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miércoles, 16 de agosto de 2017

La venganza de Artemisa

Entonces apareció Artemisa con una risita maliciosa. Se reía de Aura porque caminaba lentamente, con paso pesado, como es propio de las mujeres embarazadas, ya no corría con el paso del viento como antaño. ¿Y qué sería de Aura sin la ligereza de sus pies? Le preguntó también qué regalos le había dejado Dionisos, su esposo. ¿Le había dado tal vez unos sonajeros para que jugaran sus niños? Después desapareció. Aura siguió caminando sin rumbo fijo. Pronto sintió los terribles dolores del parto. Fueron larguísimos. Mientras Aura sufría lo indecible, Artemisa apareció una vez más para burlarse de ella con palabras crueles. Nacieron dos gemelos. Dionisos se sentía orgulloso, pero temía que Aura los matara. Llamó entonces a la cazadora Nicea: también a ella la había engañado con el vino, la había forzado mientras dormía, la había abandonado, y también ella había parido una hija: Teleté, la «iniciación», la «última realización».
Para un dios, la repetición es una señal de grandeza, el sello mismo de la divinidad. Entonces Nicea, aquella doncella resplandeciente que había hecho manar chorros de sangre de la garganta de un pastor bondadoso e inocente, sólo porque se había atrevido a dirigirle unas palabras lisonjeras, vivía como una pobre anciana amarrada a su telar. (¿Tendría que haberle dado a ella el huso de Ariadna?) Pero entonces Nicea podría comprobar que su suerte era compartida por otra infeliz mujer. Podría consolarse, dijo Dionisos, porque se daría cuenta de que ahora pertenecía al canon divino. Pero su papel no había terminado: debía llegar a ser cómplice del dios en sus fechorías, ayudarle a salvar por lo menos uno de los gemelos que Aura estaba por matar. El mundo entero, incluso el que se extendía más allá de los bosques de la Hélade, el que está hecho de templos, de naves que surcan los mares y de ciudades con sus mercados, esperaba dos nuevas criaturas: una era la propia hija de Nicea, Teleté; la otra era uno de esos gemelos en manos de Aura, enloquecida por el dolor y la ira. ¿Por qué no aceptaba su destino sin más?
Aura, mientras tanto, alzó a los dos recién nacidos al cielo, al viento que la había empujado a lo largo de su vida, y los dedicó a las brisas. Quería que se rompieran. Ofreció los dos recién nacidos a una leona famélica para que los devorara. Pero en la cueva entró una pantera negra: lamió con ternura los cuerpos de los dos infantes y los alimentó, mientras dos serpientes protegían la entrada de la cueva. Aura agarró entonces a uno de los dos hijos, lo arrojó al aire y, cuando cayó en el polvo, se le echó encima para despedazarlo. Artemisa, aterrorizada, intervino: agarró al otro hijo y, llevando por primera vez en su vida un niño en brazos, huyó al bosque.
Aura se encontró de nuevo sola. Bajó a las orillas del Sangario, arrojó arco y carcaj al río, y después se zambulló. Las olas cubrieron su cuerpo. De sus senos manaba agua. El recién nacido superviviente fue entregado por Artemisa a Dionisos. El padre tomó en sus brazos a los dos pequeños, nacidos de las dos doncellas estupradas en el suelo, y los llevó a los santos lugares de los Misterios. También Artemisa estrechó al niño entre sus pechos de virgen. Después lo entregó a las Bacantes de Eleusis. Para quien tenía la suerte de verle, la vida se tornaba feliz. Los demás no sabían qué era la felicidad.
Para Dionisos se había acabado el tiempo de los vagabundeos y de las conquistas furtivas. Quedaba la dura ascensión al Olimpo. Ariadna regresaba todavía, de vez en cuando, a sus pensamientos. Depositó en la montaña sagrada una guirnalda en su memoria. Luego se sentó a la mesa de los Doce. Su asiento estaba al lado del de Apolo.

El primer amor de Dionisos fue un bello efebo. Se llamaba Ámpelo y siempre jugaba con el joven dios y los Sátiros en las orillas del Patolo, en Lidia. Dionisos contemplaba sus largos cabellos sobre el cuello, la luz que emanaba su cuerpo mientras salía del agua. Se ponía celoso cuando le veía luchar con un Sátiro y sus pies se entrelazaban. Entonces quiso ser el único en compartir los juegos de Ámpelo. Fueron dos «atletas eróticos». Se revolcaban por el suelo, y Dionisos se regocijaba cuando Ámpelo le derribaba y se montaba sobre su vientre desnudo. Después se limpiaban el polvo y el sudor de la piel en el río. Inventaban nuevas competiciones y llaves de lucha. Ámpelo vencía siempre. Se coronó con una sarta de serpientes, como veía hacer al amigo. Y también le imitaba cuando vestía una túnica manchada. Aprendía a tratar con familiaridad osos, leones y tigres. Dionisos le animaba, pero una vez le previno: no tienes por qué temer a fiera alguna, guárdate sólo de los cuernos del toro despiadado.
Cierto día, Dionisos estaba a solas cuando vio una escena que le pareció un presagio. Un dragón cornudo apareció entre las rocas. Llevaba en el lomo el cuerpo desnudo de una doncella. Lo arrojó sobre un altar de piedra y hundió un cuerno en el cuerpo inerme. La piedra quedó empapada en medio de un charco de sangre. Dionisos observaba y sufría, pero al sufrimiento se mezclaba una irreprimible risa, como si su corazón estuviera dividido en dos. Después encontró a Ámpelo y siguieron vagando, siempre de caza. Ámpelo se divertía tocando una flauta de caña, y tocaba muy mal. Pero Dionisos no se cansaba de elogiarle, porque mientras tocaba le miraba con lascivia los torneados muslos. A veces, Ámpelo recordaba la advertencia de Dionisos con respecto al toro, y cada vez le era más incomprensible. Ahora conocía todas las fieras, y todas eran sus amigas: ¿por qué debía rehuir al toro? Y un día, mientras se hallaba solo, encontró un toro entre las rocas. Estaba sediento, y le colgaba la lengua. El toro bebió, después miró al muchacho, luego eructó, y una baba viscosa le asomó por la boca. Ámpelo intentó acariciarle los cuernos. Confeccionó una fusta de junco y una especie de brida. Apoyó sobre el lomo del toro una piel coloreada y lo montó. Por unos instantes sintió una ebriedad que ninguna fiera le había producido antes. Pero Selene, celosa, le observaba desde lo alto y le envió un tábano. El toro, nervioso, comenzó a galopar, escapando de aquel aguijón odioso. Ámpelo ya no controlaba a la bestia. Una última sacudida le arrojó al suelo y se oyó el sonido seco de su cuello al romperse. El toro le arrastraba ensartado en uno de sus cuernos, que se hundía cada vez más en la carne.
Dionisos descubrió a Ámpelo ensangrentado en el polvo, pero todavía hermoso. Los Silenos, en círculo, iniciaron sus fúnebres lamentos. Pero Dionisos no podía acompañarles. Su naturaleza no le permitía verter lágrimas. Sin embargo, decidió gozar una última vez del cuerpo aún caliente del bello efebo. Cuando se hubo aliviado, pensó apesadumbrado que no podía seguir a Ámpelo al Hades, porque era un dios inmortal: pero juró sobre el cadáver del muchacho matar con su tirso a la estirpe entera de los toros. Eros, que había adoptado el aspecto de un hirsuto Sileno, se acercó para consolarle. Le dijo que la punzada de un amor sólo podía curarse con la punzada de otro amor, y que mirara a otra parte en adelante. Cuando cortan una flor, el jardinero planta otra en su lugar. Sin embargo, Dionisos lloraba por Ámpelo sin derramar una sola lágrima. Era la señal de un acontecimiento que cambiaría su naturaleza, y la naturaleza del mundo entero. 
En ese momento las Horas se apresuraron hacia la casa de Helios. Se preanunciaba una escena nueva en la rueda celeste y Selene se había vengado de Dionisos por sus muchas afrentas a las mujeres. Afrentas que aún no había cometido, pero que muy pronto cometería. Pues con el bello Ámpelo había muerto también su inocencia.

Artemisa es una diestra cazadora



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