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jueves, 8 de junio de 2017

La resurrección según san Mateo

Veamos qué nos cuenta el evangelista Mateo acerca de la resurrección de Jesús: «Pasado el sábado, al alba del primer día de la semana, vino María Magdalena con la otra María a ver el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto, pues el ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Era su aspecto como el relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. Los guardias temblaron de miedo y se quedaron como muertos…» (Mateo, 28, 1-2). Observaremos, en primer lugar que la escena se desarrolla a primera hora de la mañana, posiblemente en el momento justo en que la guarnición romana abría las puertas de las murallas de Jerusalén. Habría poca gente por la calle, casi nadie y, en consecuencia, no era previsible que hubiese demasiadas personas en el cementerio, excepto los guardianes habituales y los empleados que cuidaban las tumbas. Por supuesto, hacemos notar al lector que según nuestra teoría, toda la escena se está desarrollando un año después del primer entierro, cuando María Magdalena, y la otra María, (¿cuál de ellas?) debían acercarse al osario, la tumba provisional, para recuperar los restos mortales de Jesús, lavar ritualmente los huesos y proceder a su definitiva inhumación. Pero cuando ella (o ellas) llegan, descubren que se les han adelantado. No olvidemos que Jesús era el jefe de un movimiento con centenares de seguidores. Alguien ya ha descorrido la piedra del sepulcro utilizando el explosivo y el fulminante. Eso nos hace pensar en un grupo de varios hombres que podrían, después de romper los sellos, haber descorrido la piedra circular que servía de puerta al sepulcro. Posiblemente optaron por ser discretos. En cualquier caso, la piedra rueda (Mateo, 27, 60; Marcos, 15, 46), y este ligero detalle simplifica aún más la operación de abertura del sepulcro. Ya no son necesarios tantos brazos. La operación pudo estar dirigida por Tomás alias «Dídimo-Taoma», el hermano gemelo de Jesús, sin barba, por eso María le toma por el «hortelano»; carniceros y hortelanos estaban dispensados de llevarla, y Tomás pone a María, la viuda, al corriente de lo que van a hacer: retirar los huesos para proceder a su entierro en un lugar más seguro, lejos de Jerusalén, pues temen que la definitiva tumba de Jesús pueda ser profanada por sus detractores.
Resulta evidente que José de Arimatea no es más que un simple sepulturero, el guardián del «Jardín de los Muertos», tal vez uno de los capataces o encargados de la necrópolis, y está al corriente de todo. Pero, insistimos, no hay nada de sobrenatural ni de especial, salvo las medidas de precaución, evitando las horas punta y las aglomeraciones en el cementerio de otros que pudiesen ir allí para realizar la misma operación. Nada excepcional. Es presumible que el capataz del cementerio (el jefe de cuadrilla de los ángeles) tuviese conocimientos suficientes de albañilería y que poseyese resinas aromatizantes, mirra y bálsamos para proveer a las familias de los difuntos que acudían a la necrópolis. Asimismo, no tendría nada de extraordinario que contase con explosivos y fulminantes precisamente para remover piedras y rocas, pues constantemente estaría enterrando y desenterrando, cerrando y abriendo tumbas. Y, muy posiblemente, excavando en la roca viva nuevos nichos. La de Jesús no sería, ni muchos menos, la única tumba comunal que abriría aquel día. En cuanto a Nicodemo, un sacerdote fariseo, posible simpatizante de Jesús, «pero en secreto, que no iba a su encuentro sino de noche» (Juan, 3, 1), tal vez fuese un espía de Jesús en el Sanedrín, un informante, y en consecuencia, debía actuar con discreción. No obstante, por su condición de sacerdote, podía muy bien justificar su asistencia y apoyo espiritual a la familia, y haber oficiado los servicios religiosos en los dos sepelios. Absolutamente nada de especial o sobrenatural. José de Arimatea (o el propio José ben Caifás) habría sellado la tumba terminado el primer entierro en el osario, como era preceptivo. En cuanto a los guardianes, serían los celadores habituales de la necrópolis, no es plausible que un año después hubiese todavía soldados romanos vigilando la tumba. Sabían perfectamente que transcurridos tres, máximo cuatro días desde el óbito, ningún judío se acercaría allí para robar el cuerpo, por miedo a contaminarse. Además, resulta evidente que la explosión debió ser fuerte, quizás más de lo habitual, y a horas tan tempranas que la hizo aún más ensordecedora, pues la ciudad aún estaría despertando sumida en el silencio. Motivo por el que los celadores se quedaron como muertos..., aturdidos por la terrible explosión provocada para remover la piedra del sepulcro. Nada de extraordinario, aparte del ruido. Así que Tomás y los que le acompañaron, además de las mujeres que se unieron a ellos después, procedieron en rigor y según las costumbres funerarias judías. Tomaron uno a uno los huesos, los lavaron como era preceptivo, y los fueron introduciendo cuidadosamente en un saquito hecho de tela o de lienzo limpio, para después introducirlos en la caja de piedra. Y realizaron la operación con tanto respeto y esmero, que tomaron incluso la precaución de doblar el sudario original manchado de sangre y agua, cosa que un ángel del Señor no habría hecho. Y obsérvese también, que el sudario original, la síndone o Sábana Santa, se queda allí, en el sepulcro, doblada en un rincón. No la mandan a Turín ni a ninguna otra parte. Era un objeto impuro, con el que se había amortajado un cadáver, soportando todo el proceso de putrefacción durante un año. Nadie, en un entorno exclusivamente judío, la habría recogido y guardado durante un solo día en su casa.
Además, este detalle confirma que en el sepulcro hubo, al menos, dos personas efectuando la exhumación y recogiendo los huesos dado que las bandas estaban en el suelo, mientras que el lienzo o sudario estaba doblado, con esmero, como lo habría hecho una mujer, un ama de casa, acostumbrada a plisar ropa y que podría haber realizado el acto casi de forma involuntaria, inconsciente. Sin embargo, las bandas que habían servido para fajar y sujetar el cadáver después de la crucifixión, aparecen en el suelo, donde las habría arrojado un hombre sin más miramientos, el propio Tomás, o uno de los empleados del cementerio temeroso de contaminarse. Para repasar esta escena es esclarecedor releer a Juan (20, 3-7). Una vez recogidos y lavados convenientemente los huesos según el ritual hebreo, ya estaba todo dispuesto para trasladar el pequeño féretro hasta el lugar elegido para su entierro definitivo, donde los huesos serían introducidos en la caja de piedra o sarcófago. Pero no olvidemos que Jesús aún tenía enemigos, por lo que el lugar elegido para su inhumación debía ofrecer ciertas garantías, con vistas a que la tumba no fuese violada y los restos destruidos. El traslado de los restos fue facilitado por la exigüidad de la caja de madera, o tal vez un saco de tela, utilizados para su transporte, pues Jesús, según parece, no era un hombre de gran envergadura. Debió ser un hombre de baja estatura para que un asno pudiese servirle de montura, mientras que un hombre de complexión fuerte, para evitar lo grotesco de la escena, habría montado en la borrica que estaba allí con el pollino, tal como nos cuentan los evangelios (Lucas, 19, 35 y Juan, 12, 14).
Así que Tomás, el hermano gemelo de Jesús que protagonizó las apariciones de éste después de la pretendida resurrección, y María Magdalena, su cuñada, toman discretamente el camino de Samaria donde Jesús siempre tuvo amigos, incluso después de muerto. Con el pequeño féretro bien disimulado en una carreta, Tomás y su cuñada María Magdalena no levantarían sospechas, podían pasar por ser un matrimonio viajando, lo que no inquietaría a las patrullas romanas, todo eso no tenía nada de sospechoso. Y aún en el peor de los casos, si eran registrados y se descubría el pequeño féretro, sólo tenían que explicar que se dirigían a tal o cual sitio para dar sepultura a los restos de un querido familiar. Los romanos les habrían dejado pasar sin ningún problema. Nada hay de misterioso. Aunque si aclara por qué la tumba de Jesús fue venerada en Samaria durante tanto tiempo, más de tres siglos. Pero esto también arroja luz sobre la leyenda según la cual Jesús no murió en la cruz: su hermano gemelo, Tomás, se hizo pasar por él, al menos durante un tiempo. Y, siguiendo los preceptos judíos, Tomás podría haber desposado a la viuda de su hermano. Por cierto, ¿quién es el misterioso hortelano al que María confunde con Jesús?


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