El
testamento del papa Nicolás V explica sobradamente la conducta de sus sucesores. En él,
el Pontífice, imbuido del espíritu renacentista, expresa su convicción de que
cuanto mayor sea la grandeza de la ciudad de Roma, mayor será la gloria para la
Cristiandad. Se inició así un camino en el que aparecieron personajes como Pío
II, un humanista, antiguo diplomático, viajero y cortesano, librepensador y
amante de los placeres mundanos, que cuando se convirtió en papa, quiso
devolver a la Iglesia su antiguo poder y esplendor, aunque fuera esgrimiendo
argumentos puramente medievales. O como Sixto IV, nepotista y depravado, que en 1643
convirtió a su ayuda de cámara, un muchacho sin cultura y de dudosa moral, en
cardenal y obispo de Parma, mientras que para reponer sus arcas de caudales
vendía sin disimulo los cargos y honores de la corte romana. Nada nuevo, por otra parte, en la Iglesia. Pero si la
basílica de San Pedro es emblemática del mecenazgo pontificio, la vida de
Alejandro VI es el paradigma de los vicios y virtudes de los papas
renacentistas.
Rodrigo Borgia, nacido en Játiva en el seno de una antigua
familia valenciana, viajó a Roma a petición de su tío Alfonso, un cardenal bien
situado en los círculos de poder romanos que más tarde ocuparía la Santa Sede
con el nombre de Calixto III. Durante los tres años de pontificado de su tío,
Rodrigo estudió leyes en Bolonia, y poco después comenzó a desempeñar complejas
misiones diplomáticas que le proporcionaron contactos de gran utilidad en su
vertiginosa carrera hacia el poder. Paralelamente,
al ya cardenal Borgia se le conocían numerosas amantes, de las que tuvo diez
hijos. Cuatro de ellos, César, Juan, Lucrecia y Jofre, se los dio la más
famosa de ellas, Vanozza Cattanei, una mujer de gran belleza. Una vez elegido papa con
el nombre de Alejandro VI, Rodrigo fue el artífice del Tratado de Tordesillas
en 1494, por el que se trazaban las fronteras de conquista en América entre los reinos de Portugal y Castilla. Asimismo, concedió a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón
el título de Reyes Católicos y se enfrentó al peligro que suponía el Imperio
Otomano. Al mismo tiempo encargaba a Miguel Ángel la continuación de las obras
de la basílica de San Pedro, impulsaba en Roma la de otras (como la de Santa
María la Mayor) y mandaba levantar el edificio principal de la Universidad
romana. También conspiraba, traficaba con influencias y se aseguraba su
porvenir y el de sus hijos, a los que en ocasiones convirtió en medios para
lograr sus fines políticos. Él mismo,
que se había beneficiado del nepotismo habitual de los pontífices, repitió la
historia al nombrar cardenal a Alessandro Farnese, hermano de su entonces
amante Giulia Farnese. Éste, una vez nombrado pontífice con el nombre de Paulo
III, continuó la cadena de favores y sinecuras, nombrando cardenales a dos
sobrinos suyos que solo tenían catorce y dieciséis años. Alejandro
VI no dudó en vender indulgencias para llenar las arcas papales, una práctica
habitual en sus antecesores y sucesores. Llegó al momento más escandaloso pocos
años después de su muerte, cuando el fraile dominico Johann Tetzel recibió el
encargo del arzobispo de Maguncia de promover la venta de indulgencias para
continuar edificando la basílica de San Pedro. Tetzel llegó a vender bulas para
el perdón de pecados que aún no se habían cometido.
El Tratado de Tordesillas fue el compromiso suscrito en la
localidad de vallisoletana de Tordesillas el 7 de junio de 1494, entre los
representantes de Isabel de Castilla y de Fernando de Aragón, de una parte, y
los del rey Juan II de Portugal, por la otra, y en virtud del cual se
estableció un reparto de las zonas de navegación en el océano Atlántico y de los
derechos de exploración y conquista de las tierras descubiertas en el Nuevo
Mundo mediante una línea situada a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo
Verde, a fin de evitar conflictos de intereses entre la Monarquía española y el
Reino de Portugal. En la práctica este tratado garantizaba al Reino portugués
que los españoles no interferirían en su ruta del cabo de Buena Esperanza, y que
los portugueses no lo harían en las recientemente descubiertas Antillas. Aunque por Tratado de Tordesillas se conoce al convenio de
límites en el océano Atlántico, ese día se firmó también en Tordesillas otro
tratado por el cual se delimitaron las pesquerías del mar entre el cabo Bojador
y el Río de Oro (Sáhara), y los límites del Reino de Fez en el norte de África.
Asimismo, Portugal reconoció la soberanía de Castilla sobre las islas Canarias. La Unesco otorgó a este tratado la distinción de Patrimonio
de la Humanidad en 2007 dentro de su categoría Memoria del Mundo.
Isabel de Castilla al frente de sus tropas |
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