No hay ni un solo
exegeta que no haya reconocido que en la vida de Jesús hay un
vacío oscuro, un periodo del que no se sabe absolutamente nada. Para los
docetas y todos los gnósticos en general, y para Marción el primero, Jesús
aparece de forma repentina, sin que se sepa de dónde viene. Es asimismo en
Cafarnaún donde fijan su primera aparición. Otros la sitúan en el vado del
Jordán llamado Betabara, en el pueblo de Betania. No son pocos los
especialistas que consideren que esos «años oscuros» cubren un periodo de
intensa actividad política claramente orientada a promover la insurrección
contra los romanos. Acerca de ese periodo
desconocido de la vida de Jesús, el rumor que circulaba entre sus
contemporáneos, lo situaba en Egipto, como exiliado político, a partir del año
6 d.C., tras el fracaso de la revuelta del Censo y el consiguiente descalabro
militar sufrido por su padre, Judas de Gamala. La tradición paleocristiana y
los textos apócrifos sostienen que Jesús fue a Egipto con el propósito de estudiar
magia. Hoy en día la palabra está bastante desprestigiada, pero entonces un
mago se asemejaba bastante a los sabios del Renacimiento, o a los ilustrados
enciclopedistas del siglo XVIII, eran hombres con extensos conocimientos en
varios campos, que podían abarcar desde los rudimentos de la medicina y la
cirugía, hasta la alquimia, precursora de la química moderna. En efecto, en todo el
Oriente Próximo existía una tradición sólidamente establecida según la cual
Egipto era la patria de diversas ciencias taumatúrgicas, y no se podía tener
mejor maestro que un egipcio entendido como sinónimo de mago. Para todo
talmudista sincero, experimentado, poseedor de la tradición esotérica de las
Sagradas Escrituras, uno de los tesoros robados a los egipcios cuando tuvo
lugar su salida [o expulsión] de Egipto (Éxodo, 12, 35-36) fue precisamente ese
conocimiento, y los famosos «vasos de oro y de plata» que los israelitas
tomaron sutilmente de las gentes de Egipto la víspera de su partida en masa
hacia la Tierra Prometida no eran otra cosa que las claves (los vasos, los
secretos, los Griales) del doble poder mágico (el oro y la plata), todavía
representado esotéricamente en nuestros días mediante las dos llaves de oro y
plata que figuran en el blasón de los Papas. Del mismo modo que la tiara papal
se inspira en la doble corona de los faraones, e incluso el báculo es una
reproducción casi exacta del que utilizaban los reyes de Egipto en la remota
Antigüedad.
Estas creencias de
origen egipcio estaban tan sólidamente arraigadas en el espíritu de los
antiguos israelitas –egipcios a fin de cuentas–, que todo viajero procedente de
Egipto que entrara en los límites del antiguo Israel, era sometido a un
escrupuloso registro a su paso por la frontera común. Y, en virtud de la palabra
de las Escrituras, a todo aquel que introdujera un tratado cualquiera de magia o hechicería le esperaba como castigo la pena de muerte a partir del momento en que
franqueaba los límites del país de los israelitas: «Que no se encuentre junto a
ti ninguno de aquellos que practique las adivinaciones, el sortilegio, el
augurio, la magia; que practique hechizos, que consulte a los espectros y a los
espíritus familiares, e interrogue a los muertos» (Deuteronomio, 18, 10-11). Por todo esto: «No dejarás
vivir a la que practica la magia…» (Éxodo, 22, 17). El tratado talmúdico
Abhodah Zarah (27B), dice lo siguiente con respecto a la magia: «Vale más
perecer que ser salvado por la magia…» Así pues, para los
judíos, Jesús realizaba sus milagros basándose en sus conocimientos de magia,
que habría aprendido en Egipto. Estos prodigios o milagros que Jesús obraba
no estaban autorizados por las estrictas leyes judaicas de la época. La
práctica de la magia o cualquier tipo de hechicería estaba expresamente
prohibida a los judíos. Del mismo modo que las afirmaciones de María Magdalena
de haber visto a un «espectro» tras encontrar el sepulcro vacío, le habrían
supuesto la pena de muerte por bruja. No obstante, teniendo en
cuenta que Jesús era un transgresor de la Ley, ya fuese ésta la romana o la
judía, admitiremos que practicaba toda una suerte de sortilegios y hábiles
trucos de magia con los que dejaba boquiabiertos a sus paisanos. Muchos
pensaban que Jesús había traspasado una parte de sus conocimientos a sus
discípulos, el caso más conocido es el de Simón el Mago, que según la leyenda
oficial cristiana, pretendió comprarle a Simón-Pedro esos poderes, y emular a
Jesús regresando de la muerte, y murió en un sepulcro enterrado vivo. La
leyenda apócrifa no oficial establece que Simón-Pedro y Simón el Mago fueron la misma
persona. En una época de extrema miseria
e ignorancia cualquier remedio de primeros auxilios que hoy hasta un niño
conoce, suponía un gran avance. Como, por ejemplo, lavarse las manos antes de
comer, o desbridar las costras y pústulas de las úlceras infectadas con agua limpia, preferiblemente hervida. Según los textos
judaicos, por esa misma época –la de Jesús, conocida también como del Segundo Templo– cierto sacerdote llamado Eleazar ben-Hircano, fue acusado de haberse hecho discípulo de Jesús en secreto, pero
fue absuelto, porque los jueces dictaminaron que de no haberse producido algún
tipo de sortilegio o encantamiento por parte de Jesús o sus discípulos, el
piadoso rabino jamás habría abandonado el buen camino, el del judaísmo
ortodoxo, se entiende. Por su filiación, Hircano nos recuerda inevitablemente a Juan Hircano, Rey-sacerdote de Judea de la
familia de los Asmoneos, entre el 134 y el 104 a.C., lo que sugiere que, dada la
influencia y renombre de su familia, fue absuelto sin más. Y llama
poderosamente la atención el hecho de que, al igual que en otros casos que ya
hemos visto, como el de la princesa Salomé, o el de los sacerdotes Nicodemo y José
Arimatea, todos fuesen seguidores de Jesús «en secreto». Lo que sugiere que tal
vez en aquellas reuniones secretas, asumimos que presididas por Jesús, se
impartían enseñanzas taumatúrgicas, o bien que los asistentes a esas reuniones estaban
fraguando alguna conspiración política, más allá de los aspectos meramente
esotéricos e iniciáticos de dichos conciliábulos. Pero, regresando a la
idea que muchos tenían de Jesús, asociándole con las ciencias ocultas, la nigromancia y la
tradición mistérica egipcia, constatamos que esta opinión aún
prevalecía en la comunidad cristiana bien entrado el siglo V. Está demostrado
que los evangelios llamados «de la Infancia», que se componen del
Protoevangelio de Santiago, del Evangelio del pseudo Mateo, de la Historia de
José el Carpintero, además del Evangelio de Tomás, se reparten en fragmentos que
pueden haber sido compuestos, unos a finales del siglo II, y otros ya en el
siglo V. Dos épocas muy distintas y dos maneras absolutamente diferentes de
entender el cristianismo.
Pues bien, en todos los textos citados se nos muestra al Niño Jesús dotado de facultades sobrenaturales,
propias de un «médium» o espiritista, y ya apto para realizar prodigios
extraordinarios, a capricho de sus reacciones infantiles. Se le ve entrar en
una caverna, donde una leona acaba de parir. Y ésta juega y retoza con Jesús y
con los cachorros. Y una palmera se inclina, ante una orden suya, para ofrecer
a María, su madre, los dátiles que desea. Una fuente brota por orden suya, para
apagar la sed de sus padres. En el templo de Hermópolis, en Egipto, las
trescientas sesenta y cinco estatuas de las divinidades menores, se desploman
ante su poder. Cuando juega con la tierra y el agua, de regreso a Judea,
aquellos que pisan o estropean sus frágiles construcciones de barro, caen fulminados a
sus pies, muertos. Modela una docena de pájaros de arcilla, y les da vida con
sólo una palmada. Ante la indignación de
la población, ante el constante abuso que el díscolo niño hace de sus poderes, sus
padres lo encierran en la casa y no lo dejan salir. Entonces, tanto para
hacerse perdonar, como para demostrar su poder, Jesús le devuelve la vida a un
niño al que le había lanzado un hechizo mortal. Lo confían a un preceptor de
edad muy avanzada para que le enseñe a leer. El maestro, al golpear al
jovenzuelo con una varilla de estoraque, cae inmediatamente muerto. Un hecho
confirma en los evangelios canónicos ese carácter rencoroso de Jesús: es el
episodio de la higuera (Mateo, 21, 19 y Marcos, 11, 21), que debería haber dado
higos a Jesús instantáneamente, y fuera de temporada, y a la que maldice por no
haberlo hecho. En todos los textos
apócrifos, el padre de Jesús se llama José, evidentemente. Pero han permanecido
algunos fragmentos que en su día escaparon a los retoques de los copistas de
los siglos IV y V. Entre ellos están, por ejemplo, los siguientes del pseudo
Mateo sobre los hermanos de Jesús: «Cuando José iba a un
banquete con sus hijos Santiago, José, Judas y Simón, así como con sus dos
hijas, Jesús y su madre iban también, junto con la hermana de ésta, llamada
María, hija de Cleofás…» (Evangelio del pseudo Mateo, 42, 1). Continúa: «José envió entonces a
su hijo Santiago para recoger leña y llevarla a casa, y el Niño Jesús le
seguía. Pero mientras Santiago reunía las ramas, una víbora le mordió la mano.
Y como sufría y se moría, Jesús se le acercó y sopló en la herida.
Inmediatamente el dolor cesó y la víbora cayó muerta, y Santiago permaneció
entonces sano y salvo» (Op. cit., 16, 1). En los apócrifos etíopes
encontramos lo mismo. Vemos a Jesús, en su edad madura, comunicando a sus
discípulos fórmulas mágicas extrañas, algunas de las cuales las encontraremos
en los grimorios que todo dabtara o hechicero abisinio debe poseer. Uno de los ejemplos más
claros contundentes de la utilización de esos extraños poderes taumatúrgicos lo
encontramos en los propios evangelios canónicos, en el episodio de la
resurrección de Lázaro (Eleazar). Jesús se acerca a la puerta de la tumba y
pronuncia unas extrañas palabras cuyo significado oculto ha sido motivo de la
incansable búsqueda por parte de muchos nigromantes medievales y aún en épocas
mucho más recientes.
Efectivamente, en los
primeros tiempos del cristianismo, cuando aún podía hablarse de
judeocristianos, los seguidores de la nueva corriente creían a pie juntillas en los
«poderes sobrenaturales» de Jesús y los relacionaban con la
práctica de la magia. Hoy, sin embargo, esta mera sugerencia,
podría herir la sensibilidad de muchos cristianos, católicos, protestantes u
ortodoxos, pero por lo que se desprende de los propios textos canónicos –al
alcance de cualquiera– parece ser que Jesús utilizaba prácticas de hechicería,
algo que estaba expresamente prohibido por la ley mosaica a cuyo cumplimiento
estricto, Jesús, como cualquier judío, estaba sujeto. Lo cual confirma, una vez más, que
Jesús era un transgresor de todos los convencionalismos de la época si esto
podía servir a sus propósitos. Fuesen éstos los que fuesen. En su ingenuidad,
aquellos primitivos creyentes imaginaron que a Jesús le bastaba con dar una
orden para que las «fuerzas ocultas» se pusiesen a su servicio y el milagro se
produjese. Pero esto no era así exactamente. Había matices, y los procedimientos
diferían según la naturaleza del resultado deseado. Analicemos los siguientes
textos: «Cuando hubo partido de
allí, Jesús fue seguido por dos ciegos que daban voces y decían: "¡Hijo de
David, ten piedad de nosotros!" En cuanto hubo llegado a la casa, los ciegos se
le acercaron y Jesús les dijo: "¿Creéis que puedo yo hacer esto?" Respondiéronle: "Sí, Señor". Entonces tocó sus ojos, diciendo: "Hágase en
vosotros según vuestra fe". Y se abrieron sus ojos…». (Mateo, 9, 27). Veamos ahora este texto: «Llegaron a Betsaida, y
le llevaron a Jesús un ciego, rogándole que lo tocara. Tomando al ciego de la
mano, lo sacó fuera del pueblo, y, poniendo saliva en sus ojos e imponiéndole
las manos, le preguntó si veía algo. El ciego miró y le dijo: "Veo hombres,
pero algo así como árboles que andan". Jesús le puso de nuevo las manos sobre
los ojos, y cuando el ciego miró fijamente, fue curado, y vio con toda nitidez».
(Marcos, 8, 22-26). Otro ejemplo más: «Pasando, vio Jesús a un
hombre ciego de nacimiento […]. Y después de haber dicho esto, escupió en el
suelo e hizo un poco de lodo con la saliva. Luego aplicó este lodo sobre los
ojos del ciego y le dijo: "Ve y lávate en la piscina de Siloé". Fue, pues, allí
y se lavó, y regresó viendo claro». (Juan, 9, 1 y 6-7). La piscina de Siloé
estaba situada cerca de una de las puertas de Jerusalén. Era allí donde los
sacerdotes, revestidos con sus túnicas impolutas, sacaban el agua que iban a
utilizar para las purificaciones rituales del Templo. Desde que el profeta
Isaías la había alabado (Isaías, 8, 6) se la tenía por santa, y todavía en la
Edad Media tenía fama entre los musulmanes de dispensar un agua milagrosa. En
efecto, en estos tres milagros se ve que Jesús emplea tres técnicas diferentes: en el primer caso, la fe
incondicional de los ciegos garantizaba el resultado, para lo que basta con
tocar sus ojos. En el segundo caso, pone
su saliva sobre los párpados del ciego, y le impone las manos. Al no ser
satisfactorio el resultado, empieza de nuevo la operación, y por fin el ciego
ve. En el tercer caso
utiliza una vieja receta de farmacopea, por otra parte, bastante conocida en la
Antigüedad. Un códice médico del siglo III, atribuido a Sereno Sammonico,
recomienda la aplicación de una capa de lodo para curar los tumores y úlceras de los
ojos. Pero Jesús añade a ello, a modo de complemento, la inmersión en la
piscina milagrosa de Siloé, o por lo menos el lavado de los ojos enfermos en
esas célebres aguas.
Reparemos ahora en un
caso de exorcismo que nos cuenta Mateo, también ahí se ha empleado una
técnica concreta. Veámoslo: «Entonces se acercaron
los discípulos a Jesús y aparte le preguntaron: "¿Cómo es que nosotros no hemos
podido arrojar a ese demonio?" Jesús les respondió: "A causa de vuestra
incredulidad; porque en verdad os digo que, si tuviereis fe como un grano de
mostaza, diríais a esa montaña: ¡Vete de aquí a allá!, y se iría, y nada os sería
imposible. Pero esta raza de demonios no se puede expulsar sino mediante la
oración y el ayuno…"» (Mateo, 17, 19-21). En primer lugar,
observaremos que existe contradicción. El texto nos dice que nada es imposible
para la fe absoluta y sincera. Pero el mismo texto nos precisa los elementos de
una técnica, ascética y mística, para la obtención del resultado deseado: la
oración y el ayuno. Hay ahí una indiscutible contradicción, ya que la frase
final implica que, según la naturaleza de los demonios, según su especie, debe
utilizarse un procedimiento u otro. Por lo tanto, la fe sola es insuficiente, y
hay que añadirle un soporte psíquico: ayuno, oración, sacramental (aceite,
saliva, lodo, agua, etcétera). Hay otros casos en los
que el análisis debe ser más sutil, más prudente. Así, por ejemplo, en el caso
del poseso de Gerasa. Un hombre está poseído por numerosos demonios. Vive en
lugares deshabitados y en los cementerios, ocultándose en las tumbas. Rompe las
cadenas y los hierros con que le quieren reducir. Jesús viene y ordena a los
demonios que dejen a ese hombre. Ellos le suplican: «…y le rogaban
encarecidamente que no les mandase volver al abismo. Pues bien, había allí una
piara de cerdos bastante numerosa paciendo en el monte, y suplicaron a Jesús
que les permitiese entrar en ellos. Se lo permitió. Y saliendo los demonios del
hombre, entraron en los puercos, y se lanzó la piara por un precipicio abajo
hasta el lago, y se ahogó. Viendo los porquerizos lo sucedido, huyeron y lo
anunciaron en la ciudad y en los campos…» (Lucas, 8, 31-35).
Observaremos, con cierto
estupor, que aquí se nos habla de una piara de cerdos, cuidada o atendida por
sus respectivos porquerizos. La escena tiene lugar en «el país de los
gerasenos, que está frente a Galilea». Es, por lo tanto, la Galaadítide. Pero
¿qué probabilidades hay de que allí se criaran cerdos, animales impuros cuyo
consumo estaba estrictamente prohibido por la Ley, y cuya utilización,
preparación y venta eran, por consiguiente, más que arriesgadas? Por otra
parte, en Gerasa y en toda su región no existe lago alguno. Para evitar este
escollo geográfico se quiso trasladar la escena a Betsaida, a orillas del lago
Tiberíades, antes Genesaret, también conocido como mar de Galilea. Pero
entonces la escena no se desarrolla ya en el país de Gerasa, ni en la
Galaadítide, sino en la Gaulanítide, y a más de ochenta kilómetros volando en
helicóptero desde Gerasa… Una vez más, los escribas y copistas anónimos del
siglo IV, llevados por su piadosa imaginación, escribieron lo primero que les
pasó por la cabeza, sin detenerse a reflexionar y constatar los datos. De hecho, si hacemos una
selección entre los acontecimientos milagrosos cuyo origen es incontrolable,
que los judíos atribuyen a la magia y los cristianos a milagros, vemos que la
vida de Jesús está presidida por tres hechos importantes: El encuentro con
Satanás, el «Enemigo», el «Príncipe de las Tinieblas», en la cima de la Montaña
de la Cuarentena, en el desierto de Judea. Y que repasaremos más adelante. La evocación de Moisés y
de Elías, en la cima del monte Tabor. El diálogo final, poco
antes de su detención en el monte de los Olivos, con un misterioso «padre
celestial» o de «ultratumba». Pues bien, todo esto
constituye una secuencia de operaciones mágicas, prohibidas bajo pena de muerte
por la religión y la ley judaicas. Que en realidad son una misma cosa.
En la escena de la tentación del diablo (Mateo, 4; Marcos, 1; Lucas, 4), Jesús es impulsado por el Espíritu
que se le manifiesta a aislarse durante cuarenta días y cuarenta noches, en la
cima de un monte que ahora se denomina de la Cuarentena, y se precisa
claramente el propósito: para ser tentado allí por el diablo. Sin duda se trata
de una prueba iniciática: el aspirante debe triunfar sobre las fuerzas del
Abismo, si desea obtener el respaldo de las fuerzas del Cielo. Este mismo
episodio se encuentra en la vida de Buda y de todos los grandes taumaturgos.
Después, el triunfador es «asistido por todo el Cielo y obedecido por todo el
Infierno», según la conclusión perfectamente conocida por todos los brujos, nigromantes
y hechiceros. Pero ¿se había tratado
de una invocación, en la cual se emplaza a un espíritu a hacer acto de
presencia, conjurándole mediante rituales y salmodias, y se le obliga a
manifestarse, o por el contrario, ese retiro de cuarenta días, en la soledad y
el ayuno, no preveía intencionadamente la materialización de ese espíritu maligno, sino
que éste compareció de forma inesperada? Ningún texto lo precisa. Por otra
parte, hay que considerar como una exageración evidente el hecho de que Jesús
hubiera permanecido cuarenta días sin beber, en medio de la terrible soledad del
inhóspito desierto de Judea. Es absolutamente impensable que él, ni nadie,
hubiese sobrevivido a la deshidratación, en medio del calor asfixiante y del
aire tórrido del desierto. Fuera lo que fuese el
encuentro con ese «ente infernal» en medio del desierto, no cabe duda
de que este episodio sobrenatural tuvo su importancia en la vida de Jesús. Pero
existe todavía otro detalle, que generalmente suele pasar desapercibido: hubo
un segundo encuentro, uno más, con ese «Príncipe de las Tinieblas». Y éste se
desarrolló inmediatamente antes de su detención, o, todo lo más unos cuantos
días antes. «Y el Señor dijo: "Simón,
Simón, Satanás os ha reclamado para ahecharos como el trigo. Pero yo he rogado
por ti, para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez te hayas convertido,
confirma a tus hermanos…"» (Lucas, 22, 31-32). La Vulgata de San
Jerónimo dice exactamente conversus, que significa transformado, cambiado.
Claro que…, uno que cambia en exceso, acaba traicionando aquello en lo que
creía. Y el término latino de la Vulgata es bastante claro: conversus. ¿Qué es
un converso? Pues uno que abandona su antigua fe, sus ideales, y los cambia por
otros. Luego un «converso» es al mismo tiempo un «apóstata». En el texto de Lucas
(22, 31-32) si lo analizamos sin interpretaciones metafísicas, podemos ver a un
líder exhortando a uno de sus principales colaboradores, para que se mantenga
fiel a sus principios. Sabemos por los evangelios que durante
el juicio al que Jesús es sometido, Pedro estará rondando las inmediaciones de
los juzgados, intentando averiguar qué sucede en el interior, pero al mismo
tiempo, con cuidado de no ser reconocido e inculpado en el mismo proceso, que
acabará siendo por sedición, lo cual conlleva la pena máxima: la muerte por
crucifixión. Y, no olvidemos, que Jesús será precisamente traicionado por otro
de sus colaboradores más cercanos, Judas Iscariote, su sobrino y tesorero del
grupo, al que tradicionalmente se nos ha presentado como un individuo
despreciable al que sólo movía el dinero, pero ya hemos visto en capítulos
anteriores que los hechos que llevaron al arresto de Jesús y a su crucifixión,
formaron parte de una conspiración urdida en parte por los suyos, gente de
dentro como Simón-Pedro y Santiago, hermanos ambos de Jesús. Para concluir diremos
que Lucas, o Lucano, escribió su evangelio en Roma, posiblemente ya en tiempos
de Domiciano, que reinó entre los años 81-97, y que su evangelio es el que nos
muestra al Jesús más violento, el que anima a los suyos a comprar espadas y que
advierte que no trae la paz sino la guerra. Todo un testamento político. Lucas
pretendió veladamente justificar la reacción de Roma. Sobre todo en un
momento complicado para los judeocristianos que viven en Italia, ya que Domiciano
desencadenó una persecución tan virulenta contra ellos, que hizo que en los
antiguos textos cristianos se le llamase Nerón redivivo.
Pero volvamos de nuevo
con las interpretaciones metafísicas a las que fueron tan aficionados los
cristianos gnósticos de los siglos II y III. La segunda gran operación teúrgica
tiene lugar en la cima del monte Tabor; se trata de la célebre escena de la «Transfiguración»;
la encontraremos relatada con todo detalle en Mateo (17), Marcos (9, 2), Lucas
(9, 29), Juan (1, 14), y en la 2Epístola de Pedro (1, 16). «Seis días después, tomó
Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a un monte
alto. Allí se transfiguró ante ellos, brilló su rostro como el sol, y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se le aparecieron Moisés y Elías
hablando con él. Pedro, tomando la palabra, dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bueno es
que estemos aquí! Si quieres, levantaré tres tiendas, una para ti, una para
Moisés, y otra para Elías…" Aún estaba él hablando, cuando una nube
resplandeciente los cubrió. Y he aquí que, una voz procedente de la nube, dijo: "Éste es mi hijo bienamado, en quien tengo mi complacencia, ¡escuchadle!" Cuando oyeron esta voz, los discípulos cayeron sobre su rostro, sobrecogidos de
gran temor. Pero Jesús, acercándose a ellos, los tocó y les dijo: "Levantaos,
no tengáis miedo…" Alzando ellos los ojos, no vieron a nadie, sino sólo a Jesús. Mientras bajaban de la
montaña. Jesús les dio esta orden: "No habléis a nadie de esta visión, hasta
que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos."» (Mateo, 17, 1-9). Observaremos, en primer
lugar, que Jesús invoca explícitamente a dos muertos, ya que Moisés había
muerto en la cumbre del monte Nebo catorce siglos antes. Y en cuanto Elías,
éste vivió en el siglo IX a.C. hasta que «un carro de fuego y unos caballos de
fuego» se lo llevaron al Cielo, ante la estupefacción de su discípulo Eliseo. Si se hubiera tratado de la simple manifestación de su filiación divina, Jesús
podría haberla llevado a cabo en Jerusalén, aunque eso sí, en algún domicilio
particular, en la habitación más alta de la casa, y con cuidado de no ser visto
ni oído por nadie fuera de su entorno. Pero como se trataba de una invocación a
los muertos, ésta debía tener lugar en un sitio apartado, en un lugar desértico,
próximo al cielo, por dos razones. La primera estribaba en el hecho de que
semejantes rituales exigen ser practicados en lugares donde no se pueda ser
sorprendido por la llegada inesperada de extraños. La segunda debido a que,
entre los judíos, no se bromeaba con esas cosas que, de ser descubiertas,
implicaban la pena de muerte en virtud de las Escrituras: Deuteronomio (18, 10-11),
y Éxodo (12, 35-36). De ahí la prudente recomendación de Jesús a los suyos: «No habléis a nadie de
esta visión…» (Mateo, 17, 9). En cuanto a la finalidad
de tal invocación a los muertos, Lucas es quien nos la revela, al decirnos
esto: «Y he aquí que dos
varones hablaban con él, Moisés y Elías, que aparecían gloriosos y le hablaban
de su partida, que había de cumplirse en Jerusalén…» (Lucas, 9, 30-31). De manera que fue para
conocer su destino inmediato por lo que Jesús convocó a Moisés y Elías, los dos
guías esenciales de la historia antigua de Israel. Se supone que toda la puesta
en escena estaría acompañada de un ritual mágico, con salmodias, sahumerios y
potentes alucinógenos a juzgar por el aparente delirio y estado de embriaguez
que denotan los discípulos, y la manifiesta incoherencia de las palabras de
Simón-Pedro, que sueña despierto y quiere levantar tiendas para los espíritus
recién llegados. Porque Lucas, antes, nos dice que «Pedro y sus compañeros
estaban cargados de sueño…» (Lucas, 9, 32), y de Pedro que «no se sabía lo que
decía…» (Lucas, 9, 34). En lo concerniente a la
nube milagrosa, la explicación es muy sencilla. Si uno se sitúa en la cima de
una montaña, en una región con el cielo impecablemente azul, si llega una nube
y el individuo se halla envuelto por dicha nube, al continuar el sol
proyectando sus rayos sobre esa montaña, hará de la nube un magnífico difusor
de luz, y será tal el contraste, que ese individuo, sobre todo si va vestido de
blanco impoluto, parecerá todavía más deslumbrante. Y llegamos ahora a la
última invocación, la que tuvo lugar la misma noche de la detención de Jesús,
en el monte de los Olivos, cerca de Betania, y en el lugar llamado Getsemaní,
que designaba originalmente una prensa de aceite. Veamos el relato de Lucas: «Tras salir se fue,
según su costumbre, al monte de los Olivos, y le siguieron también sus discípulos.
Una vez llegó allí, les dijo: "Orad, para que no caigáis en tentación…" Se
apartó de ellos a una distancia como de un tiro de piedra, y, puesto de
rodillas, oraba: "¡Padre! Si quieres aparta de mí este cáliz… Pero no se haga
mi voluntad, sino la tuya". Entonces se le apareció un ángel del cielo, para
confortarle». (Lucas, 22, 39-44). Sigue: «Después de haber orado,
se levantó, vino a los discípulos y, encontrándolos adormilados por la
tristeza, les dijo: "¿Por qué dormís? Levantaos y orad, para que no entréis en
tentación"». (Lucas, 22, 45). Aquí vamos a plantearnos
una primera pregunta: ¿cómo puede uno dormirse de tristeza? La angustia y la
pena lo que hacen es arrebatar el sueño. Ese «sueño de tristeza», ese sueño
profundo, está producido una vez más por sahumerios, probablemente se trata de
datura stramonium o de beleño, mezclado con gálbano, el helbénâh de los
inciensos del Templo. Porque Jesús ahí está realizando una nueva invocación a
los muertos, pero ahora no convoca a Moisés o a Elías, sino a su padre. ¿Pero a
cuál? ¿A su padre carnal, Judas de Gamala, que llevaba treinta años muerto? La segunda pregunta es
la siguiente: si los discípulos se habían dormido, y si estaba alejado, a la
distancia de un tiro de piedra, ¿cómo se conocen los términos de su diálogo con
su misterioso padre? No por ellos, puesto que
duermen. Tampoco por él, dado que Jesús aún no había terminado de amonestar a
sus discípulos, que, por fin, despiertan de su extraño sueño, cuando los
soldados romanos y los milicianos del Templo, armados con espadas y
cachiporras, conducidos por Judas Iscariote, su sobrino, llegan a la luz de las
antorchas y proceden de inmediato a su arresto. Es a través de un
personaje, del que sólo nos habla Marcos, por quien conocemos esas cosas, y los
detalles son de lo más curiosos: «Y abandonándole,
huyeron todos. Un cierto joven le seguía, envuelto en una sábana sobre el
cuerpo desnudo. Trataron de apoderarse de él, más él, dejando la sábana, huyó
desnudo…» (Marcos, 14, 50-52).
En primer lugar, nos
llama la atención el que en pleno mes de marzo o abril, en Judea, en la cima
del monte de los Olivos, se le ocurra a un joven permanecer allí portando una
sábana por todo vestido, todavía de noche, en las horas más frías, tan frías
que se encenderá fuego en el atrio de Caifás, algunos minutos más tarde, en el
mismo tribunal donde Simón-Pedro renegará de su Maestro. (Juan, 18, 18). Una vez más, una
traducción errónea, o poco acertada, nos jugará una mala pasada, alterando
sustancialmente el sentido de las palabras. No se trata de una sábana en el
sentido literal del término. El latín tardío de la Vulgata de San Jerónimo, texto
canónico oficial de la Iglesia católica, tampoco emplea el término latino
pannus, que significa paño. No se trata de una colcha o cubrecamas, ya que ni
los judíos ni otros pueblos de la región, en esa época, utilizaban esas prendas
de dormitorio. Tampoco los romanos las empleaban, dormían en catres y los
cubrecamas eran de lana o de piel, con un propósito más bien práctico –el de
abrigarse– que decorativo. En realidad, la Vulgata
de San Jerónimo utiliza el término latino sindon, que significa exactamente
sudario. Y un sudario tenía un uso exclusivamente funerario para un judío de
aquella época. Ese joven cubierto son
el sudario es el que representaba el papel de ángel en la mascarada que se
estaba desarrollando en el monte de los Olivos, justo cuando irrumpen los que
vienen a prender a Jesús. Ese joven estaba personificando el papel de ángel
«venido del cielo para reconfortarle» y que nos narra Lucas (22, 39-44). Y es a
través de él que conocemos la plegaria o salmodia que Jesús dirige a «su
padre». Pero ¿cuál era el propósito
de aquel montaje espiritista? Parece ser que reconfortar a Jesús en su misión,
que él no ignora que va a conducirle a una muerte horrible, sin esperanza
alguna de triunfar en su propósito de liberar a los hebreos del yugo de los romanos. Jesús no ignora su
trágico destino, está dispuesto para el sacrificio supremo, pero no está seguro
de la convicción de quienes le rodean, necesita reforzar su determinación. ¿Es ése el motivo por el que organiza la parodia de la invocación del espíritu de
su padre? Jesús es plenamente consciente de las fisuras que hay dentro del
grupo de discípulos, sabe que su fin está próximo, y teme que no se produzca un
relevo, que no haya continuidad en la lucha que debe conducirles a la victoria
final. Es imprescindible convencer a sus seguidores de que cuenta con el apoyo
de fuerzas poderosas, fuerzas tan poderosas que no son de este mundo. Pero los
fanáticos que le rodean no sintonizan en su frecuencia. Sus propios seguidores
habían explotado la superchería entre el pueblo para relanzar el liderazgo de
Jesús hacia un mesianismo más espiritual que político, donde sabían que no
había posibilidades de éxito frente a Roma. Pero otro había llegado ya más
lejos, y lo había traicionado. Judas Iscariote, el hijo de Simón-Pedro, el
sobrino de Jesús, le había vendido a sus enemigos. ¿Con qué propósito?
¿Sucederle al frente del movimiento? ¿Dejar el camino expedito a su padre,
Simón-Pedro? Desde luego, la venganza pudo ser uno de los móviles que empujaron
a Judas a traicionar a Jesús, pues éste le había destituido recientemente como
tesorero por meter la mano en la caja del dinero con demasiada asiduidad. Quizás
Judas confiaba en que, una vez desaparecido Jesús, el liderazgo mesiánico
pasase al hermano de éste, que no era otro que su padre, Simón-Pedro, y que éste le restituyese en el
cargo de tesorero. Sabemos, pues así nos los corroboran los evangelios, que
Pedro se desentiende de Jesús cuando es arrestado, del mismo modo que Jesús se
desentendió de Juan el Bautista cuando fue arrestado por orden de Herodes Antipas.
Pero sabemos por los
propios evangelios que Simón-Pedro está cerca del tribunal al que Jesús es
conducido, pendiente de cómo se desarrollan los acontecimientos. Pero ¿qué
temor anidaba en su corazón? ¿Temía tal vez que si Jesús quedaba libre sus planes
se fuesen al traste? En tal caso, cabría ir más lejos y preguntarse entonces si
no fue el propio Simón-Pedro quien organizó la conjura para entregar a Jesús, y
el papel de Judas Iscariote, su hijo, fue el de un mero ejecutor, un «cabeza de
turco» finalmente sacrificado para que el secreto sobre el auténtico alcance de
la «traición» quedase «oculto». De otro lado, el
arresto de Jesús en el monte de los Olivos no fue tan pacífico como se nos ha
hecho creer. A Jesús no le rodeaban sólo los cándidos y bobalicones apóstoles
de la tradición cristiana, había con él una muchedumbre armada considerable. La prueba
de ello es que iban para proceder a su arresto la Cohorte romana de Veteranos y
los milicianos del Templo. Se produjo una batalla campal y es posible que el propio
Jesús detuviese la refriega viendo que los suyos iban a ser masacrados en
aquella lucha desigual. En cualquier caso, una vez se hubo producido la
detención de Jesús, los demás discípulos y seguidores aprovechando la oscuridad
de la noche y la escasa luz de las antorchas, se fundieron en las sombras de la
noche y desaparecieron. Algunos, quizá para siempre, los que consideraban que
sin Jesús, sin «mesías» el «mesianismo» se había acabado. Estaban muy equivocados,
y Saulo-Pablo se lo demostraría años después. Pero Jesús no sólo se
enfrentaba a un proceso político con los romanos acusado de sedición, los
tribunales religiosos judíos también tenían causas pendientes contra él. Era
público y notorio que Jesús había utilizado las ciencias prohibidas de los hechiceros
para convocar a los muertos y a los espíritus malignos. Además había realizado exorcismos para expulsar a los demonios que atormentaban
a varios posesos, en presencia de numerosos testigos: «Pero los fariseos
replicaban: "Por medio del Príncipe de los Demonios expulsa a los demonios…"»
(Mateo, 9, 34). También: «Los maestros de la ley llegados de Jerusalén decían que Jesús estaba poseído por Belcebú, el príncipe de los demonios, con cuyo poder los expulsaba. Entonces Jesús los llamó y los interpeló con estas comparaciones: "¿cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Si una nación se divide contra sí misma, no puede subsistir. Tampoco una familia que se divida contra sí misma puede subsistir. Y si Satanás se hace la guerra y actúa contra sí mismo, tampoco podrá subsistir; habrá llegado su fin.» (Marcos, 3, 22-26). Más adelante añade: «Esto lo dijo Jesús contra quienes afirmaban que estaba poseído por un espíritu impuro.»
(Marcos, 3, 30). Jesús está al corriente de la jerarquía entre los demonios; los sacerdotes hablan de Belcebú, pero Jesús atribuye a Satanás el liderazgo sobre todos los demonios.
En el episodio de la
mujer adúltera parece utilizar un procedimiento mágico, bien de adivinación o
bien de purificación: «Jesús, inclinándose,
escribía con su dedo en la tierra. Como ellos insistieron en preguntarle, él,
incorporándose, les dijo: "El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la
piedra el primero…" (se sobreentendía que se refería a la piedra de la
lapidación, castigo que se aplicaba a las mujeres adúlteras según la Ley)».
(Juan, 8, 6-7). Aquí se trataba
probablemente de una consulta geomántica. Todavía en nuestros días en algunos
países del Magreb y del Próximo Oriente algunos videntes practican consultas
similares mediante una técnica adivinatoria denominada darb-el-remel, o «arte
de la arena». Con ayuda de unos dibujos geométricos trazados en la arena se
obtienen figuras con valor de oráculo, cuyo número es invariablemente de
dieciséis, y que, supuestamente, dan la respuesta a la pregunta formulada. Podía haberse tratado
también de un procedimiento de «desprendimiento» psíquico particular. Se trazan
sobre la arena o la tierra determinados diagramas mágicos, se hace pasar al
sujeto en cuestión por encima, y éste queda liberado, ya que el espíritu
maligno, fuente del mal, no puede soportar el paso por encima de los caracteres
sagrados. Éste es, asimismo, el origen de los tatuajes protectores que aún hoy
lucen muchos chamanes de culturas ancestrales. La indulgencia que Jesús
demuestra hacia las mujeres adúlteras o las prostitutas, viene justificada, en
primer lugar, a que era un hombre de mundo, había viajado y vivido en
Alejandría, en el Egipto helenizado de costumbres refinadas y más mundanas que
la provinciana y mojigata Judea, y en segundo lugar, esa tolerancia hacia las
mujeres adúlteras vendría justificada por la presencia de varias de ellas en su
genealogía particular y, por extensión, si se repasan las Escrituras, veremos
que el Antiguo Testamento está repleto de infidelidades, incestos y crímenes
pasionales. Tenemos a Tamar, que en Génesis (38, 12-19) se ofrece sexualmente a su suegro, Judá hijo de Jacob, en
una encrucijada de caminos, sin que él la reconozca, para conseguir casarse
después con él. Luego está Rahab, la prostituta de Jericó, una doble agente,
que oculta a los espías enviados por Josué, que pretende conquistar la ciudad que finalmente acabará sucumbiendo a la ira
de Dios. Por ese motivo Rahab salvará su vida (Josué, 2, 1 y ss.; 6, 17 y ss.);
después se casa con Salmón, hijo de Naasón, príncipe de Judá, y será madre de
Booz (Mateo, 1, 5). Tenemos a continuación a Ruth, esposa de Majalón, y luego
mujer de Booz; ésta era de origen moabita, raza originada por el incesto entre
Lot, borracho, y sus dos hijas, circunstancia que debería haber privado a Ruth
el acceso a una familia judía tradicional (Ruth, 1, 4 y ss.; 2, 2 y ss.; 3, 9 y
ss.; 4, 5 y ss.; y Mateo, 1, 5).
Volviendo al asunto de
las curaciones milagrosas, o mágicas, según se prefiera, diremos que en los evangelios
también se recoge un fracaso terapéutico de Jesús. Veámoslo: «Hallándose Jesús
en Betania, en casa de Simón el Leproso, se acercó a él una mujer con un frasco
de alabastro…» (Mateo, 26, 6). Pues bien, se trataba de
la casa de su querido amigo Lázaro, o Eleazar, que es su nombre hebreo, quien
no es otro que Simón el Leproso, aunque a veces, donde se dice «leproso»,
debemos entender «impuro». No es el caso de Simón y, una vez más, los copistas
anónimos utilizaron la sencilla treta de utilizar diferentes nombres para un
mismo personaje, en esta ocasión para «ocultar» un sonado fracaso. Jesús no
pudo curar a pesar de toda su ciencia y poderes al padre de su amigo Lázaro
[Eleazar], hermano de Marta y María, quienes le ofrecían invariablemente
hospitalidad cuando él se encontraba en Jerusalén. Y el
bueno de Simón, siguió leproso hasta el fin de sus días. Pero no queremos
despedirnos de Lázaro sin hacer algunas observaciones interesantes que se
desprenden de una lectura detenida de Juan: «En aquel tiempo, un cierto Lázaro, de Betania, la aldea de María y de
Marta, su hermana, había caído enfermo. (María era la que ungió al Señor con
perfume y le enjugó los pies con su cabellera: el enfermo era su hermano
Lázaro). Las hermanas le mandaron recado a Jesús, diciendo: "Señor, tu amigo
está enfermo". Jesús, al oírlo, dijo: "Esta enfermedad no acabará en la muerte,
sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea
glorificado por ella". Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se
enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo
entonces dijo a sus discípulos: "Vamos otra vez a Judea". Los discípulos le
replican: "Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y vas a volver
allí?" Jesús contestó: "¿No tiene el día doce horas? Si uno camina de día, no
tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche, tropieza,
porque le falta la luz". Dicho esto añadió: "Lázaro, nuestro amigo, está
dormido: voy a despertarlo". Entonces le dijeron sus discípulos: "Señor, si
duerme, se salvará". Entonces Jesús les replicó claramente: "Lázaro ha muerto,
y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y
ahora vamos a su casa". Entonces Tomás, apodado el Mellizo, dijo a los demás
discípulos: "Vamos también nosotros, y muramos con él". Cuando Jesús llegó,
Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén:
unos tres kilómetros; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para
darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió
a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús: "Señor,
si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo
lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá". Jesús le dijo: "Tu hermano
resucitará". Marta respondió: "Sé que resucitará en la resurrección del último
día". Jesús le dice: "Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí,
aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para
siempre. ¿Crees esto?" Ella le contestó: "Sí, Señor: yo creo que tu eres el
Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo". Y dicho esto, fue a
llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja: "El Maestro está ahí, y te
llama". Apenas lo oyó, se levantó y salió a donde estaba él: porque Jesús no
había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había
encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa consolándola, al ver que
María se levantaba y salía deprisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro
a llorar allí. Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus
pies diciéndole: "Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano".
Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban,
sollozó y muy conmovido preguntó: "¿Dónde lo habéis enterrado?" Le contestaron: "Señor, ven a verlo". Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: "¡Cómo lo
quería!" Pero algunos dijeron: "Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego,
¿no podía haber impedido que muriera éste?" Jesús, sollozando de nuevo, llegó a
la tumba. (Era una cavidad cubierta con una losa). Dijo Jesús: "Quitad la losa". Marta, la hermana del muerto, le dijo: "Señor,
ya hiede, porque lleva ahí cuatro días". Jesús le dijo: "¿No te he dicho que,
si crees, verás la gloria de Dios?" Entonces quitaron la losa. Jesús,
levantando los ojos a lo alto, dijo: "Padre, te doy gracias porque me has
escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me
rodea para que crean que tú me has enviado". Y dicho esto, gritó con voz
potente: "¡Lázaro, ven afuera!" El muerto salió, los pies y las manos atadas con
vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: "Desatadlo y dejadle andar". Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había
hecho Jesús, creyeron en él.» (Juan 11, 1-45).
Jesús está convencido de que la enfermedad de Lázaro no supondrá su
muerte. Posiblemente sabía que su lepra no era aún lo suficientemente grave
para que se produjese el fatal desenlace. Podemos imaginar a Lázaro como un
hombre relativamente joven y vigoroso. Aunque no se encuentra lejos de la casa de su amigo (apenas a unos 3
kilómetros) la misma casa donde tantas veces ha ido a pernoctar saliendo por la
tarde de Jerusalén. Permanece todavía dos días donde estaba. No parece que le
importe demasiado. Pero tal vez esa aparente desidia no fuese tal y viniese
determinada por el hecho de que temía una emboscada. En el texto se habla de
judíos. ¿Quiénes podían ser? Pues posiblemente Jesús ya sabía o intuía que se
estaba tramando una conjura contra él, de ahí la advertencia de algunos de los
discípulos. Después, Jesús asegura que Lázaro está dormido, y un poco más adelante
afirma que se salvará. Para acabar reconociendo que ha muerto y que se alegra.
Todo esto es un poco confuso. Parecen retazos de diferentes conversaciones en
diferentes momentos. De lo contrario, el texto de Juan nos ofrece un perfil muy
mezquino de Jesús, que parece desear la muerte de su amigo para que así sea
mayor su lucimiento al resucitarle. Más adelante los judíos –suponemos que los discípulos o seguidores– comentan extrañados cómo ha curado a un ciego y ha dejado morir a un querido
amigo. Parece ser que todos asumen, sin ningún género de dudas, que Jesús es
perfectamente capaz de derrotar a la muerte, gracias a sus poderes, ya sean éstos de naturaleza celestial o procedan del mundo de ultratumba. Después tenemos una observación muy interesante que Juan pone en
labios de Marta; la hermana mayor de Lázaro advierte a Jesús, cuando éste
quiere abrir la tumba, que el cuerpo hiede, pues ya lleva ahí [en la tumba u
osario] cuatro días. En este episodio de la resurrección de Lázaro, Jesús invoca una vez
más a los muertos al dirigirse a su misterioso Padre y vuelve a contravenir
todas las leyes mosaicas.
Previamente, el episodio de la evocación de Moisés y Elías en la cima
del monte Tabor, ya había sellado fatalmente el destino de Jesús. Hasta ese
momento había sido, después de su padre, Judas de Gamala, llamado también «Gabriel, el Héroe de Dios», un digno
caudillo. Tal vez un Hamlet mesiánico, el hijo de un padre muerto. Sus
seguidores, sus amigos, sus hermanos «carnales»,
le llamaban Señor (adonaï) un título que guarda una curiosa similitud fonética
con el Adonis (dios) siriofenicio. Pero Jesús, al internarse en el pantanoso jardín de la magia y el
mundo sobrenatural de los espíritus, decidió su fatal destino como fallido mesías de Israel. Tal vez por esto, algunos de los suyos, encabezados por
Simón-Pedro, o por su hijo Judas, qué más da, decidieron desembarazarse de él porque se
había vuelto molesto para todo el mundo: los zelotes estaban defraudados por su
forma de llevar la lucha; los sacerdotes, disgustados por sus constantes y
graves quebrantamientos de la ley mosaica, y tampoco le perdonaban su asalto al
Templo en el famoso episodio de «la expulsión de
los mercaderes». Por su parte, Herodes Antipas estaría encantado de librarse de un
enemigo al que él consideraba incómodo y peligroso para sus intereses. Poco después de esa extraña ceremonia, realizada en presencia de Simón-Pedro,
Santiago y Juan (serán los mismos que le acompañarán en la invocación de
Getsemaní), Jesús ya no será el mismo. Habrá comprendido, sólo él, que el
mesianismo político, terrenal, no tiene futuro. Tal vez, a fuerza de invocar a los muertos, alguna fuerza sobrenatural
se apoderara de él, o él creyó que así fue. De todos modos, a partir de ese
momento, Jesús se cree imbuido por una entidad poderosa, que no es de este
mundo, esa entidad se llama Elías. ¿Qué tiene de extraño? Jesús se inspira en
un personaje de su mitología nacional. Pero, sin saberlo, ha llegado tarde.
Para las legiones romanas, el ejército más poderoso de la tierra, esa entidad
ya existe: su nombre es Mitra y es infinitamente más poderoso que Elías o Yahvé, el solitario
dios de una nación derrotada. De ese fenómeno de «posesión» psíquica, Jesús es
perfectamente consciente. De ahí la frase, teñida de desengaño, que dirige a
Simón-Pedro: «En verdad te digo: cuando eras joven te ceñías e ibas a donde tú
querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus manos, otro te ceñirá y te
llevará a donde tú no querrás ir…» (Juan, 21,
18). Y en el Gólgota (o en los Olivos), clavado en la cruz de la infamia,
será a Elías a quien se dirigirá: «Hacia la hora
nona, exclamó Jesús con voz fuerte: "¡Eli, Eli, lama sabachtani…"» (Mateo, 27, 46). Los escribas y copistas anónimos que borronearon los evangelios canónicos no dejan de traducirlo por «¡Dios mío! ¡Dios mío!
¿Por qué me has abandonado?» (Mateo, 27, 47). Pero
los judíos que asistieron a la crucifixión y que lo oyeron, no se equivocaban
cuando dijeron, sobrecogidos por el pánico: «Está llamando a
Elías…» (Mateo, 27, 48).
Algunos exegetas y lingüistas especializados en lenguas muertas,
consideraron que esa frase era fenicio, y significaba: «¡Señor! ¡Señor! Las tinieblas… Las tinieblas…», lo cual tenía su explicación, dado que se trataba de un moribundo cuya
visión iba apagándose poco a poco, o que, a causa de una alucinación provocada
por la pérdida de sangre y el dolor intenso, creyese divisar en su agonía
figuras fantasmales o seres de pesadilla en sus últimos instantes de vida. En
todo caso, lo atribuyeron a las alucinaciones del
subconsciente de un hombre que agonizaba en la cruz. Pero, ¿por qué hablaba Jesús en fenicio, y no en arameo, en sus
últimos momentos de vida? Es posible que esas últimas palabras de Jesús, las pronunciase en el
idioma que las pronunciase, tal como vimos ya en otro capítulo, tuviesen un
significado muy distinto al que se nos ha hecho creer… Desde luego, no estaba
perdonando a sus verdugos.
Jesús convierte el agua en vino en las bodas de Canaán. ¿Su propia boda? |
Buen, artículo, sin embargo estaría mucho mejor con algunas referencias...
ResponderEliminarChaval, dices muchas barbaridades, todas vergonzosas, como un cateto que no sabe comportarse ante el Rey y su Corte creyendo que él está al mismo nivel. Estás hablando del Rey del Universo que no sólo está vivo sino que Él es la Vida, y lo ve todo al detalle, también lo que tu escribes con puntos y comas. No sé qué estrafalario retorcimiento de tu mente te lleva a retar a Dios, pero te aconsejo que abandones esa actitud de absoluta ridícula prepotencia.
ResponderEliminarI came upon this article because of the picture within it. I do not read Spanish, so I had to translate the article. But when I did translate, the first thing that happened is that the Holy Spirit (God) warned me about the contents of the article. And as I read I could indeed see that this article has nothing to do with the truth of God and of Holy Scripture, but is a thorough distortion of the truth, which comes via many of Satan's own sources of knowledge, and various religions which he has created.
ResponderEliminarThis is a grand lie for those who do not know God, but do know Satan and his angels - evil which masquerades as light, as angels of light- bringing supposedly more advanced knowledge to the earth, for humans to study. However, all that they bring is vast and complex information to impress the human mind into submission. A deception that works on most people.
In other words, if you believe this version of Jesus and the remainder of the Biblical characters to be true, you are deceived by evil and your soul's existence is in danger of perishing. That is guaranteed, for all who do not come to Jesus, as Jesus has instructed men to come to Him, in the Bible. The entirety of the New Testament holds those instructions, and they are preserved and state precisely how. God's way is not the way of Satan, Satan continually tries to hijack God's truth and to pervert it. And this article is a prime example of that.
I firmly stand together with Miguel and his post, which exposes the severe lies of this article.
As the Lord is coming soon, I advise the author to cast away all of his teachings from Satan, the magic and occult, the New Age, Satanism, and mysticism, and to seek God as a child seeks its parents. Then and only then will you inherit the Kingdom of God. It is quite simple, but people would rather believe the sweet half-truths of demons, then the pure truth of the Creator. And that is tragic.