El origen
del mito de la imbatibilidad militar inglesa, sobre todo naval, está en la
sucesión de victorias de la época napoleónica y en el inagotable aporte
literario anglosajón, más allá del bulo por el burdo y crédulo montaje
propagandístico del cine. Pero sigue incrustado en las mentes a nivel popular,
menospreciando a los que fueron adversarios de los marinos ingleses a lo largo
de los siglos, especialmente españoles, franceses, holandeses, alemanes,
japoneses y, más recientemente, argentinos. Las derrotas inglesas incluyen las
exitosas incursiones castellanas en la guerra de los Cien Años; el combate de
Veracruz en el que John Hawkins fue derrotado en 1568; las derrotas frente a
los holandeses durante el siglo XVII; el desastre en Santo Domingo en 1655; la
derrota del almirante Nelson en Santa Cruz de Tenerife de 1797, una acción
naval iniciada por el Almirantazgo británico para someter el archipiélago de
las Canarias a la Corona británica. En esta acción, Nelson perdió un brazo y
fue hecho prisionero. Asimismo, más de 13.000 británicos perdieron la vida por
sólo 24 españoles. Hay que destacar también la derrota de Henry Harvey en San
Juan de Puerto Rico, ese mismo año de 1797. También en las batallas terrestres
los ingleses han embellecido su historia militar: en la decisiva batalla de
Waterloo en 1815, fueron los refuerzos prusianos que llegaron en el último y
decisivo momento, los que inclinaron el fiel de la balanza. El asedio de Jartum,
que fue un episodio bélico que se encuadró dentro de la colonización del Sudán
por los británicos, concluyó el 26 de enero de 1885 cuando la guarnición y los
civiles fueron pasados a cuchillo, incluido el comandante británico de la
plaza, el general Gordon.
La Royal
Navy también fue batida en batalla naval de las islas Coronel en 1914 por la
Kriegsmarine; fracasó en la campaña de los Dardanelos en 1915, planificada por
Winston Churchill en calidad de Primer Lord de Almirantazgo; que también
fracasó en el posterior desembarco aliado en Galípoli. Hay que añadir el
resultado incierto de la batalla naval de Jutlandia en 1916. Si bien es cierto
que la Flota Imperial alemana no logró romper el bloqueo naval británico, las
pérdidas británicas fueron importantes. Ese mismo año se produjo la apabullante
derrota en el Somme en 1916; sólo el 1º de julio, primer día de la batalla, los
ingleses tuvieron más de 20.000 muertos. No les fue mejor en Yprés y
Passchendaele en 1917, aunque el peso de la batalla y de las bajas lo
soportaron canadienses y australianos, como en Galípoli dos años antes. La
segunda Guerra Mundial también registró varios fracasos británicos: Dunkerque,
donde los británicos tuvieron que reembarcar perseguidos por los alemanes; Tobruk,
donde el mariscal alemán Erwin Rommel reconquistó la ciudad, en poder de los
británicos, lo que significó un gravísimo revés. Días antes Rommel ya había
vencido los británicos en la batalla de Gazala, el 15 de junio de 1942, que
tuvo un saldo de 98.000 bajas británicas y 540 carros de combate destruidos o
averiados. El grueso del ejército inglés huyó hacia Tobruk, Rommel avanzó sin
darles tiempo a los británicos a reorganizarse. Libia era una colonia italiana
y la ciudad había sido fuertemente fortificada debido a su proximidad con la
frontera egipcia. Tobruk tenía una ubicación estratégica ya que su puerto se
encontraba protegido y permitía recibir suministros. La ciudad había sido tomada
por los británicos en 1940 tras expulsar a los italianos y fue sitiada desde el
10 de abril al 27 de noviembre de 1941 por el Afrika Korps. Durante el sitio de
Tobruk se desencadenaron cruentos combates entre tropas australianas y las
fuerzas del Eje. Después de 240 días, el sitio fue levantado por los alemanes a
causa, sobre todo, de la falta de combustible para sus blindados. La retirada
alemana sirvió para que ambos bandos se reabastecieran y reorganizaran, ahora
Rommel estaba nuevamente a las puertas de Tobruk. En El Alamein, en África del
Norte, las brigadas acorazadas británicas fueron derrotadas por Rommel que
lanzó un contraataque inmediato y los carros blindados italianos desbordaron a
los atacantes australianos antes del mediodía. Los británicos y los
australianos sufrieron más de 1.000 bajas sin obtener ninguna ganancia. El
famoso VIII Ejército británico estaba agotado, y el 31 de julio de 1942 el
general inglés Auchinleck ordenó concluir las operaciones ofensivas y
consolidar las defensas para organizar una contraofensiva importante. Pocos
días más tarde fue destituido por Winston Churchill.
En el
mar hay que destacar el hundimiento de los cruceros de batalla HMS Hood por el
legendario acorazado alemán Bismarck, y del HMS Prince of Walles por la aviación
naval japonesa. La caída de Singapur en manos niponas y la rendición más grande
de los militares británicos en su historia: 80.000 soldados fueron hechos
prisioneros cuando Japón invadió la fortaleza británica de Singapur en febrero
de 1942. Resaltar los desastres de Montgomery que Patton tuvo que enmendar en
África e Italia. La lista sólo contempla unas cuantas derrotas británicas del
total. Los ingleses han gozado siempre de la fama con que les gustaba inflar su
protagonismo en acciones militares, ocultar derrotas como la acontecida en
Cartagena de Indias en 1741 y sostener mitos imposibles a través de una
portentosa propaganda. Sus exageraciones van desde afirmar que ninguna fuerza de
invasión ha logrado desembarcar en suelo británico, obviando la conquista
romana, la de los sajones en el siglo V, las incursiones vikingas del siglo IX
y la conquista normanda de 1066. Hay que recordar que tras la batalla de
Cornualles, en 1595, don Juan del Águila atacó con éxito varias villas inglesas.
Esta acción se llevó a cabo siete años después del desastre de la Invencible
que, según los ingleses, supuso el definitivo ocaso de la Armada española.
Falso.
Los
mitos ingleses tienen distintas formas y se extienden a lo largo de los siglos,
pero resultan incapaces de ocultar la obviedad de que todos los países tienen
sus desastres y la larga lista de fracasos de Inglaterra es tan extensa como la
de cualquier otro país. No obstante, parte del mito asegura que la
imbatibilidad y la superioridad de los ejércitos ingleses comenzó más tarde,
durante el reinado de Isabel I Tudor, cuando se produjeron los ataques del
corsario Francis Drake y el fracaso de la Felicísima Armada, pero también el de
la Contraarmada inglesa. Tres décadas antes, en 1558, las tropas francesas
dirigidas por Paul de Thermes se enfrentaron a las españolas de Felipe II en
una guerra de resultado incierto hasta que una flotilla compuesto por buques
corsarios bombardeó por sorpresa la retaguardia francesa. Aquella acción
determinó en buena parte la victoria en la batalla de las Gravelinas, si bien
quedaron dudas sobre cuál era la bandera de aquellos barcos. Los cronistas
ingleses no tardaron en afirmar que se trataba de barcos británicos –entonces aliados
de España por el matrimonio de Felipe II y María Tudor–, a pesar de que lo más
probable es que se tratara de la flota guipuzcoana. ¿Qué pudo llevar a los
ingleses a achacarse una participación que nunca tuvieron?
Dadas
las características geográficas de las islas Británicas, los ingleses han
podido centrarse a lo largo de su historia en tener la mejor flota, en
detrimento de sus fuerzas terrestres, y se han implicado lo mínimo e
imprescindible en las guerras continentales. Lo que resulta más complicado es
delimitar cuándo se cimentó esta fortaleza naval, que se suele situar de forma
imprecisa en aquel duelo entre Felipe II e Isabel I. A decir verdad, Inglaterra
ni siquiera salió bien parada del conflicto. Los exitosos ataques al Caribe
español, el fracaso de la conquista inglesa y los sucesivos saqueos de Cádiz
fueron compensados con la llamada Contraarmada, que devino en un desastre casi
de la misma magnitud que el de la Armada de Felipe II y en una serie de
victorias españolas a lo largo de la siguiente década. En 1592, el marino Pedro
de Zubiaur dispersó en las costas francesas un convoy inglés de 40 buques; en
1596, el pirata Francis Drake y su mentor, John Hawkins, se estrellaron en el
Caribe, donde pretendían repetir los lucrativos saqueos de su juventud y
hallaron la muerte frente a poblaciones que habían fortificado los españoles
tras la experiencia de Cádiz. Por esa época se produjeron las incursiones de don
Juan del Águila en Cornualles e Irlanda, donde intentó encabezar una rebelión
contra los ocupantes ingleses. El Imperio español perdió a largo plazo su cetro de potencia naval en
parte por aquel pulso, pero el tratado que puso fin al conflicto evidenció
quién había ganado a corto plazo. Las negociaciones entre ambos países desembocaron
en el Tratado de Londres del 28 de agosto de 1604. Los historiadores coinciden
en señalar que se trata de un acuerdo de paz muy favorable a España, pues no sólo
obligaba a los ingleses a cesar en su apoyo a los rebeldes holandeses, sino que
en uno de sus artículos autorizaba a los barcos españoles a emplear los puertos
británicos para refugiarse, reabastecerse o repararse, es decir, que ponían a
su disposición toda la red portuaria inglesa.
En lo
referido al corso que había precipitado la guerra, el artículo sexto obligaba a
ambos países a renunciar a la actividad pirata, sin letra pequeña. Muchos
creyeron que este punto sólo era papel mojado, entre ellos el último de los
grandes corsarios isabelinos, Walter Raleigh, quien se embarcó por entonces en
una expedición a América que le reportó un escaso botín. De vuelta a Londres,
Raleigh fue detenido y ejecutado por un delito de piratería a instancias del
embajador español. Todavía faltaba mucho tiempo para que Inglaterra
fuera una potencia marítima realmente temida. Tras el pacífico reinado de
Jacobo I, su sucesor Carlos I inició una guerra contra el Imperio español en
parte como represalia a lo que él consideraba un humillante trato durante las
negociaciones para casarse con una infanta española. Sin embargo, la guerra no
dio los resultados esperados y, en 1625, un ataque naval contra Cádiz terminó
con una estrepitosa derrota para Carlos Estuardo, causándole el descrédito ante
sus súbditos. Varias derrotas más, incluida la Rendición de Breda donde había
tropas inglesas desplegadas, llevaron a Inglaterra a firmar la paz en 1630 y a
dar por finalizada su participación en la Guerra de los Treinta Años. Los
costes del conflicto y la mala gestión se sumaron a las disputas entre la
Monarquía y el Parlamento que se alargaban desde el anterior reinado. Todo ello
desembocó en la Guerra Civil inglesa de la década de 1640 y en la ejecución del
Rey, que fue derrotado por las fuerzas puritanas lideradas por el dictador Oliver
Cromwell. Otro episodio sórdido de su historia que los ingleses suelen obviar,
o endulzar en el cine con patrióticas versiones que ahora ensalzan la figura
del rebelde, cuya calavera acabó colgada del puente de Londres, varios años
después de su muerte.
Francia
y España no supieron aprovechar el momento de debilidad de Inglaterra, sumida
en una guerra civil, para sacar ventaja. Por el contrario, a pesar de ser dos
monarquías católicas, se enzarzaron en un conflicto fratricida dentro de la
Guerra de los Treinta Años que culminó
con la debacle española en Rocroi 1643, lo que, a pesar de la vitoria de los
Tercios españoles en Nördlingen (1634) sobre los protestantes sajones apoyados
por la infantería sueca, supuso la derrota de España, que tuvo que firmar la
Paz de Westfalia en 1658 que dio fin a la guerra de los Treinta Años que había
asolado Europa desde 1618, y creó el primer sistema internacional de tratados
abogando por la secularización de la política, lo que de paso acababa con las
guerras de Religión que venían arrasando el Continente desde el siglo anterior.
El siglo XVIII vivió el ascenso de Inglaterra a gran potencia naval, lo que no
evitó que incluso una potencia en declive como España pudiera causarle
importantes derrotas. El saldo de éxitos es lo bastante amplio como para hablar
de dos rivales con un balance de victorias y derrotas muy equilibrado. La
gigantesca flota de Edward Vernon se estrelló en su intento de conquistar
Cartagena de Indias en 1741; una flota franco-española venció a otra inglesa en
1744 en Tolón; y durante la guerra de Independencia de las 13 Colonias americanas
de Gran Bretaña hubo apoyo francés y español a los rebeldes. Destacan las
batallas de Baton Rouge (1779) y Pensacola (1781) donde las fuerzas españolas
al mando de Bernardo Gálvez derrotaron a las británicas y recuperaron Florida
para España. Los ingleses quisieron devolverle la puñalada a España y enviaron
a la Legión británica para apoyar al general rebelde Simón Bolívar en la guerra
de Independencia del antiguo Virreinato español de Nueva Granada (1810-1823) y
combatieron en las batallas de Boyacá y Carabobo.
Una
década después, el propio duque de Wellington calificó como «hez de la tierra»
a la British Auxiliary Legion, el contingente militar que los británicos enviaron
a España para combatir a los seguidores del infante Carlos María Isidro de
Borbón en la primera guerra Carlista. Su misión ha pasado casi desapercibida. La
escasa –o nula– experiencia militar que se requería para su ingreso, hizo que
la Legión Británica se fuera nutriendo de gente desempleada que encontraba así
una solución transitoria a sus problemas económicos. El Annual Register
afirmaba que los destacamentos estaban formados por haraganes de Londres,
Mánchester y Glasgow, e incluso citaba una anécdota protagonizada por el
brigadier Shaw, que recibió una carta de un banquero felicitándole por dejar
limpia de truhanes a Escocia. Los periódicos liberales, por el contrario,
alababan las virtudes y la heroicidad del cuerpo que se estaba forjando y que
pronto combatiría a los carlistas. Exageradas o no estas descripciones, la
Legión Auxiliar Británica fue, ciertamente, una tropa de mercenarios y
oportunistas que acudía al combate simplemente por el interés económico de la
rapiña. Tanto es así, que junto a la soldadesca reclutada en Irlanda, se formó
un grupo paralelo con las familias de éstos, unos 250 niños y unas 500 mujeres,
que les acompañarían a España.
Los
británicos iniciaron su ataque desde San Sebastián el día 10 de marzo de 1837,
ocupando Lezo y Ametzagaña. Al día siguiente, ante la nula resistencia ofrecida
por la débil fuerza enemiga, dejó descansar a su tropa. El día 12 inició su
ataque a Loyola, conquistando la localidad al día siguiente. El 14 marchó con
el grueso de sus tropas por Ayete para ocupar Oriamendi, lo que consiguió
realizar un día después. Pero ya esa misma noche del día 15 llegaron a Tolosa,
tras una dura marcha, las tropas carlistas que habían rechazado a Sarsfield en
Navarra y al amanecer el día, sin haber descansado, llegaron a Hernani,
iniciando inmediatamente el combate. Las fuerzas isabelinas intentaron un
ataque al flanco derecho de los carlistas, pero éste fue rechazado y una dura
contraofensiva carlista en el centro del ejército isabelino desbarató la
ofensiva enemiga. El ejército isabelino se retiró descalabrado, sin orden y con
grandes pérdidas a San Sebastián. Una compañía de infantería de marina
británica, cuya flota estaba fondeada en Pasajes, salió desde San Sebastián
para cubrir la retirada de sus compatriotas. El que Inglaterra interviniese
directamente con fuerzas regulares en esta guerra es un hecho insólito. Los
ingleses al mando de Sarsfield partieron de Pamplona con sus importantes
fuerzas el día 11 y se dirigieron a Irurzun para penetrar por allí en Guipúzcoa.
Los carlistas, que tenían conocimiento del plan isabelino y, además, conocían
la importancia de las fuerzas que habían de partir de Pamplona, enviaron contra
ellas al grueso de sus tropas al mando del infante Sebastián, rechazándolas y
obligándolas a volver a Pamplona el día 12. Los ingleses sufrieron grandes
pérdidas y los restos mortales de varios oficiales y combatientes británicos
que perecieron en esta batalla descansan en la actualidad en el popular
«cementerio de los ingleses» del parque situado en el monte Urgull de San
Sebastián. Los carlistas encontraron en entre su botín de guerra las partituras
de una marcha inglesa y la adaptaron para convertirla en el himno oficial del
carlismo como la Marcha de Oriamendi. Los mitos ingleses tienen distintas
formas y se extienden a lo largo de los siglos, pero resultan incapaces de
ocultar la obviedad de que todos los países tienen sus desastres y su
incontable lista de derrotas pero los ingleses, a diferencia de los españoles,
más interesados en promocionar la Leyenda Negra, han creado una alambicada
leyenda de imbatibilidad que raya en la ficción épica.
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