Entonces apareció
Artemisa con una risita maliciosa. Se reía de Aura porque caminaba lentamente,
con paso pesado, como es propio de las mujeres embarazadas, ya no corría con el
paso del viento como antaño. ¿Y qué sería de Aura sin la ligereza de sus pies? Le preguntó también
qué regalos le había dejado Dionisos, su esposo. ¿Le había dado tal vez unos
sonajeros para que jugaran sus niños? Después desapareció. Aura siguió
caminando sin rumbo fijo. Pronto sintió los terribles dolores del parto. Fueron
larguísimos. Mientras Aura sufría lo indecible, Artemisa apareció una vez más
para burlarse de ella con palabras crueles. Nacieron dos gemelos. Dionisos se
sentía orgulloso, pero temía que Aura los matara. Llamó entonces a la cazadora
Nicea: también a ella la había engañado con el vino, la había forzado mientras
dormía, la había abandonado, y también ella había parido una hija: Teleté, la
«iniciación», la «última realización».
Para un dios, la
repetición es una señal de grandeza, el sello mismo de la divinidad.
Entonces Nicea, aquella doncella resplandeciente que había hecho manar chorros
de sangre de la garganta de un pastor bondadoso e inocente, sólo porque se
había atrevido a dirigirle unas palabras lisonjeras, vivía como una pobre
anciana amarrada a su telar. (¿Tendría que haberle dado a ella el huso de
Ariadna?) Pero entonces Nicea podría comprobar que su suerte era compartida por
otra infeliz mujer. Podría consolarse, dijo Dionisos, porque se daría cuenta de
que ahora pertenecía al canon divino. Pero su papel no había terminado: debía
llegar a ser cómplice del dios en sus fechorías, ayudarle a salvar por lo menos
uno de los gemelos que Aura estaba por matar. El mundo entero, incluso el que
se extendía más allá de los bosques de la Hélade, el que está hecho de templos,
de naves que surcan los mares y de ciudades con sus mercados, esperaba dos nuevas criaturas: una
era la propia hija de Nicea, Teleté; la otra era uno de esos gemelos en manos
de Aura, enloquecida por el dolor y la ira. ¿Por qué no aceptaba su destino sin
más?
Aura, mientras tanto,
alzó a los dos recién nacidos al cielo, al viento que la había empujado a lo
largo de su vida, y los dedicó a las brisas. Quería que se rompieran. Ofreció
los dos recién nacidos a una leona famélica para que los devorara. Pero en la
cueva entró una pantera negra: lamió con ternura los cuerpos de los dos
infantes y los alimentó, mientras dos serpientes protegían la entrada de la
cueva. Aura agarró entonces a uno de los dos hijos, lo arrojó al aire y, cuando
cayó en el polvo, se le echó encima para despedazarlo. Artemisa, aterrorizada,
intervino: agarró al otro hijo y, llevando por primera vez en su vida un niño
en brazos, huyó al bosque.
Aura se encontró de
nuevo sola. Bajó a las orillas del Sangario, arrojó arco y carcaj al río, y
después se zambulló. Las olas cubrieron su cuerpo. De sus senos manaba agua. El
recién nacido superviviente fue entregado por Artemisa a Dionisos. El padre
tomó en sus brazos a los dos pequeños, nacidos de las dos doncellas estupradas
en el suelo, y los llevó a los santos lugares de los Misterios. También
Artemisa estrechó al niño entre sus pechos de virgen. Después lo entregó a las
Bacantes de Eleusis. Para quien tenía la suerte de verle, la vida se tornaba
feliz. Los demás no sabían qué era la felicidad.
Para Dionisos se había
acabado el tiempo de los vagabundeos y de las conquistas furtivas. Quedaba la dura ascensión al Olimpo. Ariadna regresaba todavía, de vez en cuando, a sus
pensamientos. Depositó en la montaña sagrada una guirnalda en su memoria. Luego
se sentó a la mesa de los Doce. Su asiento estaba al lado del de Apolo.
El primer amor de
Dionisos fue un bello efebo. Se llamaba Ámpelo y siempre jugaba con el joven dios y los
Sátiros en las orillas del Patolo, en Lidia. Dionisos contemplaba sus largos
cabellos sobre el cuello, la luz que emanaba su cuerpo mientras salía del agua.
Se ponía celoso cuando le veía luchar con un Sátiro y sus pies se entrelazaban.
Entonces quiso ser el único en compartir los juegos de Ámpelo. Fueron dos
«atletas eróticos». Se revolcaban por el suelo, y Dionisos se regocijaba cuando
Ámpelo le derribaba y se montaba sobre su vientre desnudo. Después se limpiaban
el polvo y el sudor de la piel en el río. Inventaban nuevas competiciones y llaves de lucha.
Ámpelo vencía siempre. Se coronó con una sarta de serpientes, como veía hacer
al amigo. Y también le imitaba cuando vestía una túnica manchada. Aprendía a
tratar con familiaridad osos, leones y tigres. Dionisos le animaba, pero una
vez le previno: no tienes por qué temer a fiera alguna, guárdate sólo de los
cuernos del toro despiadado.
Cierto día, Dionisos
estaba a solas cuando vio una escena que le pareció un presagio. Un dragón
cornudo apareció entre las rocas. Llevaba en el lomo el cuerpo desnudo de una
doncella. Lo arrojó sobre un altar de piedra y hundió un cuerno en el cuerpo
inerme. La piedra quedó empapada en medio de un charco de sangre. Dionisos
observaba y sufría, pero al sufrimiento se mezclaba una irreprimible risa, como
si su corazón estuviera dividido en dos. Después encontró a Ámpelo y siguieron
vagando, siempre de caza. Ámpelo se divertía tocando una flauta de caña, y
tocaba muy mal. Pero Dionisos no se cansaba de elogiarle, porque
mientras tocaba le miraba con lascivia los torneados muslos. A veces, Ámpelo
recordaba la advertencia de Dionisos con respecto al toro, y cada vez le era
más incomprensible. Ahora conocía todas las fieras, y todas eran sus amigas:
¿por qué debía rehuir al toro? Y un día, mientras se hallaba solo, encontró un
toro entre las rocas. Estaba sediento, y le colgaba la lengua. El toro bebió,
después miró al muchacho, luego eructó, y una baba viscosa le asomó por la
boca. Ámpelo intentó acariciarle los cuernos. Confeccionó una fusta de junco y
una especie de brida. Apoyó sobre el lomo del toro una piel coloreada y lo
montó. Por unos instantes sintió una ebriedad que ninguna fiera le había
producido antes. Pero Selene, celosa, le observaba desde lo alto y le envió un
tábano. El toro, nervioso, comenzó a galopar, escapando de aquel aguijón
odioso. Ámpelo ya no controlaba a la bestia. Una última sacudida le arrojó al
suelo y se oyó el sonido seco de su cuello al romperse. El toro le arrastraba
ensartado en uno de sus cuernos, que se hundía cada vez más en la carne.
Dionisos descubrió a
Ámpelo ensangrentado en el polvo, pero todavía hermoso. Los Silenos, en
círculo, iniciaron sus fúnebres lamentos. Pero Dionisos no podía acompañarles.
Su naturaleza no le permitía verter lágrimas. Sin embargo, decidió gozar una
última vez del cuerpo aún caliente del bello efebo. Cuando se hubo aliviado, pensó
apesadumbrado que no podía seguir a Ámpelo al Hades, porque era un dios inmortal:
pero juró sobre el cadáver del muchacho matar con su tirso a la estirpe entera
de los toros. Eros, que había adoptado el aspecto de un hirsuto Sileno, se
acercó para consolarle. Le dijo que la punzada de un amor sólo podía curarse
con la punzada de otro amor, y que mirara a otra parte en adelante. Cuando
cortan una flor, el jardinero planta otra en su lugar. Sin embargo, Dionisos
lloraba por Ámpelo sin derramar una sola lágrima. Era la señal de un acontecimiento que cambiaría su
naturaleza, y la naturaleza del mundo entero.
En ese momento las
Horas se apresuraron hacia la casa de Helios. Se preanunciaba una escena nueva
en la rueda celeste y Selene se había vengado de Dionisos por sus muchas
afrentas a las mujeres. Afrentas que aún no había cometido, pero que muy pronto
cometería. Pues con el bello Ámpelo había muerto también su inocencia.
Artemisa es una diestra cazadora |
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