hay que hacer diligencias para cerciorarse, basarse en hechos concretos, no en
fantasías, buscar la veracidad, no conformarse con lo que puede ser un engaño
ilusorio». En las instrucciones también se decía: «…que por el dicho y
confesión de algunas de estas personas no se deben [subrayado en el original]
prender ni condenar otras personas contra quien digan sus dichos, hasta que se
hagan diligencias y averiguaciones, acerca de estos errores que se mandaron
[por el Consejo] y las que ahora parece que se deben hacer… Con todo cuidado
los inquisidores hagan las diligencias y averiguaciones que sean necesarias de
estas personas que han ido o van a juntarse con las otras... Si van realmente,
como ellas lo confiesan, o si en aquellas mismas noches, que confiesan que van
a aquel lugar, y están con el macho Cabrón, si se quedan en sus casas sin salir
de ellas, lo cual se podrá saber de otras personas de las mismas casas…». Sin
embargo, hubo muchos inquisidores que estaban convencidos de la realidad de la
brujería, como un tal Avellaneda que investigó un nuevo brote en Navarra en 1528,
y que tuvo parte muy activa en la represión llevada a cabo por el Consejo Real
de Navarra que ordenó la ejecución de cincuenta personas por brujería. Para
probar la realidad de las brujas, Avellaneda contó que había realizado un
experimento con una ante veinte testigos. En la medianoche de un viernes le
pidió que se untara con los ungüentos que utilizaba para acudir al aquelarre e
invocara al demonio. Según Avellaneda el diablo apareció y la condujo por el
aire desde una ventana muy alta hasta el suelo, a la vista de todos, y cuando
uno de los testigos al ver lo que estaba pasando se santiguó y pronunció el
nombre de Jesús, la mujer desapareció. Fue capturada por el inquisidor tres
días después a varias leguas de distancia. En una carta de Avellaneda dirigida
al Condestable de Castilla, don Íñigo de Velasco, le explica cuáles son los
signos que indican la existencia de brujas: «Vuestra Señoría ha de creer que
este mal es general, por todo el mundo, y para conocer si hay brujo o bruja en
esas partes mandará Vuestra Señoría recibir información de si algunos panes se
pierden al tiempo que están en flor, y si quedan algunas cabezas si tienen un
grano como de pimienta, y si en tocándole se hace polvo, y si donde esto se
halla hay algunas criaturas ahogadas o cuerpos de sapos. Tenga Vuestra Señoría
por cierto y averiguado que donde esto se halla hay brujos y brujas».
Hacia
1530 hubo dos nuevos brotes de brujería; uno en Cuenca y otro en Toledo. En la
primera ciudad los encausados por la Inquisición confesaron acudir a aquelarres
volando tras invocar a Belcebú y untarse con ungüentos. Allí el demonio, con
ojos bermejos y encendidos, les ordena el robo y la matanza de criaturas y les
promete todo tipo de placeres y riquezas a cambio de renegar de su fe
cristiana. Los encarcelados por el tribunal de Toledo también confesaron que
acudían a aquelarres presididos por Belcebú en forma de macho cabrío, de otro
animal, o de mozo vestido de negro o encarnado. La
consideración de las brujas más como víctimas que como criminales fue
desarrollada también por don Pedro Ciruelo en su libro Reprobación de las
supersticiones y hechicerías publicado en 1530, y que conocerá muchas
reediciones. «El autor —según Joseph Pérez—, pretende ofrecer explicaciones
naturales para las historias extraordinarias. Admite que algunas prácticas
tienen un origen sobrenatural e implican un pacto con el diablo. No obstante,
Ciruelo recomienda a los magistrados que sean indulgentes con las
supersticiones del pueblo». Una posición similar es la que defiende el dominico
y profesor de la Universidad de Salamanca, fray Francisco de Vitoria, quien afirmó
por esas mismas fechas que «apenas se puede creer, en verdad, que esas mujeres
sean transportadas por los aires a parajes solitarios para reunirse con los
demonios. Lo que sucede a las brujas es que al quedarse sin sentido e inmóviles,
creen que han sido llevadas por los aires y que han visto, obrado y
experimentado, cosas que nunca sucedieron en realidad». Los
acuerdos adoptados por la junta de Granada en 1526 marcaron la política de la
Inquisición respecto de la brujería durante los decenios siguientes, por lo que
el Santo Oficio tuvo una participación muy limitada en la caza de brujas.
Además reclamó a los tribunales civiles, mucho más duros en el castigo de las
supuestas brujas —por ejemplo en 1527 y 1528 el Consejo Real de Navarra ordenó
la ejecución de 50 brujas— que la jurisdicción sobre los casos de brujería, y
cuando no lo consiguió, los amonestó para que comprobaran con exactitud las
acusaciones con la misma «diligencia, atención y celo de saber la verdad», que
la Suprema recomendaba a sus propios tribunales. Así, después de que el
tribunal de la Inquisición de Zaragoza quemara a una bruja en 1535, la Suprema
protestó y ya no hubo ninguna otra ejecución en toda su historia. Poco después,
en 1537, la Suprema envió a los tribunales unas instrucciones precisas sobre
cómo actuar en los casos de brujería. Recomendaba asegurarse bien de que los
hechos estaban cabalmente establecidos y de que no existían explicaciones
naturales a los mismos; desconfiar de las denuncias imprecisas; no basar la
acusación exclusivamente en lo que hubieran declarado los presuntos culpables,
especialmente en el caso de las mujeres; que no se enviara a la cárcel a los
débiles mentales; y, finalmente, si a pesar de todas estas precauciones, se
decidiera iniciar el proceso, se debería actuar con indulgencia. Para
asegurarse que esto último se cumplía, ordenó a los tribunales que todos los
casos que merecieran la pena de muerte, fueran trasladados a la Suprema, para
que ésta los juzgara. En
1550 el inquisidor de Barcelona fue destituido por haber ejecutado a siete
brujas el año anterior sin el consentimiento de la Suprema, y eso a pesar de
que había reunido una junta especial de eclesiásticos y juristas para que
resolvieran la misma cuestión que había sido debatida en Granada —«si las
dichas brujas podía ir corporalmente y parecer figuras de animales, como
algunas lo dicen y confiesan»— a lo que la junta respondió que sus miembros «eran
de voto y parecer que estas brujas podían ir corporalmente llevándolas el demonio
y podían hacer los males y muertes que confesaban, y debían ser muy bien
castigadas». El caso había empezado cuando un valenciano de nombre Juan Mallet,
por orden de un tribunal civil fue llevado por varios pueblos de la zona de
Tarragona para que identificara brujas —en el informe de la Inquisición se
decía: «Le traían por los lugares, haciendo salir a la gente de sus casas para
que las viese y dijese cuáles eran brujas, y las que él nombraba sin otra
probanza ni información han sido apresadas»—. Tras la destitución del
inquisidor de Barcelona ya no hubo más procesos contra brujas durante el resto
de la historia de la Inquisición en Cataluña.
En
1556 el Consejo de la Suprema Inquisición anula la sentencia dictada por el
tribunal de Logroño sobre el caso de unas supuestas brujas de Guipúzcoa porque
han sido condenadas sin pruebas suficientes. A mediados del siglo XVI, la fiebre
por la caza de brujas, procedente del Pirineo vasco–navarro llega a Galicia,
aunque allí no alcanza la virulencia vasca. Como todavía no se había instalado
la Inquisición, la persecución de las brujas inicialmente corrió a cargo de las
autoridades y tribunales civiles que encarcelaron a muchas. Aunque hay que
tener en cuenta que, según Carmelo Lisión Tolosana «la bruja gallega reviste
características regionales propias, pues, se trata más bien de hechiceras o
curanderas y adivinas que se sirven de fórmulas, conjuros e invocaciones (a
veces al demonio) para adivinar o sanar a sus clientes. El mito de la bruja
satánica no aparece conformado todavía en la brujería gallega del siglo XVI.
[...] La bruja gallega arranca poder al demonio, al que fuerza a aparecer, a
cambio de un pacto no solo voluntario sino iniciado por ella. Quiere saber,
pronosticar el futuro, curar, adquirir riqueza, es bruja fáustica,
individualista, no de aquelarre». La
creencia en las brujas satánicas también llega a Cantabria en la segunda mitad
del siglo XVI, como lo atestigua una orden de 1575 del Consejo de la Suprema
Inquisición al tribunal de Logroño para que actúe allí. Según Carmelo Lisión,
estas brujas cántabras «están más cerca de las pirenaicas que de las gallegas
en imaginación y comportamiento». Al año siguiente la Suprema envió a dos
inquisidores a investigar una «complicidad» de brujas en las montañas de Burgos,
colindantes con Cantabria. Cuarenta y ocho mujeres confesaron mediante tortura
que eran brujas, pero después se retractaron. La Suprema ordenó que fueran
puestas en libertad. Lo mismo ocurrió en un proceso abierto ese mismo año en
Navarra contra treinta y cuatro supuestas brujas que también quedaron libres. En
conclusión, del análisis de los procesos inquisitoriales se deduce que la
Inquisición española se ocupó relativamente poco de los asuntos de brujería y
que aplicó sentencias benignas. Por ejemplo, en el tribunal de Santiago de
Compostela no llega al siete por ciento el número de causas relacionadas con la
brujería, y de ellas todas, excepto dos, fueron sancionadas con una simple
abjuración. Los tribunales de Toledo y de Cuenca no pronunciaron ninguna
sentencia de muerte por brujería en los 307 procesos que iniciaron por ese
tema, y en muy pocos se aplicó la tortura. En 1591 el tribunal de Toledo no
condenó a muerte a una mujer que confesó el asesinato ritual de varios niños,
sino que recibió doscientos azotes tras abjurar de Leví. Un caso muy conocido,
porque fue mencionado por Cervantes en el Coloquio de los perros, fue el de
Leonor Rodríguez (Camacha de Montilla), que fue condenada por el tribunal de
Córdoba en un auto de fe celebrado el 8 de diciembre de 1572. Había sido
acusada de haber hecho un pacto con el diablo y de «unir y separar corazones»,
pero fue condenada a penas menores: abjuración, doscientos latigazos y una
fuerte multa. También en Córdoba cuatro mujeres son condenadas en 1665 a ser
azotadas públicamente por practicar la magia, después de haber sido paseadas en
mulos con el torso desnudo y un gorro infamante en la cabeza, mientras la gente
les lanzaba cebollas. En cambio los tribunales civiles aplicaron penas mucho
más severas, como el de Vic que entre 1618 y 1620 condenó a 45 brujas. En
Cataluña decenas de brujas fueron ahorcadas en varios pueblos por orden de los
tribunales civiles locales. En
1595 del caso de los brujos del valle de Araiz se encargó el Consejo Real de
Navarra, pues como informó un licenciado «en los negocios de los brujos y brujas…
a parecido no tratar por ahora de estas causas en el Santo Oficio».
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