Powered By Blogger
Mostrando entradas con la etiqueta Arturo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Arturo. Mostrar todas las entradas

domingo, 15 de abril de 2018

¿Estuvo el mago Merlín en España?


A mediados del siglo V diversos pueblos germánicos como los anglos, los jutos, los sajones y los frisios comenzaron a ocupar las zonas costeras de Britania occidental. Aunque inicialmente su área de asentamiento fue más bien limitada, pronto emprendieron la penetración hacia el interior, especialmente hacia el valle del Támesis y la zona oriental de las Midlands. Con las invasiones comenzó el éxodo de las poblaciones indígenas que se refugiaron en las zonas más occidentales del país: Gales, Cornualles y Cumbria. Otros grupos optaron por migraciones más largas y atravesaron el Canal estableciéndose en la Armórica, que a partir de este momento tomaría el nombre de Bretaña. Otros grupos de celtas bretones navegaron todavía más al sur y se establecieron en las costas septentrionales de la península Ibérica, donde llegaron a fundar un obispado, el de Britonia (en la actualidad Santa María de Bretoña), y un monasterio, el de Máximo [¿referencia al emperador Clemente Máximo?]. Esta sede fue mencionada por primera vez en las actas del Concilio de Braga, celebrado en 561, donde se cita la presencia de un enigmático obispo cuyo nombre se transcribe Maeloc o Maelvas [¿el mismo mago Merlín que aparece en la leyenda artúrica?]. Al parecer, dicho obispado se estructuraba siguiendo el modelo de las iglesias celtas de Britania e Irlanda, teniendo en su cúspide a un obispo que era a la vez abad. La Iglesia celta sobrevivió a la férula imperial y al largo brazo del clero católico gracias al hecho de que en la época de la cristianización de Irlanda y Escocia, allá por los siglos V-VI, el poder militar de Roma ya había desaparecido y los papas no podían servirse de la autoridad imperial para imponer su criterio por la fuerza de la espada en las antiguas provincias del fenecido Imperio de Occidente.
Desde la infancia el destino del futuro rey Arturo se halla unido al mago Merlín, cuyos orígenes nadie nos explica. A veces se le representa como un sacerdote druida, otras como un obispo cristiano, o el mismo papa de Roma. Lo que nos sugiere que la historia de Merlín y Arturo pudo desarrollarse en alguna época de transición entre las viejas religiones paganas y la nueva religión impuesta por el Imperio: el cristianismo. Esto nos situaría nuevamente, casi con toda probabilidad, en la Bretaña de finales del siglo IV y principios del V, coincidiendo con la época de las grandes invasiones.
Se tiene idea de que la edad de Merlín puede superar los setenta, incluso los ochenta años, lo que no le impide caminar erguido, vivir solo y valerse por sí mismo. Por lo que podemos deducir que era un hombre extremadamente fuerte. Nadie posee tantos conocimientos como él, sobre todo en el terreno de lo oculto, del misterio. Pero es bondadoso, una especie de sacerdote druida de grado superior. Llevará al niño Arturo materialmente de la mano, mientras le enseña los secretos de la vida y del conocimiento, entre ellos los secretos de la magia y determinadas prácticas terapéuticas. El papel de Merlín es el de un preceptor y nada se deja al azar o en el olvido. El sabio es consciente de que el futuro monarca, a lo largo de su vida, se hallará expuesto a infinidad de peligros y acechanzas.
Arturo pasa a ser al lado de Merlín, del que no se separará ni aun cuando sea nombrado rey, la representación del soberano perfecto que reina sobre lo material y lo espiritual. Doble concepto que se traslada al grupo de caballeros que le acompañan, dando forma al ideario de la Tabla Redonda, porque sus integrantes no son únicamente guerreros, sino místicos. Este concepto sublime inspirará también a los caballeros de la Orden del Temple, que beberán en las fuentes de la leyenda artúrica y la tradición griálica. Los caballeros de la Tabla Redonda no son unos guerreros brutales al uso de la época. Como cuenta sir Thomas Malory en «La muerte de Arturo»:
“Todos ellos se sienten más benditos y dignos de veneración que si hubiesen conquistado la mitad del Mundo. Por eso no han dudado en dejar a sus esposas, a sus hijos y a sus familias, para cumplir los preceptos de la Orden con todas las potencias materiales y espirituales de su persona.”
No hay duda de que la hermandad de la Tabla Redonda era una especie de religión, que se fundía enteramente con la tradición del Grial y todavía hubiese presentado una mayor similitud con la Orden del Templo, de no ser porque los célebres monjes-guerreros se habían impuesto como misión prioritaria y razón de ser, el arrebatar los Santos Lugares a los sarracenos para devolverlos a la Cristiandad.
Para los caballeros de la Tabla Redonda, a diferencia de los templarios, lo espiritual prima sobre lo material, pues sólo así podrán realizar las gestas más asombrosas. Por este motivo se les leía la siguiente proclama: «Combatid por vuestra Tierra y aceptad, si es menester, la muerte, pues ésta supone una victoria y una liberación del alma». Aquí nos encontramos con el viejo concepto de la «muerte triunfante» propio de los primeros tiempos del cristianismo, pero también presente en la mitología grecorromana y en la del Mediterráneo oriental.
La Tabla Redonda
Al parecer la Tabla Redonda fue construida tomando el Universo entero como referencia, pero recogiendo en el mismo el Cielo y la Tierra. Siempre en movimiento, por lo que se ha de ver como un centro (el Rey-Sol) alrededor del cual se sentaban los dinámicos caballeros. Eran doce, debido a que se había dividido la Tierra en un similar número de partes, todas las cuales se repartían en su condición de reyes. También hemos de advertir que «doce» es un guarismo solar, muy tenido en cuenta desde las épocas más remotas. Por ejemplo, están los doce dioses olímpicos, los doce condes palatinos de Carlomagno, los doce signos del zodíaco, los doce apóstoles, las doce tribus de Israel…
Singularmente, en la Tabla Redonda se dejaba un asiento libre, reservado a un caballero predestinado. Era el llamado Asiento Peligroso, que podía ser el número 11 ó el 13. La leyenda nos cuenta que cuando el rey Arturo impuso la existencia del Asiento Peligroso, por consejo de Merlín, acababa de dar comienzo la búsqueda del Grial. Fue el momento en que las tinieblas se abatieron sobre toda Europa. Tiempos de decadencia que necesitaban la regeneración espiritual de ese objeto divino, por medio del cual se recuperaría el pasado esplendoroso.
Por eso el Grial ha de ser valorado como «lo que se ha perdido y es preciso recuperar cuanto antes». Esto convirtió al rey Arturo en un personaje legendario que se hallaba en el centro de todos los acontecimientos, ya fueran trágicos o sublimes. Pero Arturo es vulnerable, como lo demuestra el hecho de que varios personajes traten de arrebatarle a su esposa Ginebra, la reina: el primero es Maelvas, que la lleva a la ciudad de Glastonbury; el segundo es su hijastro y sobrino Mordred; y el tercero es el caballero Lanzarote del Lago, amigo de rey.


jueves, 1 de junio de 2017

Chrétien de Troyes y la Lanza del Destino

Chrétien de Troyes cargó de simbología su obra, porque iba dirigida a un público muy reducido, que pertenecía al clero y al sector culto de la nobleza. Aquellos eran tiempos de un analfabetismo generalizado en toda Europa, donde condes y duques tenían «a orgullo no saber leer ni escribir, ya que estas funciones las delegaban en sus siervos». El Grial ha de verse como el Sagrado Cáliz de la eucaristía: «un objeto sacrosanto que proporciona el único alimento que puede nutrir al Rey Pescador». El error de Perceval al no formular la pregunta correcta en la sala del castillo, luego de haber quedado estupefacto ante la presencia de las hermosas doncellas que son portadoras de tantas maravillas, significa que el héroe debe ser un ingenuo en estado puro, obediente a las órdenes de sus mayores, a pesar de que éstos se equivoquen al imponerle la discreción de no preguntar, ni querer «saber más de lo conveniente».
La Lanza del Destino que sangraba en la punta, parece corresponderse con la que el centurión Longino clavó en el costado de Jesús, aunque en realidad supone una alegoría de origen celta: el deseo oculto de que el arma utilizada por el homicida sirva para delatarle, porque comenzará a sangrar en su presencia. Perceval la ve así debido a sus remordimientos, porque se siente culpable por la muerte de su madre. No obstante, regresando al episodio de la lanzada, cabe la posibilidad de que Jesús todavía estuviese vivo cuando lo descolgaron de la cruz. Así lo sugieren diversas pruebas forenses que se han realizado al «Sudario de Turín» a lo largo del pasado siglo. Aunque aquí no entraremos en profundidad en este asunto, conviene destacar algunos detalles citados en los evangelios que están completamente en conflicto con las costumbres judías de la época. La víctima no fue sometida al lavado ritual de los cadáveres antes de amortajarla sino que la ungieron con grandes cantidades de unos «bálsamos muy caros» que bien podrían ser ungüentos y pomadas aplicadas con fines curativos. Y ello por una razón evidente: se trataba de favorecer la curación después del terrible suplicio sufrido. En las víctimas de crucifixión, la muerte se produce por un gran aumento del edema pleural: los fluidos invaden la bolsa, la presión aumenta y los pulmones dejan de funcionar. El reo muere por sofocación. En contra de lo que cuentan los evangelistas, si se le dio una lanzada en el costado no fue para comprobar que hubiese muerto, sino para aliviar esa presión sobre los pulmones y permitirle respirar.
Pese a las intensas persecuciones, las leyendas de que Jesús sobrevivió a la crucifixión han llegado hasta nosotros a través de estos 2000 años y resultan ahora muy verosímiles. Según algunos evangelios gnósticos, entre ellos el evangelio perdido de San Pedro, las primeras personas que acudieron al sepulcro excavado en la roca, vieron cómo Jesús salía de la tumba apoyándose en dos sanadores vestidos de blanco. Posiblemente dos sacerdotes. Si Jesús sobrevivió a la crucifixión y sus partidarios lograron su restablecimiento, es algo que jamás sabremos con certeza.
De Perceval a los templarios
En el episodio en el que Perceval roba el anillo, el pastel de carne y un beso a la damisela, nos encontramos con todas las tentaciones que el mundo ofrece al casto e ignorante Perceval. Si éste se rinde a las mismas, quedará atrapado en una espiral de audacias, que le arrastrarán a matar a quien desafía a los caballeros de la Tabla Redonda. Cometiendo una serie de errores, que culminarán en el mayor de todos: no haber sabido formular la pregunta correcta cuando le es mostrado el Santo Grial. «El cuento del Grial» encerraba todos los arcanos para convertirse en el mito que necesitaba la Iglesia. Mientras el papa estaba predicando la Santa Cruzada, lo que suponía que la religión se volvía beligerante, se dio alas a la creencia en el Grial como una quimera. El Grial era el cáliz de la Última Cena, el mismo que tomó en sus manos Jesucristo. Sin embargo, al menos desde mediados del siglo III, éste estaba asociado con la copa que el papa Sixto II había entregado en custodia a San Lorenzo, poco antes de recibir ambos el martirio, y se hallaba en paradero desconocido desde la invasión musulmana de España en 711. Pero el Grial también podía ser otra cosa, algo más… ¿Y si fuese el recipiente que contuvo la sangre de Jesús luego de haber sido bajado de la cruz? Era necesario seguir el desarrollo de la historia, al unir a José de Arimatea con el Sagrado Cáliz. Pero este enigmático personaje de los evangelios, tardaría algunos años en ser utilizado. Antes siguieron apareciendo otras versiones del Grial, más «paganas» si se quiere, y todas ellas tomarían como base «El cuento del Grial» de Chrétien de Troyes. Luego el mito no dejaba de ser reforzado, hasta transformarse en una meta para los más esforzados caballeros de toda la Cristiandad.
En cada uno de los argumentos eran los caballeros andantes los auténticos protagonistas, de una forma exclusiva. Los había buenos y malos, siempre en beneficio de un héroe cada vez más idealizado, casi un apóstol del Bien y de la Justicia, que si mataba era por necesidad… ¿No era éste el mensaje que la Iglesia pretendía transmitir al haber respaldado la creación de la poderosa Orden del Temple, cuyos miembros eran monjes y soldados al mismo tiempo?
La imagen desolada del fracaso
Conviene en este momento mencionar los fracasos de los caballeros que buscaban el Grial, porque son muchos más que los éxitos. Cuando esto sucede, la imagen que queda es lo estéril. Se mantendrá el Páramo y la Muerte seguirá actuando como una arpía que goza con la desolación; mientras las víctimas quedarán a la espera de que llegue el héroe que consiga el milagro de devolver la prosperidad a aquellas tierras. Porque éstas necesitan el Paraíso, a pesar de que comience a declinar el poder del rey Arturo y sobre Camelot el sol ya no brille como antes. El mito precisa la imagen de lo devastado, con el fin de que todo estalle pletórico de vida ante el triunfo del héroe. Pero son demasiados los años de tristeza. ¿Podrá ser recuperado el pasado esplendor con la fuerza suficiente para borrar el recuerdo de los largos años vividos en medio de las tinieblas? En muchas ocasiones, los esforzados paladines que buscan el Grial invocan a los ángeles para que acudan en su ayuda, pero su intercesión tampoco asegura el éxito de la empresa. Así de ardua es la búsqueda del Santo Grial.
La muerte y la doncella

René de Anjou y la Doncella de Lorena

La Edad Media se halla inextricablemente unida a los caballeros andantes, pero éstos no hubiesen sido nada sin los mitos, en especial uno que les asociara con la religión. Debía ser algo inalcanzable, que se pudiera presentar bajo un aspecto sublime y, al mismo tiempo, reuniese todos los visos de lo real. Como tampoco se deseaba perder el favor de la todopoderosa Iglesia católica, se rebuscó en los orígenes de varios mitos paganos y cristianos, hasta dar con la leyenda y el objeto ideales: el Sagrado Cáliz que utilizó Jesucristo en la Última Cena, y que se había venerado en España desde mediados del siglo III hasta que se le perdió el rastro tras la invasión musulmana del año 711.
No obstante, el medio utilizado para conseguir este propósito fue un romance francés escrito por uno de los más famosos autores de la época: Chrétien de Troyes. De su pluma habían salido varias obras de gran éxito y aceptación popular, hasta que en su madurez se dedicó en cuerpo y alma a crear la que realmente le proporcionaría mayor prestigio: Le roman de Perceval o Le conte del Graal. Se cree que la terminó en 1188, precisamente el mismo año de la caída de Jerusalén en manos de los sarracenos, por lo que toda la Cristiandad se vio obligada a volver sus aterrorizados ojos hacia Tierra Santa.
Mientras la voz de la Cruzada se extendía por cada rincón de Europa, tronando desde los púlpitos, un libro era puesto en circulación. Pocos lo pudieron leer, a pesar de que los copistas comenzaron a recibir encargos e incentivos para que multiplicasen sus esfuerzos para cubrir lo antes posible la numerosa demanda de ejemplares. Pero conviene recordar que faltaban tres siglos para que se inventara la imprenta, luego la labor se realizaba manualmente. Cierto que existía otro vehículo mucho más rápido: la palabra. Un medio del que se habían servido esencialmente los bardos celtas, ya que les estaba prohibida la escritura. Aquellos eran tiempos de trovadores y juglares, los cuales podían trasladar las historias a la velocidad de los caballos. Todos ellos eran muy solicitados en los castillos y palacios, incluso en las abadías, donde empezó a conocerse el fascinante argumento de El cuento del Grial. Puede decirse que llegó a los oídos de la gente más importante e influyente de su tiempo, especialmente, a los de la nobleza y los príncipes de la Iglesia.
Entre tanto, Chrétien de Troyes seguía en la esplendorosa corte del conde de Champagne, que sin duda debió inspirarle en su descripción de la de Camelot. Curiosamente, Chrétien no dedicó al conde de Champagne su más famosa creación, sino a Felipe de Alsacia, conde de Flandes, de cuyos labios, cuenta en la primera página, escuchó la historia. Se cree que esto no fue cierto, y que sólo ha de verse como un recurso literario para halagar al conde. Algo bastante normal en la época, debido a que se acostumbraba a buscar el apoyo financiero o, al menos, el respaldo político y las influencias necesarias para publicar las obras literarias, con el fin de que fuese mejor recibida y no terminase su autor en la cárcel, o en la hoguera, en el peor de los casos. Nadie hasta entonces había escrito sobre el Grial, al menos en la forma que lo hizo Chrétien de Troyes. Sin embargo, la leyenda del Santo Cáliz ya se conocía, aunque bajo diversas formas y estructuras literarias. Latía como una difusa potencia, casi inaprensible. También se había utilizado la palabra Grial en algunos escritos, lo mismo que la conocían y mencionaban diversos religiosos; sin embargo, nadie había pensado en este mito, hasta que se conoció la obra de Chrétien de Troyes. Fue un auténtico best-seller de la época, y aunque muchos conocían la historia, sólo uno triunfó al saber plasmarla en la forma y el momento adecuados. De hecho, parte de la mística del Grial consiste en eso precisamente: la búsqueda de un objeto anhelado por muchos, pero al que sólo accederán unos pocos.
René de Anjou
Aunque hoy en día es poco conocido, René de Anjou, también llamado el «buen rey René», fue una de las figuras más importantes de la cultura europea en los años inmediatamente anteriores al Renacimiento. Nacido en 1408, durante su vida ostentó un número asombroso de títulos nobiliarios. Entre ellos destacaban el de conde de Bar, conde de Provenza, conde del Piamonte, conde de Guisa, duque de Calabria, duque de Lorena, rey de Hungría, rey de Nápoles y Sicilia, rey de Aragón, Valencia, Mallorca y Cerdeña, duque de Anjou —por supuesto— y, quizás, el más resonante de todos: rey de Jerusalén. Este último, huelga decirlo, era puramente nominal, pues la Ciudad Santa estaba en poder de los sarracenos desde 1188. Sin embargo, invocaba una continuidad dinástica que se remontaba a Godofredo de Bouillón y era reconocido sin ningún género de discusión por otros monarcas y nobles de Europa. Una de las hijas de René, Margarita se Anjou, se casó en 1445 con Enrique VI de Inglaterra y tuvo una actuación destacada en la guerra de las Dos Rosas, que enfrentó a los York y a los Lancaster. En Inglaterra los Anjou gobernaron bajo el nombre de Plantagenet, y su último rey fue Ricardo III, que murió en el campo de batalla.
En sus primeros tiempos la carrera de René de Anjou estuvo, al parecer, relacionada de un modo poco claro con Juana de Arco, la «Doncella de Lorena». Que se sepa, Juana nació en la población de Domrémy, en el ducado de Bar, por lo que era súbdita de René. Juana de Arco irrumpió en la Historia en 1429, cuando se presentó ante los muros de la fortaleza de Vaucouleurs, a pocos kilómetros de Domrémy, subiendo por la margen del Meuse. Presentándose al comandante de la fortaleza, Juana anunció su «misión divina»: liberar a Francia de los invasores ingleses y asegurarse de que el delfín —que más tarde sería Carlos VII— fuese coronado como rey. Con el fin de llevar a cabo esta misión, debería haberse reunido con el delfín en la corte que éste tenía en Chinon, a orillas del Loira, muy hacia el sudeste. Pero en vez de solicitar un salvoconducto para Chinon al comandante de Vaucouleurs, pidió una audiencia especial con el duque de Lorena, suegro y tío-abuelo de René de Anjou. Atendiendo a su solicitud, se concedió a Juana una audiencia con el duque en la capital del feudo de éste, Nancy. Se sabe que René de Anjou estaba en la ciudad cuando Juana de Arco llegó a ella. Y, al preguntarle el duque de Lorena qué era lo que deseaba, ella respondió explícitamente, utilizando unas extrañas palabras que desde entonces han desconcertado a los historiadores: «Tu hijo, un caballo y algunos hombres buenos que me lleven al interior de Francia». Tanto entonces como después proliferaron las especulaciones sobre la naturaleza de la relación de René con Juana. Según algunas fuentes, probablemente inexactas, fueron amantes. Pero lo que es indudable es que se conocieron y que René estaba presente cuando Juana emprendió su misteriosa «misión divina». El comportamiento de Juana se correspondía con el de un auténtico «mesías» bíblico al uso. Sobre todo en un aspecto esencial: el líder mesiánico jamás reclama el «Reino» para sí, sino para el rey legítimo, por lo tanto: Ungido.
Los cronistas de la época afirman que cuando Juana abandonó el castillo del delfín en Chinon, René la acompañó transformado ya en uno de sus más fervientes caballeros. No sería el único. Y no sólo esto, los mismos cronistas afirman que René acompañó a Juana durante el decisivo asedio de Orleans. Asimismo, Gilles de Montmorency-Laval, barón de Rais, conocido como Gilles de Rais, también luchó valerosamente junto a Juana de Arco y fue su mariscal de campo. Creía ciegamente en la «misión divina» de la doncella. Cuando ésta fue quemada en la hoguera por los ingleses, el carácter de Gilles de Rais sufrió una dramática mutación, convirtiéndose en el asesino más cruel y despiadado del siglo XV, sólo superado por Vlad Tepes el Empalador, el Drácula de la novela homónima de Bram Stoker. A lo que parece, en los siglos posteriores se hicieron varios intentos para borrar sistemáticamente toda traza del posible papel de René de Anjou en la vida de Juana. Sin embargo, los biógrafos posteriores de René no aciertan a señalar sus actividades y su paradero entre 1429 y 1431, es decir, durante el apogeo de la actividad «mesiánica» de Juana. Por lo general, y de una manera tácita, se supone que René estuvo holgazaneando en su castillo de Nancy, pero no existen pruebas que corroboren esta versión. Las circunstancias apuntan a que René acompañó realmente a Juana hasta Chinon. Porque si hubo una persona dominante en el Chinon de aquellos tiempos, esa fue Yolanda de Anjou. Era Yolanda quien constantemente daba al febril e indeciso delfín inyecciones de moral. Fue Yolanda quien inexplicablemente se nombró a sí misma protectora y madrina de Juana. Fue Yolanda quien venció la resistencia que la corte ofreció a la muchacha visionaria y obtuvo autorización para que fuera con el ejército a Orleans. Fue Yolanda quien convenció al delfín de que Juana bien podía ser la «salvadora» de Francia, tal como ella misma pretendía. Fue Yolanda quien maquinó el matrimonio del pusilánime delfín. Y Yolanda era la madre de René de Anjou.
Cuanto más se examina la meteórica carrera de Juana de Arco, más evidente resulta que alguien estaba moviendo los hilos de la Historia entre bastidores. Explotando leyendas populares y viejas profecías en torno a una «Virgen de Lorena» y jugando ingeniosamente con los sentimientos del pueblo, ideando y orquestando la supuesta «misión divina» de la Doncella de Lorena. Tal vez esto no fue así, pero si lo fue, sin duda, fue René de Anjou quien movió los hilos. Si René estuvo asociado con Juana de Arco, su carrera posterior, en su mayor parte, fue mucho menos belicosa. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, René tenía menos de guerrero que de cortesano. En este sentido era un inadaptado en su propia época; era, en pocas palabras, un hombre que se adelantó a su tiempo, un anticipo de los cultos y refinados príncipes del Renacimiento. Persona cultísima, era un escritor prolífico que ilustraba sus propios libros. Escribía poesía y alegorías, además de manuales con reglas precisas para los torneos. Procuraba fomentar el conocimiento, y se dice que en cierto momento tuvo empleado a Cristóbal Colón. Estaba empapado de la tradición esotérica y en su corte había un astrólogo, cabalista y médico judío que respondía al nombre de Jean de Saint-Remy. Según cuentan diversas crónicas, Jean de Saint-Remy era el abuelo de Nostradamus, el famoso profeta del siglo XVI.
Pero además de sus actividades políticas, entre las inquietudes de René de Anjou se contaban su gusto por los romances sobre el rey Arturo y el Grial. De hecho, se dice que estaba muy orgulloso de una magnífica copa de alabastro que, según él, había sido utilizada en las Bodas de Canaán. Afirmaba haberla obtenido en Marsella, donde, según la tradición, María Magdalena, la esposa de Jesús, había desembarcado con el Grial. Según algunos cronistas en el borde de dicha copa podía leerse la siguiente inscripción: «Aquel que beba bien, verá a Dios. Aquel que beba de un solo trago, verá a Dios y a la Magdalena». Por todo esto, no sería excesivo afirmar que René de Anjou fue uno de los grandes impulsores del mito del Grial y de las novelas de la caballería andante. ¿Andante en pos de qué, si no es del Grial?

Batalla de Agincourt (1415) librada entre franceses e ingleses

martes, 30 de mayo de 2017

Clemente Máximo pudo ser el rey Arturo de Britania

Este mítico monarca forma parte de los personajes de la leyenda griálica y aunque tradicionalmente se le ha situado en la Edad Media, pudo tratarse del gobernador romano de Britania, Magno Clemente Máximo, de origen español. En la primavera del año 383, tras una aplastante victoria contra los pictos del norte, sus soldados lo nombraron emperador y Máximo y sus tropas desembarcaron poco después en la Galia para atacar a Graciano, emperador de Occidente. Tras derrotarle, Máximo y Teodosio, emperador de Oriente pactaron en Verona un reparto del Imperio; Máximo se quedó con Britania, la Galia e Hispania, estableciendo su capital en Tréveris; Teodosio con Oriente y Valentiniano II con Italia, Iliria y África. La política religiosa de Máximo se vio empañada por el proceso contra los priscilianistas, que acabó con la ejecución del obispo Prisciliano de Ávila en Tréveris. Luego sus discípulos trasladaron su cadáver decapitado a Compostela, por lo que muchos opinan que son sus restos los que se veneran en la tumba del Apóstol Santiago. A pesar de estar ya en guerra con Teodosio, el emperador de Oriente, Máximo, reunió a su ejército en Colonia, cruzó el Rin y derrotó a los francos. A Máximo se le atribuye también la iniciativa de colonizar la Armórica (Bretaña) y Galicia (Bretoña) con los soldados que le acompañaron desde Britania. En 387, aprovechando una invasión de los alamanes en Retia, y respondiendo a una petición de ayuda por parte de la corte imperial y del obispo Ambrosio de Milán, Máximo ocupó lo territorios pertenecientes a Valentiniano II apropiándose así de toda la parte occidental del Imperio Romano, tras lo cual nombró césar a su joven hijo Flavio Víctor e intentó obtener el pleno reconocimiento de Teodosio como único emperador de Occidente, pero éste le declaró usurpador y atacó por sorpresa a sus tropas en Iliria. Máximo fue derrotado y tuvo que refugiarse en Aquilea, donde fue traicionado y muerto por sus soldados en el 388. Su cabeza fue entregada a Teodosio y paseada por todas las provincias del Imperio. Su hijo Flavio Víctor también fue asesinado por orden del emperador. En 391 un decreto de Teodosio acabó con los últimos restos del paganismo grecorromano. El fuego eterno, que ardía desde tiempo inmemorial en el templo de Vesta, fue extinguido, las vírgenes vestales fueron disueltas y se prohibió celebrar los auspicios bajo pena de muerte. Varios senadores paganos apelaron a Teodosio para restaurar el Altar de la Victoria en la sede del Senado; pero el emperador se negó. Después de los últimos juegos olímpicos celebrados en 393, Teodosio los canceló definitivamente tildándolos de paganos. No obstante, y a pesar de su cristianísimo fervor, Ambrosio, obispo de Milán, excomulgó a Teodosio temporalmente en 390 y el emperador tuvo que observar varios meses de una vergonzosa penitencia pública. Ambrosio demostró así la autoridad de la Iglesia sobre el emperador. El mundo antiguo había muerto y empezaba un períod de obscurantismo conocido como Edad Media.
Magno Clemente Máximo, emperador romano de Occidente de origen español, pudo haber sido el «Arturo» histórico, o al menos, uno de los personajes que inspiraron la leyenda que constituye el núcleo del ideal griálico: un tipo de realeza sagrada y universal. Esta idea fue compartida por muchos pueblos en la Antigüedad, incluidos los celtas, que consideraban dioses a sus reyes porque en sus manos ponían sus vidas y las de sus familias, sus haciendas y su lealtad. Les obedecían ciegamente, siempre que esta sumisión les proporcionase prosperidad y un buen gobierno. Sin embargo, ante una derrota militar, o un desastre natural, o una serie de años de malas cosechas o terribles plagas, se esperaba de estos reyes sagrados que se inmolaran o, al menos, se entregaran al enemigo para salvar a los supervivientes, en especial a los ancianos, mujeres y niños. Desde el momento en que el rey Arturo se convirtió en el eje central de las novelas y poemas del Grial, dejó de pertenecer a Bretaña, para convertirse durante la Edad Media en un mito supranacional: representaba al monarca universal y encarnaba el ideal de la caballería cristiana, por lo tanto a toda la Europa occidental durante el Medievo. Por otra parte, el nombre de Arturo ofrece diferentes interpretaciones, la más autorizada de las cuales es la que se fija en los términos celtas arthos: «oso». Este significado nos presenta a un ser humano excepcional, dotado de una virilidad y una fuerza física que infunde temor a sus adversarios, sin dejar de reunir una condición casi sagrada. Como el Sansón bíblico, o el Heracles griego, por citar un par de conocidos ejemplos. Dentro del antiguo culto solar céltico, lo mismo que en la astronomía caldea y sumeria más primitiva, se mencionaba la «Osa Mayor» o la constelación polar. Símbolos celestes muy relacionados con las mitologías precristianas de Europa y Oriente Próximo desde tiempo inmemorial.
La espada clavada en la piedra
De acuerdo con la tradición, Arturo es reconocido como rey de Britania porque consigue extraer una espada que ha sido clavada en una gran piedra cuadrangular, una especie de losa sepulcral, que sirve de altar en un templo cristiano. Para muchos especialistas este episodio supone una variante de la «Piedra de los Reyes», presente en las sagas germánicas: Sigfrido supera una prueba parecida al sacar de un «árbol mágico» una espada incrustada en él que nadie había logrado arrancar. Los eruditos han querido ver en este episodio dos símbolos muy característicos: primero, la piedra del fundamento que concede el título de grandeza a quien la vence; y segundo, la espada que es sacada de lo material para convertirse en algo espiritual. Pero existen otras explicaciones: la espada simboliza la cruz del cristianismo incrustada por la fuerza en la tierra celta de Bretaña. Hacia el año 400, época en la que situamos a Arturo, el dominio romano toca su fin y los britanos son conscientes de la necesidad de elegir a un rey que reunifique el país para hacer frente a los sajones y otros pueblos que se disponen a invadirles. Merlín ya había anunciado a Arturo que conseguiría la corona de Britania en el momento que hiciera suya la espada Excalibur. Por este motivo Merlín aconsejó además al rey Arturo que diese forma a la Tabla Redonda, que a la larga se convertiría en uno de los máximos símbolos de Camelot. Un castillo que se hallaba separado del mundo exterior por un río de ancho cauce y para cruzarlo se necesitaba atravesar un puente, por el que sólo podían pasar aquellos que llevasen el honor por enseña. Todos los considerados indignos eran arrojados a las negras aguas de foso por los celosos caballeros vigilantes de brillante armadura.
La traición de Mordred
El rey Arturo había abandonado Britania dispuesto a ampliar sus dominios hasta la misma Roma, cuando fue informado de la traición de su sobrino-hijo Mordred, fruto de una relación incestuosa con su hermanastra Morgana, la famosa hechicera. Como Mordred se había atrevido a secuestrar a la reina Ginebra, el rey Arturo tuvo que regresar apresuradamente. Así se desencadenó una cruenta guerra civil en la que perecieron el traidor y, al mismo tiempo, varios de los mejores caballeros de la Tabla Redonda. También Arturo fue herido de gravedad por una lanza envenenada con un conjuro indestructible. La muerte de Arturo recuerda mucho a la del emperador pagano Juliano, y a la del rey merovingio de los francos, Dagoberto II.
Cuando el rey Arturo murió, a consecuencia de sus terribles heridas, fue llevado por su hermana Morgana a la isla de Ávalon. Durante mucho tiempo el trono permaneció vacío, pues sus fieles partidarios esperaban que el rey regresase del Más Allá para volver a gobernarles. En una de las más hermosas leyendas, se muestra el cadáver incorrupto de Arturo, igual que si durmiera plácidamente en un castillo de cristal, que se alza sobre la cima de una montaña siempre cubierta de nieve. Según la tradición, muy alterada con el correr de los siglos, Arturo fue enterrado en la abadía de Glastonbury, donde presuntamente se encontraron sus restos y los de la reina Ginebra allá por el siglo XII, coincidiendo, precisamente, con el auge de los cuentos y romances del Grial. En cualquier caso, el mito que inmortalizó a un rey que tal vez nunca existió, ya estaba en marcha. Y a medida que crecía el mito, el leve rastro del Arturo histórico se fue difuminando.

Guerreros anglosajones del siglo VI