Veamos
qué nos cuenta el evangelista Mateo acerca de la resurrección de Jesús: «Pasado el sábado, al
alba del primer día de la semana, vino María Magdalena con la otra María a ver
el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto, pues el ángel del Señor bajó del
cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella.
Era su aspecto como el relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. Los
guardias temblaron de miedo y se quedaron como muertos…» (Mateo, 28, 1-2). Observaremos, en primer lugar que la escena se desarrolla a primera hora de la mañana,
posiblemente en el momento justo en que la guarnición romana abría las puertas
de las murallas de Jerusalén. Habría poca gente por la calle, casi nadie y, en consecuencia,
no era previsible que hubiese demasiadas personas en el cementerio, excepto los
guardianes habituales y los empleados que cuidaban las tumbas. Por supuesto,
hacemos notar al lector que según nuestra teoría, toda la escena se está
desarrollando un año después del primer entierro, cuando María Magdalena, y
la otra María, (¿cuál de ellas?) debían acercarse al osario, la tumba
provisional, para recuperar los restos mortales de Jesús, lavar ritualmente los
huesos y proceder a su definitiva inhumación. Pero
cuando ella (o ellas) llegan, descubren que se les han adelantado. No olvidemos
que Jesús era el jefe de un movimiento con centenares de seguidores. Alguien ya
ha descorrido la piedra del sepulcro utilizando el explosivo y el fulminante.
Eso nos hace pensar en un grupo de varios hombres que podrían, después de
romper los sellos, haber descorrido la piedra circular que servía de puerta al
sepulcro. Posiblemente optaron por ser discretos. En cualquier caso, la piedra
rueda (Mateo, 27, 60; Marcos, 15, 46), y este ligero detalle simplifica aún más
la operación de abertura del sepulcro. Ya no son necesarios tantos brazos. La
operación pudo estar dirigida por Tomás alias «Dídimo-Taoma», el hermano gemelo
de Jesús, sin barba, por eso María le toma por el «hortelano»; carniceros y
hortelanos estaban dispensados de llevarla, y Tomás pone a María, la viuda, al corriente de lo que van a hacer: retirar los huesos para proceder
a su entierro en un lugar más seguro, lejos de Jerusalén, pues temen que la
definitiva tumba de Jesús pueda ser profanada por sus detractores.
Resulta evidente que José de Arimatea no es más que un simple sepulturero, el
guardián del «Jardín de los Muertos», tal vez uno de los capataces o encargados
de la necrópolis, y está al corriente de todo. Pero, insistimos, no hay nada de sobrenatural ni de especial, salvo las medidas de precaución,
evitando las horas punta y las aglomeraciones en el cementerio de otros que
pudiesen ir allí para realizar la misma operación. Nada excepcional. Es
presumible que el capataz del cementerio (el jefe de cuadrilla de los ángeles) tuviese conocimientos suficientes de albañilería y que poseyese
resinas aromatizantes, mirra y bálsamos para proveer a las familias de los
difuntos que acudían a la necrópolis. Asimismo, no tendría nada de extraordinario
que contase con explosivos y fulminantes precisamente para remover piedras y
rocas, pues constantemente estaría enterrando y desenterrando, cerrando y
abriendo tumbas. Y, muy posiblemente, excavando en la roca viva nuevos nichos.
La de Jesús no sería, ni muchos menos, la única tumba comunal que abriría aquel día. En
cuanto a Nicodemo, un sacerdote fariseo, posible simpatizante de Jesús, «pero
en secreto, que no iba a su encuentro sino de noche» (Juan, 3, 1), tal vez
fuese un espía de Jesús en el
Sanedrín, un informante, y en consecuencia, debía actuar con discreción. No obstante, por su
condición de sacerdote, podía muy bien justificar su asistencia y apoyo espiritual a la
familia, y haber oficiado los servicios religiosos en los dos sepelios. Absolutamente
nada de especial o sobrenatural. José de Arimatea (o el propio José ben
Caifás) habría sellado la tumba terminado el primer entierro en el osario, como
era preceptivo. En
cuanto a los guardianes, serían los celadores habituales de la necrópolis, no
es plausible que un año después hubiese todavía soldados romanos vigilando la tumba. Sabían perfectamente que transcurridos tres, máximo cuatro días desde
el óbito, ningún judío se acercaría allí para robar el cuerpo, por miedo a contaminarse. Además, resulta evidente que la explosión debió ser fuerte, quizás más de lo
habitual, y a horas tan tempranas que la hizo aún más ensordecedora, pues la
ciudad aún estaría despertando sumida en el silencio. Motivo por el que los celadores se quedaron como muertos..., aturdidos por la terrible explosión provocada para remover la piedra
del sepulcro. Nada de extraordinario, aparte del ruido. Así
que Tomás y los que le acompañaron, además de las mujeres que se unieron a
ellos después, procedieron en rigor y según las costumbres funerarias judías.
Tomaron uno a uno los huesos, los lavaron como era preceptivo, y los fueron
introduciendo cuidadosamente en un saquito hecho de tela o de lienzo limpio, para
después introducirlos en la caja de piedra. Y realizaron la operación con tanto respeto
y esmero, que tomaron incluso la precaución de doblar el sudario original
manchado de sangre y agua, cosa que un ángel del Señor no habría hecho. Y
obsérvese también, que el sudario original, la síndone o Sábana Santa, se queda
allí, en el sepulcro, doblada en un rincón. No la mandan a Turín ni
a ninguna otra parte. Era un objeto impuro, con el que se había amortajado un
cadáver, soportando todo el proceso de putrefacción durante un año. Nadie, en un entorno exclusivamente judío, la habría
recogido y guardado durante un solo día en su casa.
Además,
este detalle confirma que en el sepulcro hubo, al menos, dos personas efectuando
la exhumación y recogiendo los huesos dado que las bandas estaban en el suelo,
mientras que el lienzo o sudario estaba doblado, con esmero, como lo habría
hecho una mujer, un ama de casa, acostumbrada a plisar ropa y que podría haber
realizado el acto casi de forma involuntaria, inconsciente. Sin embargo, las
bandas que habían servido para fajar y sujetar el cadáver después de la
crucifixión, aparecen en el suelo, donde las habría arrojado un hombre sin más
miramientos, el propio Tomás, o uno de los empleados del cementerio temeroso de contaminarse. Para repasar esta escena es esclarecedor releer a Juan (20,
3-7). Una
vez recogidos y lavados convenientemente los huesos según el ritual hebreo, ya
estaba todo dispuesto para trasladar el pequeño féretro hasta
el lugar elegido para su entierro definitivo, donde los huesos serían
introducidos en la caja de piedra o sarcófago. Pero no olvidemos que Jesús aún tenía enemigos,
por lo que el lugar elegido para su inhumación debía ofrecer ciertas garantías,
con vistas a que la tumba no fuese violada y los restos destruidos. El
traslado de los restos fue facilitado por la exigüidad de la caja de madera, o
tal vez un saco de tela, utilizados para su transporte, pues Jesús, según
parece, no era un hombre de gran envergadura. Debió ser un hombre de baja
estatura para que un asno pudiese servirle de montura, mientras que un hombre
de complexión fuerte, para evitar lo grotesco de la escena, habría montado en
la borrica que estaba allí con el pollino, tal como nos cuentan los evangelios
(Lucas, 19, 35 y Juan, 12, 14).
Así
que Tomás, el hermano gemelo de Jesús que
protagonizó las apariciones de éste después de la pretendida resurrección, y María
Magdalena, su cuñada, toman discretamente el camino de Samaria donde Jesús siempre tuvo amigos, incluso después de muerto. Con el pequeño féretro bien disimulado en una
carreta, Tomás y su cuñada María Magdalena no levantarían sospechas, podían
pasar por ser un matrimonio viajando, lo que no inquietaría a las patrullas
romanas, todo eso no tenía nada de sospechoso. Y aún en el peor de los casos,
si eran registrados y se descubría el pequeño féretro, sólo tenían que explicar
que se dirigían a tal o cual sitio para dar sepultura a los restos de un
querido familiar. Los romanos les habrían dejado pasar sin ningún problema.
Nada hay de misterioso. Aunque si aclara por qué la tumba de Jesús fue venerada en Samaria durante tanto tiempo, más de tres siglos. Pero esto también arroja luz sobre la leyenda según la cual Jesús no murió en la cruz: su hermano gemelo, Tomás, se hizo pasar por él, al menos durante un tiempo. Y, siguiendo los preceptos judíos, Tomás podría haber desposado a la viuda de su hermano. Por cierto, ¿quién es el misterioso hortelano al que María confunde con Jesús?
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