En el Siglo de Oro continua la poderosa influencia de La
Celestina. Es el caso de Lope de Vega con la bruja-hechicera Gerarda de La
Dorotea (1632) o con la de Fabia de El caballero de Olmedo. Pero la visión de
la brujería no se agota con el personaje de Celestina sino que el mismo Lope de
Vega y otros autores dramáticos, como Vélez de Guevara con El diablo está en
Cantillana, ofrecen otras versiones. De las obras literarias del siglo XVII,
Julio Caro Baroja destaca aquellas que abordaron en tono burlesco y satírico el
tema de la brujería difundiendo así el escepticismo sobre la realidad de las
brujas, especialmente entre las clases cultas. También las destaca Carmelo
Lisión que llega a una conclusión más rotunda: «La literatura en general, y el
teatro en particular, narcotizan las notas satánicas de la bruja vasconavarra y
la esfuman en simple ironía y diversión placentera en unas pocas décadas. De
esta manera el entremés sustituye al auto de fe. [...] De esta forma, y poco a
poco, la figura de la bruja quedó reducida a un pelele carnavalesco en un
teatro de guiñol, a un espantapájaros hueco en un campo sin fruto». Uno de los primeros en retratar a las brujas con humor fue
Cervantes en El coloquio de los perros. Uno de los perros describe los hábitos
de una bruja andaluza que había sido su ama, y que le había contado que había
estado en un valle de los montes Pirineos, en una gira de la que le decía:
«...[vamos] muy lejos de aquí, a un gran campo, donde nos juntamos infinidad de
gente, brujos y brujas, y allí nos da de comer [el Diablo] desabridamente, y
pasan otras cosas, que, de verdad, y en Dios y en mi ánima, que no me atrevo a
contarlas, según son sucias y asquerosas, y no quiero ofender tus castas
orejas…».
En el capítulo primero de El Buscón de Francisco de Quevedo,
el protagonista alude de forma burlesca a su madre que era alcahueta, bruja y
hechicera. Más sarcástico aún se muestra Quevedo en el entremés La endemoniada
fingida, en el que un amigo y el marido de la supuesta endemoniada, disfrazados
de demonios, apalean a un viejo que pretendía seducirla haciéndose pasar por
exorcista, o en El aguacil alguacilado, como lo muestra el siguiente fragmento:
«Mas dejando esto, os quiero decir que estamos [los demonios] muy sentidos de
los potajes que hacéis de nosotros, pintándonos con garras sin ser averruchos;
con colas, habiendo diablos rabones; con cuernos, no siendo casados... Remediad
esto, que poco ha que fue Jerónimo Bosco allá, y preguntándole por qué había
hecho tantos guisados de nosotros en sueños, dijo que porque no había creído
nunca que había demonios de veras». Abundan también las obras teatrales en las
que se muestran enredos en los que participan demonios, duendes, brujas,
hechiceras, espíritus, astrólogos o endemoniados, como en el Entremés de los
diablillos de Francisco de Castro o Duendes son alcahuetes y El espíritu
folleto de Antonio de Zamora. En el Entremés famoso de las brujas de Moreto y
en el Entremés de las brujas de Francisco de Castro, se llegan a parodiar hasta
los aquelarres. Luis Vélez de Guevara en el El diablo cojuelo (1641) hace
decir a don Cleofás, en lo alto de la torres de San Salvador de Madrid: «Vuelve
allí y mira con atención cómo se está untando una hipócrita a lo moderno para
hallarse en una gran junta de brujas que hay entre San Sebastián y
Fuenterrabía, y a fe que nos habíamos de ver en ella si no temiera el riesgo de
ser conocido del diablo que hace de cabrón, porque le di una bofetada a mano
abierta en la antecámara de Lucifer sobre unas palabras mayores que tuvimos...».
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