El 19 de octubre de 1469, Isabel, heredera del trono de
Castilla, contrae matrimonio con Fernando, hijo y heredero de Juan II de
Aragón. Isabel contaba 19 años y la unión no fue un acuerdo dinástico impuesto desde
arriba. Isabel, haciendo caso omiso de la oposición de su hermano, el monarca
reinante Enrique IV, y rechazando a sus pretendientes portugueses, franceses e
ingleses, decidió personalmente casarse con Fernando y pudo imponer su criterio
gracias a una gran determinación y sentido político. El futuro de España se habría de construir sobre los
frágiles cimientos de este matrimonio. Fernando e Isabel, que heredaron unos
reinos diferentes y hostiles entre sí, quebrantados por las luchas sociales y
políticas, dejaron a sus sucesores de la casa de Habsburgo los elementos
necesarios para la creación de un Estado–nación unido, pacificado y más
poderoso que ningún otro en Europa. Pocos habrían augurado tan favorables
perspectivas en 1469. Dado que existía entre ellos parentesco de consanguinidad
y se habían casado sin la aprobación papal —aunque con una dispensa tramada en
España— desde el punto de vista canónico vivían en pecado y no tardaron en ser
excomulgados. Además, debían tener en cuenta la feroz hostilidad de Enrique IV,
lleno de resentimiento por las intrigas aragonesas entre sus súbditos rebeldes
y partidario de una alianza castellana con Portugal o Francia. Por otra parte,
había quienes apoyaban los derechos de sucesión de la hija de Enrique IV, Juana
la Beltraneja, cuya legitimidad estaba en disputa pero a quien el rey
castellano reconoció como heredera. La joven pareja, alejada de Castilla por
rebelde, poco podía esperar de Aragón. Es cierto que Juan II había alentado su
matrimonio con la esperanza de mejorar su posición, amenazada por la rebelión
de Cataluña y la hostilidad de Francia, aunque estas preocupaciones le
impidieron prestarles ayuda efectiva. Pero incluso si sobrevivían para reclamar
su herencia, ¿merecía ésta el esfuerzo?
Las guerras civiles habían determinado que los dos reinos se
vieran sumidos en una situación de ruinosa anarquía. Cataluña había debilitado
a la Corona de Aragón en el curso de una guerra con su monarca que se había
prolongado durante diez años (1462–1472), intensificando su propia decadencia
económica y perdiendo una parte de su territorio, que pasó a manos de Francia.
En Castilla, donde la guerra civil tuvo una duración aún más prolongada
(1464–1480), la agresiva aristocracia no solo desafiaba a la Corona sino que la
controlaba. La autoridad real, personificada en el enfermizo y degenerado
Enrique IV, apodado «el Impotente» (de ahí la disputa en torno al derecho
sucesorio de Juana) y cuya efigie fuera expulsada a puntapiés del trono por un
grupo de nobles rebeldes encabezados por el arzobispo de Toledo, no podía caer
más bajo. Fernando e Isabel supieron sobrevivir a las tormentas de la política
peninsular para conseguir la legitimación de su matrimonio, el trono de
Castilla a la muerte de Enrique IV en 1474 y la unión de las coronas de
Castilla y de Aragón cuando Fernando sucedió a su padre en 1479. Solo los
reinos de Navarra y de Granada quedaron fuera de la unión, aquélla como reino vasallo
de Francia y ésta como el último reino musulmán de Taifas. Portugal —cuyo
monarca había contraído nupcias con Juana la Beltraneja, apoyaba sus derechos y
aspiraba todavía a apartar a Castilla de los reinos orientales de la Península— el rey portugués fue decisivamente derrotado en la batalla de Toro en 1476.
Los dominios de los Reyes Católicos —título que les
otorgaría más tarde su protegido de la familia Borja o Borgia, el papa
Alejandro VI— contaban ahora con un gobierno único bajo una misma Dinastía. Dado
que España carecía de tradición de unidad y de las instituciones que dieran
expresión a esta unidad, el éxito de ese gobierno dependía de la voluntad de
los dos soberanos para cooperar. Por el acuerdo de Segovia de 1475, Isabel
quedó a cargo del gobierno interno de Castilla, mientras que Fernando se
especializaba en la política exterior y ambos participaban en la administración
de justicia. Sin embargo, este acuerdo formal tuvo menos importancia que el
entendimiento personal que presidió sus relaciones. Cada uno de los dos
soberanos participaba activamente en los asuntos de los reinos del otro, en
ocasiones conjuntamente, a veces por separado, pero generalmente de mutuo
acuerdo. A Isabel le disgustaba que se hablara de ella sin mencionar también a
su esposo y la costumbre de hacer referencia a todas sus decisiones y
actuaciones como correspondientes «al rey y la reina» llevó al cronista
Hernando del Pulgar a satirizar esa manida fórmula comenzando de esta guisa un
capítulo imaginario de su historia del reinado: «En tal día y a tal hora
parieron Sus Majestades». Pero, de hecho, la coincidencia de ambos en los
asuntos políticos, junto con su buena disposición a seguir los consejos del
otro, hacía difícil atribuir a uno de los dos las ideas o medidas políticas. El
único criterio que guiaba su acción era la búsqueda de las mejores soluciones
para sus problemas respectivos.
En consecuencia, el hecho de que Castilla se convirtiera en
el socio dominante no fue fruto de un nacionalismo exacerbado, sino que contaba
con el apoyo total de Fernando y es expresión del realismo del rey y no de los
prejuicios de la reina. Los Reyes Católicos han sido vistos por la
historiografía tradicionalista como figuras providenciales que consiguieron una
unificación en todos los ámbitos: político, territorial, ideológico y
religioso, a pesar de lo forzada que a algunos historiadores revisionistas
parezca esta interpretación. Desde el punto de vista geográfico, Castilla
contaba con la ventaja de su posición central, de la extensión de su
territorio, tras veces mayor que la de la Corona de Aragón y sus reinos
integrantes, Cataluña, Valencia y Mallorca, y de su superioridad demográfica,
con 4,3 millones de habitantes de una población total de 5,2 millones. Estos
hechos, junto con la pobreza de los estados del este peninsular, otorgó a
Castilla la posición de líder natural de la unión y la convirtió en la base de
las operaciones de la Corona española, tanto más cuanto que sus leyes e
instituciones no limitaban la acción real con los obstáculos que existían en
los reinos orientales. El rey de Aragón no planteó, por tanto, objeción alguna a la
supremacía castellana, antes bien, trabajó por ella con mayor ahínco que la
propia reina Isabel. En las capitulaciones matrimoniales había jurado residir
de forma permanente en Castilla y no salir de ella sin el acuerdo de su esposa.
Gobernaba, pues, sus reinos por medio de virreyes y a partir de 1494 con la
ayuda del Consejo de Aragón, una institución nueva que, a pesar de que todos
sus miembros eran representantes de Aragón, Cataluña y Valencia, tenía su sede
permanente en Castilla, donde se hallaba bajo la influencia directa de la
Corona y de la corte. La supremacía de Castilla se reflejó también en la
expansión de su lengua y en el renacimiento de su cultura. El castellano era ya
el vehículo de expresión escrita de los vascos y el uso literario del gallego
desapareció prácticamente a partir del siglo XV. Por su parte, el catalán, la
más sólida de las lenguas románicas después del castellano, sobrevivió en el
uso popular e incluso como lengua oficial, pero retrocedió rápidamente como
medio de expresión literaria ante la lengua de Castilla. En Cataluña, y más aún
en Valencia, el castellano adquirió preponderancia entre los hombres de letras
y el brillante florecimiento de la literatura española de la Edad de Oro se
produjo en lengua castellana. Pero la influencia de la lengua no se detenía
ahí, sino que era también considerada como un instrumento de expansión
política, como se puede apreciar en el pensamiento de una de las figuras más
destacadas del Renacimiento español, el humanista y filólogo Antonio de
Nebrija. En el elocuente prólogo de su gramática castellana, que dedicó a la
reina Isabel, Nebrija expresa su convicción de que «siempre la lengua fue
compañera del Imperio». En la Península, la tendencia a utilizar el castellano
como lengua común era ya fuerte, y la lengua de Castilla era la lengua de la
autoridad y, por tanto, un elemento de unificación. Otro lo sería la religión
católica.
Así, tras el fin de la guerra de Granada en 1492,
inmediatamente se afrontó lo que se percibía como un grave problema: la
convivencia entre judíos y conversos, lo que se creía daba pie al mantenimiento
de prácticas judaizantes. La expulsión de los judíos de España fue vista como
una solución, y una oportunidad de incrementar las conversiones, cosa que se
produjo solo en menor medida. La situación de los musulmanes que habían quedado
en Granada protegidos por las condiciones de la capitulación y la política
apaciguadora del confesor real, el primer obispo de la ciudad, fray Hernando de
Talavera, se vio alterada por la presión ejercida por el nuevo confesor, el
cardenal Cisneros. Tras el edicto de 1502 no podía quedar en territorio español
nadie que no fuera cristiano. Los bautismos masivos obtenidos con pocos
miramientos originaron para las siguientes generaciones el problema morisco,
que no se solucionó con su dispersión por el interior del Reino tras la
rebelión de las Alpujarras y solo acabó con la expeditiva solución que se dio
en 1609: la definitiva expulsión de los moriscos. En vísperas del descubrimiento de América, la mayor parte de
los súbditos de los Reyes Católicos se consideraban todavía castellanos,
aragoneses, catalanes y valencianos, más que españoles. Pero todos se sentían
«cristianos». En cierto sentido no podía ser de otra manera, pues Fernando e
Isabel dieron a España un gobierno único pero no una administración común. En
este sentido, una Inquisición de nuevo cuño, bien diferente de la medieval, y
que se convirtió en una de las pocas instituciones comunes al conjunto de
reinos hispánicos, tuvo un papel trascendental en la configuración de la
sociedad española a partir de 1492. Clérigos de fuerte personalidad la fueron
conformando, como Tomás de Torquemada —confesor de la reina Isabel— o Pedro
Arbués, el primer inquisidor de Aragón, asesinado por los judíos mientras
rezaba en la catedral, a pesar de ir protegido con yelmo y armadura. La planta
de los tribunales cubría el territorio de un modo más racional que las propias
diócesis, y la tupida red de tribunales hacía llegar su influjo hasta el último
rincón.
La unión de las Coronas de Castilla y de Aragón era
personal, no institucional, y cada reino conservó su identidad y sus leyes. A
pesar de que ostentaban los títulos de «reyes de Castilla, de León, de Aragón y
de Sicilia», Fernando e Isabel eran, ante todo, soberanos de sus propios reinos
más que monarcas de España, hecho que quedaría perfectamente patente a la
muerte de Isabel, cuando Fernando tuvo que abandonar Castilla y los dos reinos
volvieron a llevar una trayectoria separada durante algún tiempo. Las
diferencias institucionales se expresaban en la existencia de sistemas
jurídicos y de Cortes separados para Castilla y Aragón. Incluso en la Corona de
Aragón había Cortes separadas para los distintos reinos componentes: Cataluña,
Valencia y Aragón. En Castilla, además del sistema jurídico castellano, existía
el de las provincias Vascongadas, que tenían también su propio régimen
consuetudinario y, tras la anexión de Navarra en 1512, el del reino de Navarra.
Estas decisiones se veían reforzadas por las barreras aduaneras existentes
entre los diversos reinos, tan eficaces como las que existían entre éstos y los
reinos extranjeros. Así pues, la unión de la Corona solo fue el comienzo de la
unificación de España. Quedaba todavía por hacer la tarea de asimilar e
integrar los diferentes estados y en su realización Fernando e Isabel se
mostraron más vacilantes y menos absolutistas de lo que se piensa muchas veces.
Sin embargo, las esperanzas de alcanzar la unidad permanente de España, y no
solo una alianza dinástica temporal, residían en la constancia con que los
monarcas intentaron conseguirla. En efecto, la unidad territorial no era una
condición natural de los habitantes de la península Ibérica, por lo cual el
impulso tenía que proceder desde arriba. Es cierto que a la hora de poner en
práctica una política común, Fernando e Isabel podían utilizar los recursos
conjuntos de sus diferentes estados, especialmente los de Castilla, que poseía
el instrumento más eficaz de unificación: una monarquía potencialmente
absoluta, al estilo francés, sin las cortapisas de unas instituciones
representativas y dispuestas a disputar el poder a la nobleza. Esto les otorgó
los medios de constituir un Estado nacional y, en último extremo, un inmenso
Imperio colonial en ultramar. Pero era necesario organizar esos medios y
encaminar a sus súbditos hacia unas vías nuevas a las que no estaban
acostumbrados. Pero, ante todo, tenían que imponer su autoridad en Castilla.
Fernando e Isabel gobernaban como si su autoridad fuera
absoluta y sus súbditos estuvieran dispuestos a obedecer de buena gana, pero la
realidad era diferente, pues encontraron núcleos de poder hostiles que
escapaban a su control inmediato y ante los cuales sus decretos eran ineficaces
y sus representantes perdían fuerza. La poderosa nobleza castellana, que había
monopolizado los frutos de la Reconquista de España a los moros —tierras y
cargos públicos— tenía el poder suficiente como para convertirse en una
autoridad independiente que desafiaba a los reyes, se adueñaba de tierras de la
monarquía y utilizaba el poder así obtenido como herramienta de sus propias
ambiciones. Así pues, los monarcas intentaron incrementar su poder limitando el
de la aristocracia. Reacios a introducir innovaciones, se sirvieron de los
organismos con los que sus súbditos ya estaban familiarizados. Uno de ellos,
las hermandades, fuerzas de policía organizadas por numerosas ciudades, ya
habían demostrado su autoridad y utilidad en los años de caos y desorden del
reinado de Enrique IV. Las reorganizaron creando la Santa Hermandad, obligaron
a todo el mundo a contribuir sufragando los gastos que generaba, obligación en
la que quedaban incluidos —y esto era una innovación— la nobleza y el clero, y
crearon el Consejo de la Hermandad para garantizar que quedara bajo el control
de la Corona (1476). Tras un inicio vacilante —solo ocho municipios enviaron a
sus representantes a la reunión fundacional— la Santa Hermandad y sus milicias desempeñaron
un papel fundamental en la reducción del poder de la nobleza y en la
persecución de los criminales, con independencia de su condición social.
Antes del reinado de los Reyes Católicos la Corona no había
podido escapar al control de la aristocracia aliándose con las ciudades, porque
muchas de éstas eran partidarias de la nobleza o estaban subordinadas a ella.
Sin embargo, a mediados del siglo XV los habitantes de las ciudades estaban
cansados de la anarquía feudal. Conscientes de los inconvenientes prácticos que
presentaban el desorden, la guerra civil y el dislocamiento de las
comunicaciones normales estaban dispuestos a tomar la iniciativa. Las primeras
hermandades fueron movimientos urbanos y, de hecho, los anhelos municipales de
conseguir la paz, la seguridad y la reanudación del comercio fueron unas de las
condiciones para el éxito del programa real. Pero Fernando e Isabel no tenían
intención de rescatar a la Corona del control de la nobleza para subordinarla
al de las ciudades. Muchas de ellas conservaban todavía privilegios que habían
obtenido cuando eran puestos fronterizos en las guerras contra los moros y, con
ellos, el recuerdo de la antigua independencia. Los monarcas intentaron poner
fin a esa situación e introducir a los corregidores para que supervisaran a los
consejos municipales. Durante el decenio 1485–1495, los corregidores pudieron
asentar con fuerza su autoridad y su reputación, pero en los municipios siguió
siendo necesario recurrir más a la fuerza del halago que a la de la coacción.
La Corona ratificó el carácter prácticamente hereditario de los cargos
conseguidos por los regidores (magistrados municipales) y confirmó la división
de esos cargos entre las facciones de la nobleza. Quienes sintieron con mayor fuerza el poder de los
corregidores fueron los miembros de la élite urbana, por cuanto en su condición
de hombres de negocios eran quienes pagaban los mayores impuestos y quienes
esperaban que el gobierno y la justicia alcanzaran unas cotas elevadas de
eficacia. Aunque la Corona no pudo introducir a los corregidores en Aragón y
Cataluña, pudo reducir la independencia de las corporaciones municipales
poniendo en marcha la práctica de insacular, esto es: poner en un saco, cántaro
o urna, cédulas o boletas con números o con nombres de personas o cosas para
sacar una o más por suerte. También consiste en introducir votos secretos en
una bolsa para proceder después al escrutinio, en el que los beneficiarios de
los cargos públicos procedían de listas de candidatos adecuados, es decir de
aquellos que mostraban una buena disposición hacia la Corona, que se reservaba
el derecho de revisar las elecciones. Las ciudades aceptaban de buen grado la
política real ya que salían beneficiadas de la mejora de la administración e
incluso, más aún, del restablecimiento de las finanzas municipales, del crédito
y del comercio.
Infantes del siglo XV con armadura completa |
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