Fue proclamada por las Cortes, el 11 de
febrero de 1873, y terminó el 29 de diciembre de 1874, cuando el
pronunciamiento del general Martínez Campos dio comienzo a la Restauración
borbónica en España. El primer intento republicano en la historia de España fue
una experiencia corta, caracterizada por la inestabilidad política. En sus
primeros once meses se sucedieron cuatro presidentes del poder Ejecutivo, todos
ellos del mismo Partido Republicano Federal, hasta que el golpe de Estado del
general Pavía del 3 de enero de 1874 puso fin a la República Federal proclamada
en junio de 1873 y dio paso a la instauración de una República centralizada
—como la francesa— bajo la dictadura del general Serrano, líder del conservador
Partido Constitucional. El periodo estuvo marcado por tres conflictos armados
simultáneos: la Tercera Guerra Carlista, la Sublevación cantonal y la guerra de
los Diez Años en Cuba. La Primera República se enmarca dentro del Sexenio
Democrático, que comienza con la Revolución de 1868 que dio paso al reinado de
Amadeo I, al que siguió la República, y termina con el pronunciamiento del
general Arsenio Martínez Campos en Sagunto que puso fin a la República, e
inició la Restauración borbónica en España.
El rey Amadeo I renunció al trono de España
el día 11 de febrero de 1873. La abdicación estuvo motivada por las
dificultades a las que tuvo que enfrentarse durante su corto reinado, como la
guerra en Cuba, el estallido de la Tercera Guerra Carlista, la oposición de los
monárquicos alfonsinos, que aspiraban a la restauración borbónica en la figura
de don Alfonso de Borbón, hijo de Isabel II, las diversas insurrecciones
republicanas y la división entre sus propios partidarios. Además de esto, el
efímero y melifluo monarca, por su condición de extranjero, contó con un apoyo
popular prácticamente nulo.
El lunes 11 de febrero, el diario La Correspondencia de España dio la noticia de que el rey había abdicado
e inmediatamente los federales madrileños se agolparon en las calles pidiendo
la proclamación de la República. El gobierno del Partido Radical de Ruiz
Zorrilla se reunió y en su seno las opiniones estaban divididas entre el
presidente y los ministros de procedencia progresista, que pretendían
constituirse en gobierno provisional para organizar una consulta al país sobre
la forma de gobierno —postura que también apoyaba el Partido Constitucional del
general Serrano, porque de esa forma no se produciría la proclamación inmediata
de la República—, y los ministros de procedencia demócrata encabezados por
Cristino Martos y apoyados por el presidente del Congreso de los Diputados,
Nicolás María Rivero, que se decantaban por la reunión conjunta del Congreso y
del Senado que, constituidos en Convención, decidirían la forma de Gobierno, lo
que conduciría a la proclamación de la República dada la mayoría que formaban
en ambas cámaras la suma de republicanos federales y de estos radicales de
procedencia demócrata.
El presidente Ruiz Zorrilla acudió al
Congreso de Diputados para pedir a los diputados de su propio partido, que
tenían la mayoría absoluta en la Cámara, que aprobaran la suspensión de las
sesiones al menos veinticuatro horas, las suficientes para restablecer el
orden. Asimismo pidió que no se tomara ninguna decisión hasta que llegara a las
Cortes el escrito de renuncia a la Corona del rey Amadeo I y anunció que el Gobierno
presentaría un proyecto de Ley de Abdicación. Con todas estas maniobras dilatorias
Ruiz Zorrilla pretendía ganar tiempo, pero fue desautorizado por su propio
ministro de Estado, don Cristino Martos, cuando éste dijo a la Cámara que en
cuanto llegara la renuncia formal del rey el poder sería de las Cortes y «aquí no habrá dinastía ni monarquía
posible, aquí no hay otra cosa posible que la República». Así se aprobó la moción del republicano Estanislao Figueras para que
las Cortes se declararan en sesión permanente, a pesar del intento de Ruiz
Zorrilla de que los radicales no la apoyaran. Mientras tanto, el edificio del
Congreso de los Diputados había sido rodeado por una multitud que exigía la
proclamación de la República, aunque la Milicia Nacional logró disolverla.
Al día siguiente, martes 11 de febrero, los
jefes de distrito republicanos amenazaron al Congreso de los Diputados con que
si no proclamaban la República antes de las tres de la tarde iniciarían una
insurrección. Los republicanos de Barcelona enviaron un telegrama a sus
diputados en Madrid en el mismo sentido. Entonces los ministros demócratas
encabezados por Martos, junto con los presidentes del Congreso y del Senado,
Rivero y Figuerola, decidieron que se reunieran ambas Cámaras, ante las cuales
se leyó la renuncia al trono de Amadeo I y, a continuación, ante la ausencia del
presidente del Gobierno, Ruiz Zorrilla, el ministro de Estado Martos anunció
que el gobierno devolvía sus poderes a las Cortes con lo que éstas se
convertían en Convención y asumían todos los poderes del Estado. Entonces,
varios diputados republicanos y radicales presentaron una moción para que las
dos Cámaras, constituidas en Asamblea Nacional, aprobaran como forma de
gobierno la República y eligieran un poder Ejecutivo responsable ante aquélla.
A las tres de la tarde del 11 de febrero de
1873, el Congreso y el Senado, constituidos en Asamblea Nacional, proclamaron
la República por 258 votos contra 32: «La Asamblea Nacional reasume todos los poderes y declara la
República como forma de gobierno de España, dejando a las Cortes Constituyentes
la organización de esta forma de gobierno. Se elegirá por nombramiento directo
de las Cortes un poder ejecutivo, que será amovible y responsable ante las
mismas Cortes».
Tras un receso de tres horas volvieron a
reunirse las Cámaras para nombrar presidente del poder Ejecutivo al republicano
federal don Estanislao Figueras que estaría al frente de un gobierno pactado
entre los radicales y los republicanos federales e integrado por tres
republicanos —Emilio Castelar en Estado; Francisco Pi y Margall en Gobernación;
y Nicolás Salmerón en Justicia— y cinco radicales —José Echegaray en Hacienda;
Manuel Becerra y Bermúdez en Fomento; Francisco Salmerón en Ultramar; el
general don Fernando Fernández de Córdoba en Guerra y el almirante don José
María Beránger en Marina—. Cristino Martos fue elegido presidente de la autoproclamada
Asamblea Nacional, «el verdadero poder en una situación de Convención», por 222
votos frente a los 20 que reunió Nicolás María Rivero.
Gobierno de Estanislao Figueras
El primer Gobierno de la República tuvo que
afrontar una situación económica, social y política muy difícil: un déficit
presupuestario de 546 millones de pesetas, 153 millones en deudas de pago
inmediato y solo 32 millones para cubrirlas; el Cuerpo de Artillería había sido
disuelto en el momento de mayor virulencia de la Tercera Guerra Carlista, y de
la guerra contra los insurrectos cubanos, para las que no había suficientes
soldados, armamento ni dinero; una grave crisis económica, coincidente con la
gran crisis internacional de 1873, y agudizada por la inestabilidad política,
que estaba provocando el aumento del paro entre jornaleros y obreros, lo que
estaba siendo respondido por las organizaciones proletarias con huelgas,
marchas, concentraciones de protesta y la ocupación de tierras abandonadas.
Pero el problema más urgente que tuvo que
atender el nuevo Gobierno fue restablecer el orden que estaba siendo alterado
por los propios republicanos federales que habían entendido la proclamación de
la República como una nueva revolución y se habían hecho con el poder por la
fuerza en muchos lugares, donde habían formando «juntas revolucionarias» que no
reconocían al gobierno de Figueras, porque era un gobierno de coalición con los
antiguos monárquicos y tildaban de «tibios» a los republicanos de Madrid. El
gobierno Figueras firmó solemnemente el cese del servicio militar obligatorio,
y creó el servicio voluntario. Cada soldado cobraría una peseta diaria y un
chusco. Por su parte, los integrantes de la Milicia de los Voluntarios de la
República recibían un sueldo de 50 pesetas al alistarse, más 2 pesetas y un
chusco diarios. Solamente trece días después de haberse formado el nuevo Gobierno
se encontraba bloqueado por las diferencias que existían entre los ministros
radicales y los republicanos por lo que el presidente Figueras presentó la
dimisión a las Cortes el 24 de febrero. Esta situación fue aprovechada por el
líder de los radicales y presidente de la Asamblea Nacional, Cristino Martos,
para intentar un golpe de Estado que desalojara del gobierno a los republicanos
federales y le permitiera formar uno exclusivamente con gente de su Partido que
diera paso a una república liberal–conservadora. Martos, de acuerdo con el
gobernador civil de Madrid, ordenó a la Guardia Civil que ocupara el Ministerio
de la Gobernación y el de Hacienda y que rodeara el palacio del Congreso de los
Diputados, donde fue elegido por sus compañeros de partido como nuevo
presidente del poder Ejecutivo. Pero esta maniobra no tuvo éxito gracias a la
rápida actuación del ministro de la Gobernación, Pi y Margall, que movilizó a
la guarnición de Madrid y a los Voluntarios de la República que consiguieron
contrarrestar el golpe. Así se formó el segundo gobierno de Figueras del que
salieron los ministros radicales, entrando en su lugar Juan Tutau y Verges en
Hacienda, Eduardo Chao en Fomento, José Cristóbal Sorní y Grau en Ultramar, y
los militares don Juan Acosta Muñoz y don Jacobo Oreyro y Villavicencio en
Guerra y Marina, respectivamente. Además se acordó disolver la Asamblea
Nacional donde los radicales gozaban de mayoría absoluta.
El 8 de marzo, cuando la Asamblea Nacional
iba a discutir la propuesta de disolución de la misma, Cristino Martos intentó
un nuevo golpe de Estado con el mismo objetivo de formar un gobierno exclusivamente
radical, esta vez presidido por su compañero de partido Nicolás María Rivero, y
que contaba con el apoyo del general Serrano, líder del monárquico Partido
Constitucional. Pero en el último momento los diputados radicales seguidores de
Rivero, temerosos de que la formación de un gobierno radical provocara un levantamiento
de los republicanos «intransigentes» que podía conducir a una guerra civil, no
apoyaron la iniciativa de Martos y votaron a favor de la disolución de la
Asamblea. Martos dimitió de su cargo de presidente de la Asamblea dos días
después. Pero en la Comisión Permanente que asumiría sus funciones de
fiscalización del Gobierno hasta que se reunieran las nuevas Cortes
Constituyentes y que se formó el 22 de marzo, los radicales mantuvieron su
mayoría absoluta, aunque divididos entre los martistas que tenían ocho
representantes y los riveristas que
tenía cuatro, frente a cinco republicanos federales, más dos alfonsinos y un
constitucional. El mismo día 8 de marzo, cuando en Madrid tenía lugar el
intento de golpe de Estado, en Barcelona la Diputación, dominada por los
republicanos federales «intransigentes», volvía a proclamar el Estado catalán,
como ya había hecho el 12 de febrero, y como en aquella ocasión solo los
telegramas que les envió Pi y Margall desde Madrid les hizo desistir, aunque en
esta ocasión esperaron a que cuatro días después, el 12 de marzo, fuera a
Barcelona el propio presidente del poder Ejecutivo de la República, don Estanislao
Figueras para retirar la declaración.
Después de superar las diferencias que
separaban a martistas de riveristas, los radicales intentaron un tercer golpe de Estado el 23 de abril,
con el mismo objetivo de los dos anteriores, pero esta vez contando con el
apoyo de militares conservadores, como el general Pavía, capitán general de
Madrid, el almirante Topete o de nuevo el general Serrano, y con civiles del Partido
Constitucional, encabezados por don Práxedes Mateo Sagasta, que también querían
evitar la proclamación de la República Federal, porque se esperaba que el
Gobierno gracias a su «influencia moral» conseguiría la mayoría necesaria en
las elecciones a Cortes Constituyentes que estaban convocadas para el mes
siguiente. Pero de nuevo la actuación decidida del ministro de la Gobernación,
Pi y Margall, que conocía los planes de los golpistas, desbarató la intentona.
Primero sustituyó al general Pavía al frente de la Capitanía General de Madrid
por el general Hidalgo, y luego ordenó a la Guardia Civil y a la milicia de los
Voluntarios de la República que atacaran la plaza de toros donde habían
concentrado los golpistas a los Voluntarios de la Libertad, que depusieron las
armas después de unos pocos disparos. Entonces grupos federales armados
rodearon el Palacio del Congreso donde estaba reunida la Comisión Permanente que
tenía previsto derrocar al Gobierno y reunir a la Asamblea Nacional para que
nombrara presidente del poder Ejecutivo al general Serrano. Los miembros de la
Comisión solo lograron abandonar el Congreso gracias a la protección que les proporcionaron
los diputados republicanos y miembros del Gobierno entre los que se encontraban
don Emilio Castelar y Nicolás Salmerón —cuyo hermano, Francisco Salmerón, del
Partido Radical, era miembro de la Comisión—. La mayoría de los implicados en
el golpe frustrado se fueron del país, algunos de ellos disfrazados para no ser
reconocidos, como el general Serrano o Cristino Martos. Al día siguiente un
decreto del poder Ejecutivo, firmado por Pi y Margall, disolvió la Comisión
Permanente.
La decisión de Pi y Margall de disolver la
Comisión Permanente —que el historiador Jorge Vilches califica de «golpe de
Estado»— fue cuestionada por los republicanos federales «moderados» encabezados
en aquel momento por don Emilio Castelar y Nicolás Salmerón pues eran conscientes
de que iba a tener como consecuencia el retraimiento del resto de partidos en
las elecciones, lo que restaría legitimidad a las Cortes Constituyentes que
saldrían de ellas. «Fue
tal el miedo a la soledad, que Castelar y Figueras negociaron con los radicales
y los conservadores para darles una representación parlamentaria», pero ambos grupos rechazaron la propuesta
y se reafirmaron en la opción del retraimiento, argumentando la ilegalidad de
la disolución de la Comisión Permanente. Así pues, en las elecciones no hubo
lucha electoral, pues optaron por el retraimiento, además de radicales y
constitucionales, los carlistas, que estaban alzados en armas, y los
alfonsinos, que no reconocían a la República. En los pocos distritos donde hubo
disputa electoral fue entre candidatos republicanos federales del sector
«moderado» o del «intransigente».
Las elecciones a Cortes Constituyentes, que
debían reunirse el 1 de junio en Madrid, habían sido convocadas por una ley de
11 de marzo de 1873. Los comicios tuvieron lugar los días 10, 11, 12 y 13 mayo,
obteniendo los republicanos federales 343 escaños y el resto de fuerzas
políticas, 31. Así pues, la representatividad resultante de estas elecciones
fue muy limitada a causa del retraimiento de la totalidad de las fuerzas de
oposición política —radicales, constitucionales, carlistas (en guerra desde
1872), monárquicos alfonsinos de Cánovas del Castillo, republicanos unionistas,
e incluso las incipientes organizaciones obreras adscritas a la Internacional—.
Con un 60 % de abstención, fueron los comicios con la participación más baja de
la historia de España. En Cataluña, solo votó el 25 % del electorado; en
Madrid, el 28 %. Y eso que se había reducido la edad mínima para votar de 25 a
21 años, «pensando que los jóvenes votarían a los federales». Como señaló
Nicolás Estévanez, «España
distaba mucho de ser republicana».
La República Federal
El 1 de junio de 1873 se abrió la primera
sesión de las Cortes Constituyentes bajo la presidencia del veterano
republicano José María Orense y comenzó la presentación de propuestas. El 7 de
junio se debatió la primera de ellas, suscrita por siete diputados, que decía: «Artículo único. La forma de gobierno de la
Nación española es la República democrática federal». El presidente, haciendo cumplir lo que ordenaba el Reglamento de las
Cortes para la aprobación definitiva de las propuestas de Ley, dispuso celebrar
una votación nominal al día siguiente. El 8 de junio se aprobó la propuesta con
el voto favorable de 218 diputados y solamente 2 en contra, proclamándose ese
día la República Federal. A pesar de que los republicanos federales gozaban de
una mayoría aplastante en las Cortes Constituyentes, en realidad estaban
divididos en tres grupos: los «intransigentes» con unos 60 diputados formaban
la izquierda de la Cámara y propugnaban que las Cortes se declararan en
Convención, asumiendo todos los poderes del Estado —el legislativo, el
ejecutivo y el judicial— para construir la República Federal de abajo arriba,
desde el municipio a los cantones o estados y desde éstos al poder federal, y
también defendían la introducción de reformas sociales que mejoraran las
condiciones de vida del cuarto estado. Este sector de los republicanos
federales no tenía un líder claro, aunque reconocían como su «patriarca» a José
María Orense, el viejo marqués de Albaida. Destacaban dentro de él Nicolás
Estévanez, Francisco Díaz Quintero, los generales don Juan Contreras y don Blas
Pierrad, o los escritores Roque Barcia y Manuel Fernández Herrero. Los
«centristas» liderados por Pi y Margall coincidían con los «intransigentes» en
que el objetivo era construir una República Federal pero de arriba abajo, es
decir, primero había que elaboran la Constitución federal y luego proceder a la
formación de los cantones o estados federados. El número de diputados con los que
contaba este sector no era muy amplio, y en muchas ocasiones actuaban divididos
en las votaciones, aunque se solían inclinar por las propuestas de los
«intransigentes».
Los «moderados» constituían la derecha de
la Cámara y estaban liderados por don Emilio Castelar y Nicolás Salmerón —y
entre los que también destacaban Eleuterio Maisonnave y Buenaventura Abarzuza
Ferrer— y defendían la formación de una República democrática que diera cabida
a todas las opciones liberales, por lo que rechazaban la conversión de las
Cortes en un poder revolucionario como defendían los «intransigentes» y
coincidían con los pimargalianos en que la prioridad de las Cortes era aprobar
la nueva Constitución. Constituían el grupo más numeroso de la Cámara, aunque
había ciertas diferencias entre los seguidores de Castelar, que eran
partidarios de la conciliación con los radicales y con los constitucionales
para incluirlos en el nuevo régimen, y los seguidores de Salmerón que
propugnaban que la República solo debía fundamentarse en la alianza de los
republicanos «viejos». Su modelo era la República Francesa, mientras que para
«intransigentes» y «centristas» pimargalianos lo eran Suiza y Estados Unidos,
dos repúblicas de estructura federal.
Gobierno de Francisco Pi y Margall
El programa de gobierno que presentó Pi y
Margall ante las Cortes se basaba en la necesidad de acabar con la guerra
carlista, la separación de la Iglesia y el Estado, la abolición de la
esclavitud en las colonias, y las reformas en favor de las mujeres y los niños
trabajadores. Sobre este último punto las Cortes aprobaron el 24 de julio de
1873 una ley que regulaba «el
trabajo de los talleres y la instrucción en las escuelas de los niños obreros
de ambos sexos». También incluía la
devolución a los pueblos de los bienes comunales mediante una ley que
modificara la desamortización de Madoz, pero la ley no llegó a ser aprobada.
Tampoco llegó a aprobarse otra que tenía como objeto la cesión vitalicia de
tierras a los arrendatarios a cambio del pago de un censo. La que sí fue
aprobada fue una ley de 20 de agosto que dictaba reglas «para redimir
rentas y pensiones conocidas con los nombres de foros, subforos y otros de
igual naturaleza». Por último el programa
incluía como prioridad la elaboración de la nueva Constitución y el impulso a
la enseñanza obligatoria y gratuita. En seguida el gobierno de Pi y Margall se
encontró con la oposición de los «intransigentes» porque en su programa no se
habían incluido algunas de las reivindicaciones históricas de los federales
como «la abolición del estanco del tabaco, de la lotería, de los aranceles
judiciales y de los consumos repuestos en 1870 por ausencia de recursos». La inoperancia del Gobierno a causa de la
labor de bloqueo que realizaban los ministros «intransigentes» hizo que se
presentara en las Cortes una proposición para que se concediera al presidente
del poder Ejecutivo la facultad de nombrar y destituir libremente a sus
ministros. La aprobación de la misma le permitiría a Pi sustituir a los
ministros intransigentes por otros del sector moderado, naciendo así un gobierno
de coalición entre los centristas pimargalianos y los moderados de Castelar y
Salmerón. La respuesta de los intransigentes fue reclamar que las Cortes,
mientras se redactaba y aprobaba la nueva Constitución Republicana federal, se
constituyeran en Convención de la cual emanaría una Junta de Salud Pública que
detentaría el poder ejecutivo, propuesta que fue rechazada por la mayoría de
diputados que apoyaba al Gobierno, y a continuación el 27 de junio los intransigentes
presentaron un voto de censura contra el Gobierno, que incluía la peregrina
petición de que su presidente Pi y Margall se pasara a sus filas. La crisis se
resolvió al día siguiente, como temían los intransigentes, con la entrada en el
Gobierno de los moderados Maisonnave en Estado, Joaquín Gil Berges en Gracia y
Justicia y José Carvajal Hué en Hacienda, además de reforzar la presencia de
los pimargalianos con Francisco Suñer en Ultramar y Ramón Pérez Costales en
Fomento. El programa del nuevo Gobierno se resumió en el lema «orden y
progreso».
El 30 de junio Pi y Margall pidió a las
Cortes facultades extraordinarias para acabar con la guerra carlista, aunque
limitadas a las provincias Vascongadas, Navarra y Cataluña. Los intransigentes
se opusieron ferozmente a la propuesta porque la entendían como la imposición
de la «tiranía» y la pérdida de la democracia, aunque el Gobierno les aseguró
que solo se aplicaría a los carlistas y no a los republicanos federales.
Aprobada la propuesta por las Cortes, el Gobierno publicó un manifiesto en el
que después de justificar los poderes extraordinarios que había recibido,
anunció la llamada al Ejército de las quintas y de la reserva, pues «la Patria exige el sacrificio de todos sus
hijos, y no será liberal ni español, el que no lo haga en la medida de sus
fuerzas».
Proyecto de Constitución Federal de 1873
En el programa de gobierno que presentó Pi
y Margall a las Cortes se señaló como una de sus prioridades la rápida
aprobación de la Constitución de la República, por lo que inmediatamente se eligió
una comisión de 25 miembros encargada de redactar el proyecto. Uno de sus
miembros, el moderado don Emilio Castelar, escribió en veinticuatro horas el
que sería asumido por el conjunto de la comisión y presentado a las Cortes para
su debate. El proyecto no satisfizo ni a los radicales ni a los
constitucionales y tampoco a los republicanos federales intransigentes que
acabarían presentado otro proyecto constitucional.
En el Proyecto de Constitución Federal de
1873 redactado por don Emilio Castelar, éste reflejó su concepción de la
República como la forma de gobierno más adecuada para que entraran en ella
todas las opciones liberales, porque no se podía conciliar la democracia con la
Monarquía como lo había demostrado la experiencia de la «monarquía democrática»
de Amadeo I. Pero para que la República fuera aceptable por las clases
conservadoras y medias era necesario poner fin a lo que Castelar llamaba
«demagogia roja» que confundía la República con el incipiente socialismo.
De ahí que el proyecto de Constitución
federal que presentó ante las Cortes fuera a su entender una continuación de
los principios establecidos en la Constitución de 1869, de hecho mantuvo su
Título I. Asimismo su proyecto se basaba en una rígida separación de poderes,
todos electivos. Así el presidente de la República no era elegido por las
Cortes sino mediante unas juntas electorales votadas en cada estado regional,
que emitirían su voto y el candidato que obtuviera la mayoría sería proclamado
por las Cortes, y en caso de que ninguno obtuviera la mayoría absoluta sería
elegido por los diputados entre los dos candidatos con mayor número de votos.
Su función fue la de ejercer el llamado «poder de relación» entre las
diferentes instituciones. Los diputados y senadores, por su parte, no podían
formar parte del Gobierno, ni éste asistir a las reuniones de las Cámaras. En
cuanto al poder Judicial se establecía el jurado para todo tipo de delitos y en
cuanto a la estructura federal, cada Estado gozaría de «toda la autonomía
política compatible con la existencia de la Nación» y podría dotarse de una
Constitución propia, siempre que no fuera contraria a la federal, y tener su
propia Asamblea Legislativa. Por último, los municipios elegirían a sus
concejales, alcalde y jueces por sufragio universal.
Estados que componen la Nación española
según el proyecto de Constitución Federal de 1873. Su artículo más discutido,
al que se refirieron la mayoría de las enmiendas que llegaron a discutirse, fue
el primero en el que se establecía la división territorial de la República, y
en la que se incluyó a Cuba y a Puerto Rico como forma de resolver el problema
colonial —añadiéndose más adelante que leyes especiales regularían la situación
de las otras provincias ultramarinas—: componen la Nación Española los Estados
de Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias,
Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Cataluña, Cuba, Extremadura, Galicia,
Murcia, Navarra, Puerto Rico, Valencia, provincias Vascongadas. Los Estados
podrán conservar las actuales provincias o modificarlas, según sus necesidades
territoriales.
«Estos estados tendrían una “completa autonomía
económico-administrativa y toda la autonomía política compatible con la
existencia de la Nación”, así como “la facultad de darse una Constitución
política” (artículos 92º y 93º)».
El proyecto de Constitución preveía en su
Título IV, además de los clásicos poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, un
cuarto poder de relación que sería ejercido por el Presidente de la República. El
poder Legislativo estaría en manos de las Cortes federales, compuestas por
Congreso y Senado, siendo el Congreso una cámara de representación proporcional
con un diputado «por cada 50.000 almas» que se renovaría cada dos años, y el
Senado, una Cámara de representación territorial siendo elegidos cuatro
senadores por las Cortes de cada uno de los Estados.
El poder Ejecutivo sería ejercido por el
Consejo de Ministros, cuyo Presidente sería elegido por el Presidente de la
República. El artículo 40 del proyecto disponía: «En la organización política de la Nación
española todo lo individual es de la pura competencia del individuo; todo lo
municipal es del Municipio; todo lo regional es del Estado, y todo lo nacional,
de la Federación». El artículo siguiente
declaraba que «Todos los poderes son electivos, amovibles y responsables», y el artículo 42 que «La soberanía
reside en todos los ciudadanos, y se ejerce en representación suya por los
organismos políticos de la República, constituida por medio del sufragio universal», debiéndose tener en cuenta que con
«sufragio universal» en aquella época se referían al sufragio masculino, pues
las mujeres no tenían derecho de voto.
El poder Judicial residiría en el Tribunal
Supremo Federal, que se compondría «de tres magistrados por cada Estado de la
Federación» (artículo 73) que nunca serían elegidos por el poder ejecutivo ni
el legislativo. Además, establecía que todos los tribunales serían colegiados e
imponía la institución del jurado para toda clase de delitos. El poder de relación
sería ejercido por el presidente de la República Federal cuyo mandato duraría
«cuatro años, no siendo inmediatamente reelegible», como decía el artículo 81
del proyecto. En cuanto a los derechos y libertades, el proyecto fue una
continuación del Título I de la Constitución de 1869, aunque introducía «algunas innovaciones significativas, como
la separación definitiva de Iglesia y Estado y la prohibición expresa de
subvencionar cualquier culto. También exigía la sanción civil de los
matrimonios, nacimientos y defunciones y se declaraban abolidos los títulos
nobiliarios. Se establecía y regulaba con bastante amplitud el derecho de
asociación [...]».
La rebelión cantonal y la dimisión de Pi y Margall
La respuesta de los intransigentes a la
política de «orden y progreso» del gobierno de Pi y Margall fue abandonar las
Cortes el 1 de julio, alegando como motivo inmediato un bando del gobernador
civil de Madrid limitando las garantías de los derechos individuales. Solamente
quedó en las Cortes el diputado Navarrete quien al día siguiente explicó los
motivos del retraimiento acusando al gobierno de Pi y Margall de falta de
energía y de haber contemporizado e incluso claudicado frente a los enemigos de
la República Federal. Pi y Margall le contestó en esa misma sesión del 2 de
julio: «Lo que
pretende el Sr. Navarrete y sus epígonos es que el Gobierno debería haber sido
un gobierno revolucionario, que debería haberse arrogado una cierta dictadura,
dejando de contar con las Cortes Constituyentes. [...] Si la República hubiese
venido de abajo–arriba, se habrían constituido los cantones, pero el periodo
habría sido largo, trabajoso y pleno de conflictos, al paso que ahora, por
medio de las Constituyentes, traemos la República Federal, sin grandes
perturbaciones, sin estrépito y sin sangre».
Tras el abandono de las Cortes exhortaron a
la inmediata y directa formación de cantones, lo que iniciaría la rebelión
cantonal, formándose en Madrid un Comité de Salvación Pública para dirigirla,
aunque, según López Cordón, «lo que prevaleció fue la iniciativa de los federales locales,
que se hicieron dueños de la situación en sus respectivas ciudades». A pesar de que hubo casos como el de
Málaga, en que las autoridades locales fueron las que encabezaron la
sublevación, en la mayoría se formaron juntas revolucionarias. En pocos días la
revuelta era un hecho en Murcia, Andalucía y Valencia. Pi y Margall reconoció que
lo que estaban haciendo los intransigentes era poner en práctica su teoría del
federalismo «pactista» de abajo–arriba, pero condenó la insurrección porque esa
teoría estaba pensada para una ocupación del poder «por medio de una revolución
a mano armada» no para una «República [que] ha venido por el acuerdo de una
Asamblea, de una manera legal y pacífica».
El 30 de junio el ayuntamiento de Sevilla
acordó transformarse en República Social. Una semana más tarde, el 9 de julio,
Alcoy se declaraba independiente: desde el día 7 de julio estaba teniendo lugar
una ola de asesinatos y ajustes de cuentas al amparo de una huelga
revolucionaria; la llamada Revolución del Petróleo dirigida por elementos
locales de la sección española de la AIT. Según Jorge Vilches, «puntos comunes
en las declaraciones cantonales fueron la abolición de impuestos impopulares,
como los consumos y el estanco de tabacos y sal, la secularización de los
bienes del clero, el establecimiento de medidas favorables a los trabajadores,
el indulto a presos por delitos contra el Estado, la sustitución del Ejército
por la milicia y la formación de comités o juntas de salud pública».
Los focos federales del país no estallaron
en forma de estados autónomos, sino como una constelación de cantones
independientes. Los levantamientos se produjeron, fundamentalmente, en diversas
localidades de Valencia, Murcia y Andalucía. Sin embargo, las experiencia
paradigmática del periodo, el famoso Cantón de Cartagena, respondió en verdad a
un intento de crear un Cantón Murciano en donde sus promotores se dividieron
entre los que pretendían que fuera de tipo regional y los que aspiraban a uno
de tipo provincial. Otros de ámbito provincial fueron los de Valencia y Málaga.
Algunos afectaron a municipios como Alcoy, Algeciras, Almansa, Andújar, Bailén,
Cádiz, Castellón, Granada, Motril, Salamanca, Sevilla, Tarifa y Torrevieja. Por
último, hubo otros que afectaron a pequeñas localidades como el pueblo manchego
de Camuñas o el murciano de Jumilla, aunque sobre este último no existe
constancia en el archivo municipal de la proclamación de cantón alguno. El más
duradero y activo de todos los cantones fue el de Cartagena, que estalló el 12
de julio en aquella base naval, bajo la inspiración del diputado federal
murciano Antonio Gálvez Arce, conocido como Antoñete.
Los cantonalistas cartageneros toman el
castillo de Galeras. Izan una bandera roja y dan un cañonazo como señal
previamente acordada, para indicar a la fragata Almansa
que se han tomado las defensas y puede sublevarse junto al resto de la
escuadra. En realidad, a falta de una bandera roja por completo, se iza una
bandera turca. Enseguida se retira la bandera, y a falta de pintura roja, y
para evitar confusiones que lleven a pensar que han perdido el control del
castillo, un sublevado se corta en el brazo voluntariamente y con su sangre
tiñe la media luna y la estrella. El capitán general, al conocer lo sucedido,
transmite a Madrid su famoso telegrama: «El castillo de Galeras ha
enarbolado bandera turca». Antonio Gálvez
Arce apasionó a la marinería con su inflamada oratoria y se apoderó de la
escuadra fondeada en el puerto, que en ese momento se componía de lo mejor de
la Armada. Con la flota en su poder sembró el terror en la costa mediterránea
próxima, y fue declarado «pirata y buena presa» por decreto del Gobierno
republicano. Ya en tierra, dirigió una marcha sobre Madrid que fue desbaratada
en Chinchilla. El cantón de Cartagena acuñó moneda propia, el duro cantonal, y
resistió seis meses de guerra e independencia de facto. Dos fragatas
cantonales, la de hélice Almansa y la
fragata blindada Vitoria, salieron de
Cartagena «hacia una potencia extranjera», es decir, a Almería, para recaudar fondos. Al negarse la ciudad a
pagar, fue bombardeada y tomada por los cantonalistas, quienes se cobraron
ellos mismos el tributo. El general Contreras, al mando de la flota rebelde, se
hizo rendir honores al desembarcar, curiosamente al son de la Marcha Real. A
continuación, repitieron la hazaña en Alicante y, de vuelta a Cartagena, fueron
apresados como piratas por las fragatas acorazadas HMS Swiftsure y SMS Friedrich Carl, británica y alemana respectivamente.
El gobierno de Pi y Margall se vio
desbordado por la rebelión cantonal y también por la marcha de la Tercera
Guerra Carlista, ya que los partidarios de don Carlos campaban por sus respetos
con total libertad en las Vascongadas, Navarra y Cataluña, salvo en las
capitales, y extendían su acción a todo el país a través de partidas, mientras
que el pretendiente Carlos VII había formado en Estella un gobierno provisional
con sus propios ministerios, que comenzaba incluso a acuñar moneda, mientras
que la connivencia de Francia les permitía recibir ayuda del exterior.
Para acabar con la rebelión cantonal, Pi y
Margall se negó a aplicar las medidas de excepción que le proponía el sector
moderado de su partido, lo que incluía la suspensión de las sesiones de las
Cortes, porque confiaba en que la rápida aprobación de la Constitución federal
—cosa que no sucedió— y la vía del diálogo —la llamada «guerra telegráfica» que
ya le funcionó cuando la Diputación de Barcelona proclamó el Estado catalán
independiente—, haría entrar en razón a los sublevados. No obstante, no dudó en
reprimir a los sublevados como lo prueba el telegrama que envió el ministro de
la Gobernación a todos los gobernadores civiles el 13 de julio, nada más tener
conocimiento de la proclamación del Cantón Murciano el día anterior:
«[...]Obre V.S. en esa provincia enérgicamente. Rodéese de todas
las fuerzas de que disponga, principalmente de las de voluntarios y sostenga el
orden a todo trance. [...] Las insurrecciones carecen hoy de toda razón de ser
puesto que hay una Asamblea soberana, producto del sufragio universal y pueden
todos los ciudadanos emitir libremente sus ideas, reunirse y asociarse. Cabe
proceder contra ellas con rigurosa justicia. V.S. puede obrar sin vacilación y
con perfecta conciencia».
La política de Pi y Margall de combinar la
persuasión y la represión para acabar con la rebelión cantonal se aprecia muy
bien en las instrucciones que dio al general republicano Ripoll en su cometido
de acabar con la rebelión cantonal en Andalucía al frente de las unidades del Ejército
acuarteladas en Córdoba, y compuestas por 1.677 infantes, 357 caballos y 16
piezas de artillería: «Confío
tanto en la prudencia de Vd. como en su temple de alma. No entre en Andalucía
en son de guerra. Haga Vd. comprender a los pueblos que no se forma un ejército
sino para garantizar el derecho de todos los ciudadanos y hacer respetar los
acuerdos de la Asamblea. Tranquilice Vd. a los tímidos, modere a los
impacientes; manifiésteles que con sus eternas conspiraciones y frecuentes
desórdenes están matando a la República. Mantenga siempre alta su autoridad.
Apele, ante todo, a la persuasión y al consejo. Cuando no basten, no vacile en
caer con energía sobre los rebeldes. La Asamblea es hoy el poder soberano».
Como la política de Pi y Margall no
consiguió detener la rebelión cantonal, el sector moderado le retiró su apoyo
el 17 de julio proponiendo para sustituirlo a Nicolás Salmerón. Al día
siguiente Pi y Margall dimitió, tras 37 días de mandato. De esta forma describió
las decepciones que le había dado la política: «Han sido tantas mis amarguras en el ejercicio
del poder, que no puedo codiciarlo. He perdido en el gobierno mi tranquilidad,
mi reposo, mis ilusiones, mi confianza en los hombres, que constituía el fondo
de mi carácter. Por cada hombre agradecido, cien ingratos; por cada hombre
desinteresado y patriótico, cientos que no buscaban en la política sino la
satisfacción de sus apetitos. He recibido mal por bien...»
El gobierno de Nicolás Salmerón y la represión de la rebelión
cantonal
Don Nicolás Salmerón Alonso, fue el tercer
presidente de la Primera República. Resultó elegido presidente del poder
Ejecutivo con 119 votos a favor y 93 votos en contra, era un federalista
moderado que defendía la necesidad de llegar a un entendimiento con los grupos
conservadores y una lenta transición hacia la República Federal. Según el
historiador Jorge Vilches, «sus
intervenciones parlamentarias, excesivamente académicas y altivas, en las dos
últimas legislaturas del reinado de Amadeo I, le granjearon popularidad entre
los republicanos» y «en las Cortes
Constituyentes de la República española lideró una facción de la derecha
republicana, algo lógico no solo por sus ideas conservadoras, sino por la
carencia de hombres de talento, de experiencia en la vida política y de
conocimientos constitucionales o jurídicos entre los diputados republicanos de
aquella Asamblea». Su oratoria demoledora
prosiguió en las Cortes de la Restauración. Francisco Silvela decía que
Salmerón, en sus discursos, solo usaba un arma: la artillería. Antonio Maura
caracterizaba el tono profesoral de don Nicolás diciendo que «siempre parece
que esté dirigiéndose a los metafísicos de Albacete». Ya durante su etapa como ministro
de Gracia y Justicia en el gobierno de don Estanislao Figueras, promovió la
abolición de la pena de muerte, así como la independencia del poder judicial
frente al político.
Su llegada a la presidencia del poder Ejecutivo
produjo una intensificación del movimiento cantonalista porque los
intransigentes pensaron que con Salmerón sería imposible ni siquiera alcanzar
la República Federal desde arriba, como les había asegurado Pi y Margall, por
lo que el mismo día del nombramiento de Salmerón formaron en Madrid un Comité
de Salud Pública que se coordinaría con las provincias y una Comisión de Guerra
presidida por el general Contreras para organizar la revuelta cantonal.
Finalmente, el 30 de julio formaron un «Gobierno provisional de la federación
española» dirigido por Roque Barcia. En aquel momento, entre carlistas y
cantonales, 32 provincias se hallaban levantadas en armas.
El lema del gobierno de Salmerón fue el
«imperio de la Ley», lo que suponía que para salvar a la República y a las
instituciones liberales había que acabar con carlistas y cantonales. Para
sofocar la rebelión cantonal tomó medidas duras como destituir a los
gobernadores civiles, alcaldes y militares que había apoyado de alguna forma a
los cantonalistas y a continuación nombró a generales contrarios a la República
Federal como Manuel Pavía o Arsenio Martínez Campos —lo que no le importó
porque lo prioritario era restablecer el orden— para que mandaran las
expediciones militares a Andalucía y a Valencia, respectivamente. «Además, movilizó a los reservistas, aumentó
la Guardia Civil con 30.000 hombres, nombró delegados del Gobierno en las
provincias con las mismas atribuciones que el Ejecutivo. Autorizó a las
Diputaciones a imponer contribuciones de guerra y a organizar cuerpos armados
provinciales, y decretó que los barcos en poder de los cartageneros se
consideraran piratas; lo que suponía que cualquier buque de guerra podía hundirlos
estuviera en aguas españolas o no».
Gracias a estas medidas fueron sometidos uno tras otro los distintos cantones,
excepto el de Cartagena que resistiría hasta el 12 de enero de 1874. En la
sesión de las Cortes del 6 de septiembre Pi i Margall realizó una dura crítica
sobre la forma como se había reprimido la rebelión cantonal: «El Gobierno
ha vencido a los insurrectos, pero ha sucedido lo que yo temía: han sido
vencidos los republicanos. ¿Lo han sido los carlistas? No. Ínterin ganabais
vitalidad en el mediodía, los carlistas la ganaban en el norte. [...] Yo no
hubiese apelado a vuestros medios, declarando piratas a los buques de los que
se apoderaron los federales; yo no hubiese permitido el que naciones
extranjeras, que ni siquiera nos han reconocido, viniesen a intervenir en
nuestras tristísimas discordias. Yo no hubiese bombardeado Valencia. Yo os digo
que, por el camino que seguís, es imposible salvar a la República, porque
vosotros desconfiáis de las masas populares y sin tener confianza en ellas, es
imposible que podáis hacer frente a los carlistas».
Los carlistas catalanes
Como todavía persistía la frecuente
indisciplina de las tropas —que en algún caso se saldó con el asesinato del
oficial al mando—, los generales pidieron el restablecimiento completo de las
Ordenanzas Militares españolas que incluían la pena de muerte para los soldados
que incumplieran determinados artículos. La propuesta fue aprobada en las
Cortes, con la oposición de Salmerón que era absolutamente contrario a la pena
de muerte. Así, cuando el 5 de septiembre se le presentó a la firma la
aplicación de una sentencia de muerte de ocho soldados que en Barcelona se
habían pasado al bando carlista, Nicolás Salmerón prefirió dimitir a manchar su
conciencia y presentó su renuncia irrevocable a la presidencia del poder
Ejecutivo, a pesar de que el presidente de las Cortes en aquel momento, don Emilio
Castelar, intentó convencerle para que no lo hiciera, pero lo único que
consiguió fue aplazarla un solo día. Cuando murió Salmerón muchos años después
se grabó en piedra en su mausoleo: «Abandonó el poder por no firmar una
sentencia de muerte».
En la decisión de don Nicolás Salmerón de
dimitir también pudo pesar la conducta del general Pavía de continuo desafío a
su autoridad. Don Manuel Pavía, puesto por Salmerón al frente del Ejército en
Andalucía, quería tomar a toda costa el cantón de Málaga, el último reducto
insurgente andaluz, pero el Gobierno había sellado un pacto no escrito con el
gobernador civil de Málaga por el que se permitía su semi independencia de
facto —lo que incluía que no habría fuerzas del Ejército en la capital malagueña—
a cambio de que reconociera plenamente la autoridad del Gobierno de Madrid.
Pavía presentó por dos veces su dimisión, que no le fue aceptada, como lo hizo
después con el nuevo presidente del poder Ejecutivo, don Emilio Castelar que
continuó resistiendo a la presión de Pavía. El problema se resolvió con la
salida de Málaga de los cantonalistas encabezados por el gobernador civil,
siendo detenidos en Boadilla por las fuerzas de Pavía, quien finalmente consiguió
lo que se proponía: entrar en Málaga al frente de las tropas gubernamentales y
acabar con el cantón.
Gobierno de don Emilio Castelar
Don Emilio Castelar, fue el cuarto
presidente de la Primera República Española. Fue elegido el 7 de septiembre por
133 votos a favor frente a los 67 obtenidos por Pi y Margall. Era partidario de
la República unitaria, catedrático de Historia y destacado orador. Durante su
anterior etapa como ministro de Estado en el gobierno de don Estanislao
Figueras, promovió y consiguió que se aprobase la abolición de la esclavitud en
Puerto Rico, aunque no en Cuba por la situación de guerra que allí se vivía.
En el discurso de presentación del nuevo Gobierno
ante las Cortes, Castelar dijo que su Ministerio representaba «la libertad, la democracia, la
República... pero además somos la federación sin romper la unidad de la Patria». De esta forma resumía su concepción de la
República como la forma de gobierno en la que debían caber todas las opciones
liberales, incluidas las conservadoras. Don Emilio Castelar había quedado
hondamente impresionado por el desorden causado por la rebelión cantonal, que
cuando él asumió la presidencia del poder Ejecutivo estaba prácticamente sofocada,
con la excepción del último reducto cantonal en Cartagena. Así valoró mucho más
tarde lo que había supuesto para el país, según él, la rebelión cantonal: «La
sublevación embistió contra el más federal de todos los ministerios posibles, y
en el momento mismo en que la Asamblea trazaba de prisa un proyecto de
Constitución, cuyos mayores defectos provenían de la falta de tiempo en la
comisión y de la sobra de impaciencia en el gobierno».
El 9 de septiembre, solo dos días después
de haber sido investido presidente del Ejecutivo, Castelar consiguió de las
Cortes, gracias al retraimiento de los intransigentes, la concesión de
facultades extraordinarias, iguales a las pedidas por Pi y Margall para
combatir a los carlistas en las provincias Vascongadas, Navarra y Cataluña,
pero ahora extendidas a toda España para acabar también con la rebelión
cantonal. El siguiente paso fue proponer la suspensión de las sesiones de las
Cortes, lo que, entre otras consecuencias, supondría paralizar la discusión y
la aprobación del proyecto de Constitución federal. La sesión parlamentaria
tuvo lugar el 18 de septiembre y dio lugar a un debate muy enconado entre dos
bandos: por un lado, los intransigentes —que habían vuelto a la Cámara— y los
centristas de Pi y Margall, que se oponían radicalmente a la propuesta, y por
otro, los moderados que apoyaban a Castelar. Pi y Margall intervino para exigir
que las sesiones continuaran hasta que se aprobara la Constitución alegando que
los «períodos de interinidad son peligrosos y ocasionados a turbulencias y desórdenes»,
además de afirmar que la pretensión de incorporar a la República a los constitucionalistas
y a los radicales era una «ilusión» porque los «partidos en España serán
siempre partidos, y tenderán siempre a alcanzar el poder por los medios que puedan».
También acusó a Castelar de quebrantar la ley, a lo que éste le respondió que
fue Pi el que la infringió en su momento cuando el 23 de abril disolvió la
Comisión Permanente, a lo que él se opuso. Finalmente, la propuesta fue
aprobada con los votos de los republicanos federalistas moderados y la
oposición de los centristas y los intransigentes. Así las Cortes quedaron
suspendidas desde el 20 de septiembre de 1873 hasta el 2 de enero de 1874. A
partir de entonces, Castelar gobernó mediante decretos. El 21 de septiembre
publicó una serie de ellos en los que suspendía las garantías constitucionales,
establecía la censura de prensa y reorganizaba el Cuerpo de Artillería disuelto
por Manuel Ruiz Zorrilla durante la última presidencia del reinado de Amadeo I.
A estos les siguieron otros como el llamamiento a los reservistas y la
convocatoria de una nueva leva con lo que Castelar consiguió un ejército de 200.000
hombres, y el lanzamiento de un empréstito de 100 millones de pesetas para
hacer frente a los gastos de guerra. Con todas estas medidas se propuso cumplir
el programa que había presentado ante Cortes para acabar con la rebelión
cantonal y con la Tercera Guerra Carlista: «para sostener esta forma de gobierno necesito mucha infantería,
mucha caballería, mucha artillería, mucha Guardia Civil y muchos carabineros».
De este modo, fueron restablecidas las
Ordenanzas Militares españolas lo que permitirá la aplicación de las sentencias
de muerte que provocaron la dimisión de su predecesor, don Nicolás Salmerón, y
todas las dictadas por los Consejos de guerra.
Tras la suspensión de las Cortes, Castelar
inició su proyecto de acercamiento a las clases conservadoras, sin cuyo apoyo,
según Castelar, la República no podría perdurar, ni siquiera alcanzar la
estabilidad política para poder hacer frente a las tres guerras civiles en las que
estaba envuelta: la de Cuba, la Carlista y la Cantonal. El 29 de septiembre la
Junta directiva del Partido Constitucional, reunida en Madrid, aprobó la
propuesta de don Práxedes Mateo Sagasta, del almirante Topete y de don Manuel
Alonso Martínez, de dar su apoyo incondicional al gobierno de Castelar, lo que
provocó la salida del Partido para ingresar en el Círculo alfonsino de Madrid
de Francisco Romero Robledo, Adelardo López de Ayala y de Cristóbal Martín de
Herrera. A cambio Castelar estaba dispuesto a conceder a constitucionales y
radicales los 86 escaños que habían dejado vacantes los diputados
intransigentes que se habían sublevado y proponer al constitucionalista Antonio
Ríos Rosas como nuevo presidente de la República. Incluso llegó a ofrecer al
alfonsino don Antonio Cánovas del Castillo un escaño y seis más para sus
seguidores. Pero la muerte de Ríos Rosas, el 3 de noviembre, que era el
contacto de Castelar con los constitucionalistas, truncó el proyecto. Mientras
tanto en Biarritz, Bayona y San Juan de Luz, localidades francesas cercanas a
la frontera española, los constitucionalistas y radicales que se habían
instalado allí después de escapar de España tras el fracasado golpe de Estado
del 23 de abril, se reunieron para dar también su apoyo al gobierno de Castelar
e impedir el triunfo de los republicanos federales intransigentes.
El golpe de Estado de Pavía
La política de Castelar de acercamiento a
los constitucionalistas y a los radicales de Castelar encontró la oposición del
moderado Nicolás Salmerón y de sus seguidores, que hasta entonces habían
apoyado al gobierno, porque creían que la República debía ser construida por
los republicanos auténticos, no por los recién llegados. Esta oposición aumentó
cuando Castelar nombró a generales de dudosa afección a la República para los
puestos más importantes, y cuando cubrió los puestos vacantes de tres
arzobispados a mediados de diciembre, lo que indicaba que había entablado
negociaciones con la Santa Sede, restableciendo de facto las relaciones con
ella, lo que se oponía a la separación de la Iglesia y el Estado que defendían
los republicanos. La primera muestra de que Salmerón había dejado de apoyar al
gobierno de Castelar se produjo por esas mismas fechas cuando en la Diputación
Permanente de las Cortes, sus partidarios votaron junto a pimargalianos e
intransigentes en contra de la propuesta de Castelar de que se celebraran
elecciones para ocupar los escaños vacantes, por lo que fue rechazada.
A raíz de la derrota parlamentaria de
Castelar, Cristino Martos, líder de los radicales, y el general Serrano, líder
de los constitucionalistas, que hasta entonces habían estado preparándose para
las elecciones parciales que ya no se iban a celebrar, acordaron llevar a cabo
un golpe de fuerza para evitar que Castelar fuera reemplazado al frente del poder
Ejecutivo por un voto de censura que, previsiblemente, iban a presentar Pi y
Margall y Salmerón, en cuanto volvieran a abrirse las Cortes el 2 de enero de
1874. Cuando el 20 de diciembre Emilio Castelar tuvo conocimiento del golpe que
se preparaba, llamó a su despacho el día 24 al capitán general de Madrid, el
general Pavía, para intentar convencerle de que se atuviera a la legalidad y no
participara en la intentona golpista. En esa reunión, según relató después
Pavía, éste le pidió a Castelar que promulgara un decreto ordenando que
continuasen suspendidas las Cortes y que «yo hubiera fijado en la Puerta del
Sol con cuatro bayonetas», a lo que se negó rotundamente Castelar
manifestándole que no se separaría un ápice de la legalidad. Sin embargo,
Castelar no destituyó a Pavía.
Castelar supo que Nicolás Salmerón iba a
sumarse al voto de censura cuando el 30 de diciembre —o el 26 de diciembre
según otras fuentes— mantuvo una entrevista con él, en la que Castelar no
aceptó las condiciones que le había puesto Salmerón para seguir dándole su
apoyo: sustituir a los generales que Castelar había nombrado por otros adictos
al federalismo; revocación del nombramiento de los arzobispos; cese de los
ministros más conservadores dando entrada en el Gobierno a seguidores suyos; y
discusión y aprobación inmediata de la Constitución federal. Al día siguiente,
31 de diciembre, Pi y Margall, Estanislao Figueras y Salmerón se reunieron para
acordar presentar un voto de censura contra Castelar el día 2 de enero, aunque
no llegaron a decidir quién lo sustituiría. Cuando se reabrieron las Cortes a
las dos de la tarde del 2 de enero de 1874, el capitán general de Madrid, don Manuel
Pavía, tenía preparadas a sus tropas para el caso de que Castelar perdiera la
votación parlamentaria. En el bando contrario, varios batallones de Voluntarios
de la República estaban preparados para actuar si vencía Castelar —de hecho,
según el historiador Jorge Vilches: «los cantonales cartageneros habían
recibido la contraseña de resistir hasta el 3 de enero, cuando, siendo
derrotado el Gobierno de Castelar, se formaría uno intransigente que legalizaría
su situación y procedería a la división cantonal de España»—, aunque según
otros autores, no existe prueba documental de ello. Al abrirse la sesión
intervino don Nicolás Salmerón para anunciar que retiraba su apoyo a Castelar,
que le respondió haciendo un llamamiento al establecimiento de la «República
posible» con todos los liberales, incluidos los conservadores, y abandonando la
«demagogia». Pasada la medianoche se produjo la votación de la cuestión de
confianza en la que el Gobierno salió derrotado por 100 votos a favor y 120 en
contra, lo que obligó a Castelar a presentar la dimisión, y a continuación se
hizo un receso para que los partidos consensuaran el candidato que habría de
sustituir a Castelar al frente del poder Ejecutivo de la República. En aquellos
momentos, el diputado constitucional Fernando León y Castillo ya había hecho
llegar el resultado adverso a Castelar al general Pavía. Éste dio entonces la
orden de salir hacia el Congreso de los Diputados a los regimientos
comprometidos y él personalmente se situó en la plaza frente al edificio. La
Guardia Civil, que custodiaba el Congreso, se puso a sus órdenes. Era la
madrugada del 3 de enero, cuando se estaba procediendo a la votación para elegir
al candidato federal, don Eduardo Palanca Asensi.
Salmerón, al recibir la orden del capitán
general en una nota entregada por uno de sus ayudantes en la que le decía
«Desaloje el local», suspendió la votación y comunicó lo que estaba sucediendo.
Seguidamente intervinieron varios diputados para protestar por la acción de
Pavía, pero entonces fuerzas de la Guardia Civil y del Ejército entraron en el
edificio del Congreso disparando al aire por los pasillos y los diputados lo
abandonaron rápidamente. El general Pavía, nada más desalojar el Congreso,
envió un telegrama a los jefes militares de toda España en el que les demandaba
su apoyo al golpe, que Pavía llamaba «mi patriótica misión», y les conminaba a «conservar
el orden a todo trance». En el telegrama justificaba así lo que más tarde llamará
el Acto del 3 de Enero: «El
ministerio de Castelar [...] iba a ser sustituido por los que basan su política
en la desorganización del Ejército y en la destrucción de la Patria. En nombre,
pues, de la salvación del Ejército, de la Libertad y de la Patria, he ocupado
el Congreso convocando a los representantes de todos los partidos, exceptuando
los cantonales y los carlistas, para que formen un Gobierno nacional que salve
tan caros objetivos».
El general Pavía intentó que se formara un
«Gobierno nacional» presidido por Emilio Castelar, pero a la reunión de los
líderes políticos constitucionales, radicales, alfonsinos y republicanos unionistas
que Pavía convocó con tal fin —los republicanos federales de Salmerón y de Pi y
Margall y los intransigentes quedaron obviamente excluidos—, Castelar rehusó
asistir al no querer mantenerse en el poder por medios antidemocráticos. En la
reunión, Pavía defendió la República conservadora y por eso impuso al
republicano unionista don Eugenio García Ruiz como ministro de la Gobernación,
y el general Serrano fue nombrado jefe del nuevo Gobierno. Estos hechos supusieron,
de facto, el final de la Primera República, aunque oficialmente continuaría
casi otro año más, con el general Serrano al frente; «nominalmente la República
continuaba pero completamente desnaturalizada», afirma José Barón Fernández. Como
ha señalado María Victoria López Cordón: «la facilidad y la escasa resistencia con que Pavía terminó con
la República Federal, irrumpiendo con sus tropas en el Congreso, es el mejor
exponente de la fragilidad de un régimen que apenas contaba con base para
sustentarse».
La dictadura de Serrano
El general don Francisco Serrano, recién
regresado de su exilio en Biarritz por su implicación en la intentona golpista
del 23 de abril del año anterior, formó un Gobierno de concentración que agrupó
a constitucionalistas, radicales y republicanos unionistas, y del que se
excluyó a los republicanos federalistas. Los radicales Cristino Martos, José
Echegaray y Tomás Mosquera, ocuparon los ministerios de Gracia y Justicia,
Hacienda y Fomento, mientras los constitucionalistas don Práxedes Mateo
Sagasta, el almirante Topete y don Víctor Balaguer, ocupaban las carteras de
Estado, Marina y Ultramar. El republicano unionista Eugenio García Ruiz, tal
como había impuesto el general Pavía, ocupó el ministerio de la Gobernación, y
el general don Juan Zavala de la Puente el ministerio de la Guerra.
Don Francisco Serrano, duque de la Torre,
de 63 años, antiguo colaborador de Isabel II, y que ya había desempeñado por
dos veces la jefatura del Estado durante el Sexenio Democrático, al asumir la
presidencia del poder Ejecutivo de la República y la presidencia del Gobierno,
se fijó como objetivo acabar con la rebelión cantonal y la Tercera Guerra
Carlista, y luego convocar unas Cortes que decidieran la forma de Gobierno. En
el Manifiesto que hizo público el 8 de enero justificó el golpe de Pavía
afirmando que el Gobierno que iba a sustituir al de Castelar hubiera supuesto
la desmembración de España, o el triunfo del absolutismo carlista y a
continuación anunció, dejando abiertas todas las posibilidades sobre República
o Monarquía, hereditaria o electiva, que se convocarían Cortes ordinarias, y que
éstas designarían la forma y modo con que han de elegir al supremo magistrado
de la Nación, marcando sus atribuciones y eligiendo al primero que ha de ocupar
tan alto puesto
Quedó así establecida la dictadura de
Serrano, pues no existían Cortes que controlaran la acción del Gobierno al
haber quedado disueltas las Cortes republicanas, ni Ley suprema que delimitara
las funciones del Gobierno, porque se restableció la Constitución de 1869, pero
a continuación se la dejó en suspenso «hasta que se asegurase la normalidad de
la vida política». La instauración de la dictadura apenas encontró resistencia
popular excepto en Barcelona donde los días 7 y 8 se levantaron barricadas y se
declaró la huelga general. Hubo una docena de víctimas en los enfrentamientos
con el Ejército y los sucesos más graves se produjeron en Sarriá a causa de un
levantamiento encabezado por el «Xic de les Barraquetes» al mando de unos 800
hombres.
El Manifiesto del 8 de enero definía la
dictadura como «el
“duro crisol” y “fuerte molde” que haría ver a la nobleza y las clases
acomodadas —y a la Iglesia también—, que el orden es posible con la libertad y
la democracia definidas en la Revolución de 1868 y en la Constitución de 1869». Don Antonio Cánovas del Castillo
identificó el proyecto de Serrano, y así se lo hizo saber a Isabel II y al
príncipe Alfonso, con el régimen del general Mac Mahon quien se habían hecho
con el poder en Francia tras la caída de Luis Napoleón III, la derrota de la
Comuna de París y la imposibilidad de la restauración de la Monarquía con el
conde de Chambord —porque éste no aceptó la bandera tricolor republicana— y que
estaba apoyado tanto por monárquicos como por republicanos. Según Jorge
Vilches: «el general Serrano, definido como un “soldado de fortuna” por
Cánovas, dudaba entre su poder personal con la dictadura y el protagonismo que
podía obtener si se erigía en restaurador de don Alfonso, con el beneplácito
que sabía iba a tener por parte de Isabel II». En cambio, el otro líder del Partido Constitucionalista, don Práxedes
Mateo Sagasta «trabajó sin tapujos por la Monarquía constitucional con la
dinastía legítima [los Borbones] como única vía para evitar el derrumbe
completo de la Revolución de 1868». Recién
formado el nuevo Gobierno se puso fin a la rebelión cantonal con la entrada en
Cartagena el 12 de enero del general don José López Domínguez, sustituto de
Martínez Campos, mientras Antoñete Gálvez, con más de mil hombres, lograba
eludir el cerco a bordo de la fragata blindada Numancia, y poner rumbo a Orán. El final de la experiencia cantonal fue pagado
por Gálvez con el exilio, pero la Restauración le permitió, mediante amnistía,
regresar a su Torreagüera natal. En esta época entablaría una extraña y
entrañable amistad con don Antonio Cánovas del Castillo, máximo responsable de
la Restauración, quien consideraba a Gálvez un hombre sincero, honrado y
valiente, aunque de ideas políticas exageradas.
Las primeras medidas que tomó el gobierno
de Serrano pusieron de manifiesto su carácter conservador, como lo puso de
manifiesto la inmediata disolución de la Sección Española de la Asociación
Internacional de Trabajadores (AIT), gracias a que la Constitución de 1869
estaba suspendida, por «atentar contra la propiedad, contra la familia y demás
bases sociales» o el Decreto de Movilización del 7 de enero, confirmado por el
llamamiento extraordinario del 18 de julio, en el que se volvió al viejo
sistema de las quintas, con el sorteo y la redención en metálico. La supresión
de los consumos, la tercera reivindicación popular de la Revolución de 1868 —junto
con el reconocimiento del derecho de asociación y la abolición de las quintas—,
tampoco fue respetada por la dictadura de Serrano, que el 26 de junio
restablecía este impuesto sobre «los artículos de beber, comer y arder» además
de otro sobre la sal y uno extraordinario sobre los cereales. Como ha señalado
María Victoria López Cordón: «la presión de la guerra, las exigencias económicas de los
grupos dirigentes y el déficit crónico del Tesoro, se aliaban para poner fin al
ciclo revolucionario».
Acabada la rebelión cantonal, el 26 de
febrero, Serrano marchó al Norte para encargarse personalmente de las
operaciones contra los carlistas dejando al general don Juan de Zavala y de la
Puente al frente del Gobierno y quedando él como presidente de la República.
Después de su éxito en el levantamiento del sitio de Bilbao, Serrano reforzó su
posición en el Gobierno con el nombramiento en mayo de Sagasta al frente del Ministerio
de la Gobernación, lo que provocó la salida del mismo de los tres ministros
radicales y del único ministro republicano, el unionista García Ruiz. Así se
formó un gobierno exclusivamente constitucionalista que siguió presidido por el
general Zavala, quien fue sustituido el 3 de septiembre por Sagasta tras evitar
que Zavala intentara que los republicanos volvieran al Gobierno, ya que en
aquel momento los constitucionales propugnaban la Restauración «parlamentaria y
democrática» del príncipe Alfonso. Serrano nombró a Andrés Borrego para que
negociara con los alfonsinos de Cánovas, pero éste rechazó las propuestas de
los constitucionalistas porque suponía reconocer la Jefatura del Estado de
Serrano hasta que fueran derrotados los carlistas y aceptar que la restauración
borbónica llegaría a través de la convocatoria de unas Cortes generales
extraordinarias. La ex reina Isabel II le escribió a su hijo el príncipe
Alfonso en estos términos: «Serrano
sigue empeñado en su propósito de ser presidente de la República por 10 años con
4 millones de reales anuales». En ese mes
de septiembre en que Sagasta sustituyó al general Zavala al frente del Gobierno,
la República consiguió el ansiado reconocimiento internacional y uno tras otro
los distintos Estados fueron restableciendo las relaciones diplomáticas con
España. Por iniciativa de Nicolás María Rivero los radicales, contrarios al
nuevo rumbo hacia la Restauración borbónica que estaba tomando el gobierno —sobre
todo tras la llegada de Sagasta a la presidencia—, iniciaron los contactos con
los republicanos de Castelar, en los que el protagonista de los mismos fue el
antiguo líder radical Manuel Ruiz Zorrilla que volvió a la vida política después
de haber estado apartado de ella desde febrero de 1873, cuando abdicó Amadeo I.
El objetivo de la propuesta de unión de los
dos grupos políticos era impedir la Restauración borbónica mediante la
formación de un partido republicano conservador que propugnara una nueva
República que tuviera como base la Constitución de 1869 reformada por unas
Cortes ordinarias, que empezarían por cambiar el Artículo 33: «La forma de Gobierno de la Nación española
es la Monarquía». La iniciativa fue
apoyada también por el constitucionalista almirante Topete que, según Jorge Vilches:
«no quería ver restaurada la dinastía a la que él creía haber dado el
primer empujón hacia su destronamiento».
Pero el proyecto de alianza republicana finalmente fracasó por el acuerdo que
alcanzó Ruiz Zorrilla con los republicanos federalistas de Nicolás Salmerón que
fue rechazado rotundamente por Castelar y Rivero.
El 1 de diciembre Cánovas tomó la
iniciativa con la publicación del Manifiesto de Sandhurst, escrito por él y
firmado por el príncipe Alfonso, en el que éste se definía «como hombre del siglo,
verdaderamente liberal», afirmación con la que buscaba la reconciliación de los
liberales en torno a su monarquía, y en el que unía los derechos históricos de
la dinastía legítima con el gobierno representativo y los derechos y libertades
que le acompañan. Era la culminación de la estrategia que había diseñado
Cánovas desde que había asumido la jefatura de la causa alfonsina el 22 de
agosto de 1873 —en plena rebelión cantonal—, y que, como le había explicado a
la ex reina Isabel II y al príncipe Alfonso en sendas cartas de enero de 1874, tras
el golpe de Pavía, consistía «en crear mucha opinión en favor de Alfonso con calma,
serenidad, y paciencia, tanto como perseverancia y energía».
Final de la República
El 10 de diciembre, Serrano comenzó el
sitio de Pamplona, pero el 29 de diciembre de 1874, el general don Arsenio Martínez
Campos se pronunció en Sagunto a favor de la Restauración en el trono de la Monarquía
borbónica en la persona de don Alfonso de Borbón, hijo de Isabel II. Luego
Martínez Campos telegrafió a Sagasta, presidente del Gobierno, y al ministro de
la Guerra, don Francisco Serrano Bedoya, quienes a su vez se comunicaron por
vía telegráfica con el presidente del poder Ejecutivo de la República, el
general Serrano, que se encontraba en el Norte combatiendo a los carlistas.
Serrano les ordenó no resistir y el Gobierno aceptó la decisión sin protestar,
por lo que no ofreció ninguna resistencia cuando se presentó en la sede del Gobierno
el capitán general de Madrid, Primo de Rivera, implicado en el pronunciamiento,
y les ordenó disolverse. El único que tomó alguna iniciativa para oponerse al Golpe
fue el almirante Topete quien convenció a otros revolucionarios de 1868 como
Manuel Ruiz Zorrilla, para que formaran una comisión que se entrevistara con el
presidente Sagasta. Éste los recibió en el ministerio de la Gobernación y
pareció acceder a su petición de que sustituyera en la capitanía general de
Madrid a Primo de Rivera por el general Lagunero, y que llamara a las tropas de
Ávila que estaban mandadas por un general emparentado con Ruiz Zorrilla.
Sagasta se despidió de ellos diciéndoles que si les necesitaba les llamaría. Ni
les llamó ni cumplió lo que al parecer había prometido.
El 31 de diciembre de 1874 se formó el
llamado Ministerio–Regencia presidido por Cánovas a la espera de que el
príncipe don Alfonso regresara a España desde Inglaterra. En este Gobierno
estaban dos hombres de la revolución de 1868 —y ministros con Amadeo I—,
Francisco Romero Robledo y Adelardo López de Ayala, quien había sido el
redactor del manifiesto «¡Viva España con honra!» que había dado inicio a la Revolución.
Hasta 1931, los republicanos españoles celebraban el 11 de febrero, el aniversario
de la proclamación de la Primera República. Posteriormente, la conmemoración se
trasladó al 14 de abril, aniversario de la proclamación de la Segunda.
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