Se conserva
esta pieza en el Museo de Valladolid y una
cinta de seda disuade a los visitantes de sentarse en él, pero en otro tiempo llegó a estar
colgado en un rincón de la sacristía de la capilla universitaria, fijado a la pared a una
respetable altura y boca abajo, para que nadie cometiera la misma imprudencia
que los dos infelices bedeles que aparecieron muertos entre sus brazos muchos
años antes. Desde entonces una leyenda maldita acompaña al sillón y a quien se
sienta sobre él. El sillón había pertenecido
al licenciado Andrés de Proaza, un médico reputado en su ejercicio profesional como hombre que realizaba notables
curaciones a mediados del siglo XVI cuando el cirujano Alfonso Rodríguez de Guevara estableció en Valladolid la
primera cátedra de anatomía de España. El prestigioso cirujano granadino
impartió clases durante veinte meses en un aula de la universidad y sus lecciones, que incluían la disección y
estudio anatómico de cadáveres procedentes del Hospital de Corte y del de la
Resurrección.
Andrés
de Proaza era uno de los más asiduos asistentes a las clases de anatomía y se murmuraba
que practicaba la magia negra en el sótano de su casa, situada en la calle de
Esgueva. Los vecinos aseguraban que por la noche se escuchaban gemidos y que el
río, al que daba la trasera de la casa, «llevaba teñidas sus aguas de sangre
que, como si se hubiera coagulado en largos filamentos, flotaban y se perdían
en la corriente». Los rumores aumentaron aún más con la desaparición de un niño
en el vecindario. Cuando las autoridades registraron la vivienda, encontraron
los restos del pequeño al que el médico «había practicado, en una locura de
investigación y de estudio, la disección en vivo, la vivisección, como
confesara ante la autoridad», contaban un cronista de la época. Durante
el proceso, el acusado aseguró que no había practicado la hechicería, pero
alertó de que tenía un sillón que le había regalado un nigromante de Navarra al
que salvó de la persecución que realizó fray Juan de Zumárraga en 1527.
Sentándose en esa silla se recibía «luces sobrenaturales para la curación de
enfermedades», pero quien se sentara en él tres veces y no fuera médico
moriría, así como quien destruyese el sillón. A Andrés de Proaza lo ahorcaron y
sus bienes fueron a parar a un trastero de la universidad. Allí encontró el
sillón un bedel, que se lo llevó para descansar durante la larga espera de las
clases y a los tres días fue hallado muerto, sentado en él. También el bedel
que lo sustituyó siguió su misma suerte a los tres días de haber tomado
posesión de su cargo. Fue entonces cuando se recordaron las palabras de Proaza
y se tomó la decisión de colgar la silla en la capilla, de forma que nadie
pudiera volver a usarla. Allí permaneció hasta que fue derribado el antiguo
edificio de la Universidad. El Sillón del Diablo pasó a formar parte de las
colecciones del Museo Provincial en 1890 y al menos desde 1968 se expone en sus
salas como un exponente más del mobiliario del siglo XVI. Desde entonces, mucha
gente ha pedido permiso para pasar la noche sentada en el sillón», una petición
que se les ha denegado. El sillón es una silla de brazos de roble con asiento y
respaldo de cuero trabajados con dibujos, con la particularidad de que es
desmontable. Tiene dibujos geométricos, pero no hay ningún signo cabalístico en
él que sugiera que se empleó para efectuar prácticas de hechicería.
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