Para
muchos historiadores modernos, algunas de las decisiones que adoptó el
emperador Constantino marcaron el tránsito del mundo antiguo al medieval.
Constantino gobernó el Impero Romano durante treinta años, hasta su muerte en
Nicomedia (actual Izmir, Turquía) el 22 de mayo de 337. Fundador de
Constantinopla en lo que era la antigua ciudad griega de Bizancio, en la
Iglesia ortodoxa se le venera como santo, y la Iglesia romana le considera un
gran benefactor de los cristianos, religión que legalizó promulgando un edicto
de tolerancia en el año 313 (Edicto de Milán). No obstante, cuando la capital
del Imperio se trasladó de Roma a Constantinopla, en Oriente, se inició una
larguísima decadencia económica de Occidente que marcaría buena parte de la
Edad Media. A los europeos les llevaría casi un milenio recuperar su
protagonismo político e influencia económica en el mundo. Ésta no se produciría
hasta la era de los grandes descubrimientos geográficos y la posterior
colonización de América y otros continentes. Otra
de las decisiones que determinaron la historia de Occidente en los siglos
venideros, fue la refundación del cristianismo como una religión de Estado
adaptada a las necesidades del Imperio, y bajo la apariencia de una nueva
Iglesia institucionalizada, católica —esto es, universal— y romana. Los
cristianos, en adelante, no solo deberían obediencia a Dios, sino al emperador.
Paradójicamente, con el devenir de los siglos, acabaron siendo los monarcas
cristianos quienes tuvieron que rendir obediencia a los papas, herederos de los
antiguos césares, y someterse a su voluntad. Tras
haberse desembarazado de todos sus rivales políticos, Constantino convocó el
primer concilio ecuménico en la ciudad asiática de Nicea (Bitinia, hoy en
Turquía) en 325, que legalizó la práctica del cristianismo en el Imperio Romano
y puso fin a las persecuciones. Se considera que esto fue esencial para la
expansión de esta religión por toda la cuenca mediterránea, y los
historiadores, desde Lactancio y Eusebio de Cesarea, hasta nuestros días,
presentan a Constantino como el primer emperador cristiano, aunque vivió como
pagano y no se bautizó hasta encontrarse en su lecho de muerte. Se dice que sus
colaboradores y allegados le temían tanto, que nadie se atrevió a tocar el
cadáver hasta que hubieron transcurrido siete días desde el óbito.
A
lo largo del siglo III el Imperio Romano había sufrido diversas crisis de variada
índole —económicas, demográficas, pandémicas, políticas y militares— que a
punto estuvieron de destruirlo. A principios del siglo IV, tras alcanzarse una
solución de compromiso, el Imperio estaba dividido en dos mitades, una oriental
y otra occidental, y gobernado por dos emperadores mayores o augustos, y dos
emperadores menores o césares, que eran a su vez los sucesores reconocidos de
los primeros. Diocleciano
y Maximiano eran los augustos, y Constancio Cloro (padre de Constantino) y
Galerio, compartían el poder como césares. El joven Constantino sirvió en la
corte de Diocleciano en Nicomedia tras el nombramiento de su padre como uno de
los dos césares de la tetrarquía en 293. El año 305 marcó el final de la
primera tetrarquía con la renuncia de los dos augustos, Diocleciano y Maximiano.
De esta forma los dos césares accedieron a la categoría de augustos y dos
oficiales ilirios fueron nombrados césares. La segunda tetrarquía quedaba así
formada: Constancio Cloro y Severo II, como augusto y césar respectivamente, en
Occidente, y Galerio y Maximiano en la parte oriental del Imperio, también como
augusto y césar cada uno. Sin
embargo, Constancio Cloro cayó enfermo durante una expedición punitiva contra
los pictos en Caledonia (actual Escocia), muriendo el 25 de julio de 306. Su
hijo Constantino se encontraba junto a él en el momento de su muerte en
Eburacum (actual ciudad de York, Inglaterra), en la Britania romana, donde su
leal general Croco, de ascendencia germana, y las tropas leales a su padre le
proclamaron augusto. Simultáneamente, el césar occidental, Severo II, era a su
vez proclamado augusto por Galerio. Ese mismo año el Senado —según la vieja
fórmula republicana— nombró césar a Majencio, hijo del anterior tetrarca Maximiano,
y este último regresó también a la escena política reclamando para sí el título
de augusto. Comenzó así otro largo período de conflictos y guerras civiles que
se prolongó por espacio de veinte años. Severo fue traicionado por sus tropas; entre
tanto, Constantino y Maximiano concertaban una alianza. Al final del año 307
había cuatro augustos: Constantino, Majencio, Maximiano y Galerio, y un solo
césar: Maximiano. A pesar de la mediación de Diocleciano, que se mantuvo
neutral intentando actuar como árbitro en la disputa, al final del año 310 la
situación era aún más confusa con siete augustos: Constantino, Majencio, Maximiano,
Galerio, Maximiano, Licinio —al que había introducido en la pugna el propio
Diocleciano rompiendo su neutralidad— y Domicio Alejandro, vicario de África que
se había proclamado augusto. Los vicarios eran lugartenientes designados por el
emperador, que les enviaba en su representación a las provincias que no estaban
regidas por un gobernador. Después de las reformas administrativas de
Constantino, se dio el título de «vicario» a los gobernadores de la mayoría de
las diócesis, y ejercían su autoridad en ausencia de sus titulares, los
prefectos del Pretorio. En medio de este entorno convulso comenzaron a
desaparecer candidatos: Domicio Alejandro fue asesinado por orden de Majencio; Maximiano
se suicidó asediado por Constantino, y Galerio falleció por causas naturales.
Majencio
fue relegado por los tres augustos restantes y finalmente vencido por
Constantino en la decisiva batalla del Puente Milvio, en las afueras de Roma,
el 28 de octubre de 312. Una nueva alianza entre Constantino y Licinio selló el
destino de Maximiano que se suicidó tras ser vencido por éste en 313. A partir
de este punto el Imperio quedaba dividido entre Licinio, en Oriente, y
Constantino en Occidente. Tras los enfrentamientos iniciales, ambos firmaron la
paz en Sárdica en 317. Durante este período ambos nombraron césares según su
conveniencia entre los miembros de su familia y círculo de confianza. En el
324, nuevos enfrentamientos terminaron con la victoria de Constantino sobre
Licinio en Adrianópolis y Crisópolis. Constantino
representa el nacimiento de la monarquía absoluta, hereditaria y transmitida por
derecho divino, algo hasta entonces inusual en el Imperio Romano, que siempre
conservó sus estructuras republicanas. Es más, el título de «Imperator»
equivalía al de Generalísimo o Comandante en Jefe de los Ejércitos, no era un
título monárquico. Los primeros emperadores, desde César, fueron dictadores
vitalicios por acumulación de cargos. César y Augusto se convirtieron en
dictadores tras ser reconocidos por el Senado como únicos cónsules. Tradicionalmente,
el consulado había estaba compartido por dos cónsules elegidos por el Senado. En
cualquier caso, la formula monárquica absolutista, sancionada por la Iglesia, e
inaugurada por Constantino el Grande, tendría su continuidad tras la
desaparición del Imperio, a lo largo de toda la Edad Media y, en muchos casos,
hasta el siglo XX. Así, los monarcas medievales lo eran «Por la Gracia de Dios»
y los títulos káiser y zar eran transcripciones derivadas de la palabra césar.
Asimismo, durante el Medievo hubo varios intentos de restaurar el viejo Imperio
Romano bajo la apariencia del Sacro Imperio.
Durante
el reinado de Constantino se introdujeron importantes cambios que afectaron a
todos los ámbitos de la sociedad del Bajo Imperio. Reformó la corte, las leyes
y la estructura del Ejército. Las legendarias legiones romanas desaparecieron y
fueron substituidas por cuerpos de infantería pesada muchos más reducidos y
unidades de caballería, principalmente. Pero, seguramente, Constantino sea más
conocido por ser el primer emperador romano que permitió el libre culto a los
cristianos. Su conversión al cristianismo, de acuerdo con las fuentes oficiales
cristianas, fue el resultado inmediato de un presagio antes de su victoria en
la batalla del Puente Milvio (312). Tras esta visión extática, Constantino
adoptó un nuevo estandarte para marchar a la batalla al que llamaría «Lábaro».
La visión de Constantino se produjo en dos partes: en primer lugar, mientras
marchaba con sus soldados vio la forma de una cruz frente al Sol (Apolo). Tras
esto, tuvo un sueño en el que se le ordenaba poner un nuevo símbolo en su
estandarte, ya que vio una cruz con la inscripción «In hoc signo vinces» («Con
este signo vencerás»). Mandándolo pintar de inmediato en los escudos de sus
soldados, venció a Majencio. En los siglos venideros las cruces figuraron en
los escudos de casi todos los ejércitos cristianos. Se dice que tras estas visiones,
y por el resultado de la batalla del Puente Milvio, Constantino se convirtió de
inmediato al cristianismo. Pero tal vez fue así por razones políticas. Una
buena parte del Ejército romano seguía el culto mitraico, de origen oriental,
aunque es cierto que el cristianismo también había ganado muchos conversos
entre los soldados y oficiales. Había una buena razón para ello: ambas
religiones prometían una vida después de la muerte. Aspecto éste que siempre
despertaba el interés de los militares, que arriesgaban la vida constantemente
en el combate. Se
cree que la influencia de Elena, madre de Constantino, que era una devota
cristiana, fue decisiva para su conversión. No obstante, Constantino, siguiendo
una extendida costumbre de la época, no fue bautizado hasta estar cerca de la
muerte (337), y fue un obispo arriano, Eusebio de Nicomedia, que no católico,
quien le bautizó. Posiblemente, la elección del obispo de Nicomedia fuese un
guiño político hacia los arrianos. El arrianismo había sido condenado por la nueva
Iglesia católica surgida tras el Concilio de Nicea (325), pero eran muchos los
soldados y oficiales, de origen germánico sobre todo, que profesaban esta
doctrina cristiana. Eusebio, además, era amigo de la hermana de Constantino, lo
que probablemente facilitó el indulto y su vuelta desde el exilio para bautizar
al agonizante emperador.
Poco
después de la batalla del Puente Milvio (312), Constantino entregó al papa
Silvestre I un suntuoso palacio que había pertenecido a Diocleciano,
perseguidor de los cristianos, con el encargo de construir una gran basílica
dedicada al culto cristiano. El nuevo edificio se construyó sobre los antiguos
cuarteles de la Guardia Pretoriana, y actualmente se la conoce como Basílica de
San Juan de Letrán. En 324 el emperador hizo construir otra magnífica basílica
en la colina Vaticana, en el mismo lugar donde, según la tradición cristiana,
martirizaron a san Pedro: ésta fue la Basílica de San Pedro. El Edicto de Milán
despenalizó la práctica del cristianismo y se devolvieron las propiedades
confiscadas a la Iglesia. Tras el edicto de tolerancia se abrieron nuevas vías
de expansión para los cristianos, incluyendo el derecho a competir con los paganos
en el tradicional «Cursus Honorum» para acceder a las altas magistraturas del Estado,
y también ganaron una mayor aceptación e influencia dentro de la sociedad civil
en general. También se permitió la construcción de nuevas iglesias y los obispos
y demás clérigos cristianos alcanzaron una importancia decisiva. Tanto fue así
que, envalentonados por las nuevas prerrogativas concedidas por el emperador,
los obispos nicenos (católicos) adoptaron unas posturas agresivas hacia otros
grupos cristianos a los que consideraban heréticos —especialmente los arrianos,
con gran presencia en el Ejército— y empezaron a mostrar un carácter
abiertamente revanchista hacia los paganos que prefirieron seguir fieles a los
antiguos dioses, y no aceptaron bautizarse. Aunque
el cristianismo no se convertiría en «única» religión del Imperio hasta que
Teodosio así lo dispuso con la promulgación del Edicto de Tesalónica en el año
380, Constantino dio un gran poder económico a los cristianos: les concedió
numerosos privilegios y exenciones fiscales, e hizo importantes donaciones a la
Iglesia procedentes de las propiedades confiscadas a sus enemigos políticos, muchos
de ellos paganos. Asimismo, apoyó la reconversión de muchos templos paganos en
iglesias, y dio preferencia a los cristianos en los puestos preeminentes de la
administración del Estado. Como resultado de todo esto, las controversias que
habían existido entre los cristianos desde mediados del siglo II, eran ahora
aventadas en público, y frecuentemente de una manera violenta. Constantino
consideraba que su deber como emperador designado por Dios, era acabar con los
desórdenes religiosos, y convocó el Concilio de Nicea (325) para, según él,
terminar con los cismas doctrinales que dividían a la Iglesia, especialmente el
arrianismo.
Los
historiadores señalan, no obstante, que su principal preocupación era la unidad
del Imperio, recientemente restituida, y que se podía ver nuevamente
resquebrajada debido a estas divergencias religiosas. Muchos consideran que
Constantino «creó» la Iglesia católica confiriéndole su impronta personal, y convencido
de que ésta perduraría mucho tiempo después de su muerte. Los papas lucharon
por la unidad de la Iglesia con tanto ahínco y determinación, como Constantino
lo hizo por mantener la integridad territorial del Imperio Romano, en el que ya
habían empezado a manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad que
habría de ponerle fin un siglo y medio después. En Nicea, el emperador impuso
el dogma de la Santísima Trinidad presionado por los obispos reunidos en el
concilio partidarios del mismo. Uno de los principales motivos de discordia
entre los cristianos, aunque no el único. Por otra parte, los defensores de la
Iglesia católica sostenían que las bases del dogma ya se daban en la Iglesia
primitiva, unos 200 años antes de celebrarse el concilio. Así como la
definición de «católico», término que proviene del griego καθολικός
(katholikós) y que significa «universal». Varias creencias que serían luego
consideradas dogmas de fe en la Iglesia romana, se forjaron durante las
discusiones teológicas habidas en el Concilio de Nicea. Y, aunque la
intervención del emperador haciendo valer su posición fue determinante, el
análisis de las cartas escritas por Constantino, evidencia en ellas una acusada
carencia de formación teológica, por lo que algunos estudiosos descartan la
posibilidad de que el emperador pudiese haber influido en la posterior doctrina
de la Iglesia debido, justamente, a su profundo desconocimiento de la materia
sobre la que se debatía. Además, muchos historiadores se preguntan por qué el
papa Silvestre I no asistió a dicho concilio ecuménico, siendo él el más
adecuado para presidirlo. Por esto algunos especialistas sostienen que el
motivo de su ausencia fue que Constantino estableció en Nicea una nueva
religión sincretizada, mezclando elementos paganos y cristianos, y rompiendo
definitivamente con las fuentes judías de las cuales procedía el cristianismo
original. El resultado final de esta fusión de elementos paganos y judeocristianos
habría sido, según esta teoría, la Iglesia católica romana que ha perdurado,
con escasísimos cambios, hasta nuestros días. Constantino inauguró el Concilio
de Nicea vestido pomposamente, como un auténtico rey–sacerdote, algo totalmente
ajeno a los sobrios usos y costumbres romanos, y más propio de los reyes
orientales. El emperador abrió el concilio con un solemne discurso pronunciado
en griego, y ataviado con unos pesados y vistosos ropones talares adornados con
lujosos brocados hechos en oro y plata. Una imagen que se corresponde más con
la de un papa medieval, que con la de un clásico emperador romano. Entre los
títulos que solían ostentar los emperadores —aunque no todos— estaba el de
«Pontifex Maximus» o sumo pontífice, un vestigio honorífico de la época
republicana a la que los césares jamás concedieron demasiada importancia. Pero
en Nicea, durante el concilio, Constantino ejerció de sumo pontífice a todos
los efectos, tal vez, por primera y única vez en la dilatada historia del
Imperio Romano. Varios años después, el emperador Graciano el Joven (muerto en
383) influenciado por Ambrosio, obispo de Milán, prohibió definitivamente los
antiguos cultos paganos en todo el Imperio. Acto seguido, renunció al título de
«Pontifex Maximus» por considerarlo incompatible con la fe cristiana, apagó el
fuego sagrado del templo de Vesta, y retiró el altar de la Victoria del Senado,
a pesar de las protestas de los últimos miembros paganos del Senado. Como
represalia, Graciano confiscó sus propiedades; prohibió las donaciones
materiales a las Vestales; y abolió otros privilegios que poseían los
sacerdotes y sacerdotisas paganos. En apenas dos generaciones, los cristianos
pasaron de ser perseguidos, a convertirse en implacables perseguidores de los
paganos. El edicto de tolerancia, convirtió a los cristianos en intolerantes
que persiguieron a los paganos con la misma saña con la que éstos les habían
perseguido a ellos.
Habían
existido otros concilios antes que el de Nicea, pero éste fue el primero con
carácter ecuménico universal y contó con la participación de alrededor de 300
obispos, lo que supuso una minoritaria participación si tenemos en cuenta que a
lo largo del Imperio había alrededor de 1.000 obispos. La importancia de aquel
histórico concilio residió en la confección del llamado credo niceno (redactado
en griego, no en latín) que, esencialmente, permanece inmutable en su contenido
casi 1.700 años después de su celebración. Por otra parte, la comunión entre el
Estado y la Iglesia surgida del Concilio, favoreció enormemente la expansión
del nuevo cristianismo católico a través del Imperio con una fuerza inusitada. En
parte, esta espectacular expansión del catolicismo se debió a razones
políticas, pues, al trasladar la capital del Imperio a Oriente, muchas familias
senatoriales romanas vieron en el nuevo clero católico que se estaba
pergeñando, la posibilidad de recuperar en Roma una influencia política que
habían perdido con el traslado de la capitalidad del Imperio. Así se fraguó el
nacimiento de una nueva clase política: el alto clero católico —al que se
adhirieron muchos patricios romanos— y que desempeñaría un destacadísimo papel
en la política europea medieval. En
sus últimos años de vida, Constantino también ejerció como predicador, dando
sus propios sermones en el palacio imperial ante la corte y los invitados
extranjeros. Sus reconvenciones pregonaban el principio de armonía y
coexistencia entre paganos y católicos, aunque gradualmente se volvieron más
intransigentes hacia los primeros y, también, hacia los cristianos que no
aceptaron la ortodoxia católica o nicena. Paralelamente, Constantino fue
eliminando a los funcionarios paganos de los principales puestos de la Administración,
sobre todo en Oriente, lo que favoreció un considerable incremento del poder y la
influencia del clero católico, en detrimento de los paganos y las restantes
confesiones cristianas. En el año 314, inmediatamente después de su
legalización, la Iglesia atacó sin cuartel a los paganos. Envalentonados por la
actitud del emperador, muchos templos paganos fueron destruidos por las turbas
cristianas y sus sacerdotes brutalmente asesinados. Entre los años 314 y 326
miles de paganos fueron asesinados y se promulgaron una serie de disposiciones
que favorecieron al cristianismo católico–niceno —exclusivamente— frente a las
demás confesiones cristianas. Asimismo, los cultos paganos tales como la
aruspicina, el arte de adivinar por medio de las entrañas de las víctimas, y
los sacrificios privados de animales, fueron rigurosamente prohibidos. La magia
también fue perseguida por los cristianos. Los romanos toleraban ciertas artes
consideradas «mágicas» por los cristianos, como las prácticas abortivas, por
ejemplo. Sin embargo, la magia con carácter pernicioso —magia negra— también
estaba proscrita por los romanos. De facto, una de las primeras acusaciones a
las que tuvieron que hacer frente los primitivos cristianos fue la de practicar
la magia negra en sus cementerios. Recuérdese que las catacumbas de Roma eran
antiguos cementerios judíos situados extramuros donde, posteriormente, los
primitivos cristianos celebraban sus rituales litúrgicos.
En
la Antigüedad resultaba difícil establecer la frontera entre «magia» y
«ciencia». Entre los célebres magos egipcios había desde astrónomos a físicos,
al igual que entre los magos partos, babilónicos o caldeos, que solían dominar
varias disciplinas «científicas» según los conocimientos de la época. Las
propias Escrituras nos hablan favorablemente de unos «magos» de Oriente que
acudieron a Belén para adorar al Cristo. Otra de las razones que favorecieron
la espectacular ascensión de la nueva Iglesia católica surgida al amparo del
emperador, fueron las generosas donaciones y exenciones fiscales concedidas al
clero católico. Después, tras la promulgación del Edicto de Tesalónica por
orden del emperador Teodosio en el 380, en Dídima, no tardaron en hacer su
aparición los peores presagios para los paganos: en Asia Menor fue saqueado e
incendiado el oráculo del dios Apolo y torturados hasta la muerte sus
sacerdotes. También fueron desahuciados todos los sacerdotes paganos del monte
Athos, y destruidos sus templos y santuarios. En vísperas de la inauguración
oficial de Constantinopla (330), el propio Constantino mandó saquear todos los
templos paganos de Grecia y trasladar sus más preciados tesoros a la nueva
capital imperial. Muchos de los bellísimos templos de la época clásica fueron
destruidos por la férula de los cristianos, no por la ira de los bárbaros, como
a menudo se nos ha hecho creer. Aquella
actitud partidista hacia los cristianos por parte de Constantino, tuvo efectos
negativos para los que vivían Más Allá de las fronteras orientales de Imperio.
Los reyes sasánidas que gobernaban el Imperio Parto, enemigo secular de Roma, y
que hasta entonces habían dispensado refugio a los cristianos cuando eran
perseguidos, empezaron a verlos como quintacolumnistas cuando la actitud del
emperador romano comenzó a favorecerles. Por este motivo, los cristianos fueron
perseguidos también en Partia. Sin embargo, estos cristianos orientales eran
considerados herejes por los nicenos, y su recibimiento en tierras del Imperio
no fue precisamente caluroso. Entretanto, Constantino retiró su estatua de los
templos paganos, la reparación de estos edificios fue prohibida y los fondos
procedentes de donativos desviados a las arcas de la Iglesia. Se suprimieron
todas las formas de culto y adoración paganos que los cristianos consideraron
«ofensivos» por considerarlos obscenos e idolátricos. No obstante, en la
espectacular reinauguración de Constantinopla celebrada en la primavera del
330, se efectuó una ceremonia híbrida —mitad pagana y mitad cristiana— en el
ágora o plaza del mercado, y se puso una cruz sobre el carro solar del dios Apolo.
Constantino
fue bien conocido por su falta de piedad hacia sus enemigos políticos. Ejecutó
a Licinio, su cuñado, por estrangulamiento en 325, a pesar de que había
prometido públicamente no hacerlo si accedía a rendirse. Un año después,
Constantino ejecutó también a su hijo mayor, Crispo, y unos meses después a su
segunda esposa, Faustina. Crispo era el único hijo que tuvo con su primera
esposa, Minervina, pero circularon rumores sobre una presunta relación
incestuosa entre Crispo y su madrastra, lo que pudo ser la causa de la ira de Constantino,
que vivió el resto de sus días atormentado por haber ordenado matar a su hijo. Algunas
leyes de Constantino, por recomendación de los obispos católicos, mejoraron
considerablemente muchos aspectos de aquella época violenta. Por ejemplo: se
estableció la pena de muerte para todos aquellos recaudadores de impuestos que
abusaran recaudando más de lo autorizado; no se permitía mantener a los
prisioneros en completa oscuridad, sino que era obligatorio que pudieran ver la
luz del día; a un hombre condenado se le podía llevar a morir a la arena, pero
no podía ser marcado en la cara, sino en los pies; los padres que prostituían a
sus hijas, o hijos, eran quemados vivos introduciéndoles plomo fundido por la
boca. Además, los combates de gladiadores fueron eliminados en el 325, aunque
esta prohibición tuvo poco efecto. Se limitaron los derechos de los
propietarios de los esclavos: podían azotar a un esclavo de su propiedad, pero
no podían mutilarle o matarle. La terrible pena de muerte por crucifixión fue abolida
por razones de piedad cristiana, aunque el castigo fue sustituido por la horca. Constantino
continuó con la Reforma introducida por Diocleciano que separaba el poder civil
del militar. Como resultado, generales y gobernadores poseían menos poder que
durante la época de la anarquía militar. Criterios tanto económicos como de
seguridad llevaron a la modificación de la política de defensa del Imperio
durante la primera mitad del siglo IV. Constantino convirtió el viejo sistema
de fronteras fortificadas en un sistema de defensa en profundidad con la
formación de una gran red de acuartelamientos en el interior de la Galia principalmente.
Los motines y levantamientos de tropas, provocados a menudo por el descontento
derivado de las largas separaciones familiares, se redujeron considerablemente.
Por otra parte, los soldados destacados en los puestos avanzados ponían mayor
interés en la defensa de los territorios asignados al ser conscientes de que la
seguridad de sus familias estaba en juego. Constantino disolvió la vieja Guardia
Pretoriana, y en su lugar estableció los «Scholae Palatinae» (escolares);
reclutó cuerpos de caballería de élite, principalmente de origen germánico, y
redujo de 5.000 a 1.000 el número de infantes de la legión tradicional, la
principal unidad de combate del Ejército romano. Este cambio en la política
militar, ahora predominantemente defensiva, perduró hasta la desaparición del
Imperio de Occidente (476) y, quizá, fuese otra de sus causas: el Ejército
romano se fue reduciendo y debilitando paulatinamente. En el siglo V, tanto
los emperadores occidentales como los de Oriente, prefirieron subcontratar a mercenarios
germanos, o sobornar a los invasores que amenazaban las fronteras, en
lugar de financiar el reclutamiento y adiestramiento de tropas regulares. El
servicio militar obligatorio para los ciudadanos romanos fue abolido. Pero, a
la larga, los tributos exigidos por los caudillos bárbaros para no invadir los
territorios del Imperio fueron más onerosos que lo hubiese sido el
mantenimiento de las tropas imperiales. La
cada vez más poderosa e influyente jerarquía eclesiástica entendía que era más útil y perentorio
emplear los recursos del Estado en la construcción de iglesias y monasterios, y
en la celebración de interminables sínodos, que en mantener ejércitos bien armados y adiestrados para
defender las fronteras del Imperio. La Iglesia creía, o hizo creer a los débiles emperadores
del siglo V, que a través de su conversión al catolicismo, los reyes germanos
se convertirían en fieles súbditos del Imperio sin necesidad de someterles por
la fuerza de las armas. Los cristianos siempre antepusieron los intereses de la
Iglesia a los del Imperio. En consecuencia, éste estaba abocado a su extinción.
La falta de recursos en la que se vio sumida Roma al trasladarse la metrópoli a
Constantinopla, en Oriente, donde estaban las provincias más ricas, influyó
también en su decadencia política y en la posterior irrupción de los pueblos
invasores.
Constantino al frente de sus tropas en la batalla del Puente Milvio (312) |
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