Satán es una entidad
inmaterial que en muchas religiones actuales representa la encarnación suprema
del Mal. En la religión judeocristiana es llamado «Príncipe de los Demonios»
o «Príncipe de las Tinieblas». Pero la raíz shtn significa impedir, hostigar u oponerse, y el sentido primigenio de shatan es simplemente enemigo o adversario,
sin más connotaciones místicas (1Samuel, 29, 4; 1Reyes, 5, 18; 1Reyes, 11, 14 y
25). Por otra parte, en
Números se llama shatan (en el sentido de enemigo), al ángel que Yahvé envía para impedir que el falso profeta Baalam maldiga al pueblo de Israel (Números, 22, 22-32). Luego ahí,
Satanás, está ejecutando una orden directa de Yahvé, precisamente para impedir
una maldición, es decir, una mala acción.
El término shatan entra mucho después en la vida jurídica israelita, y alcanza el sentido de acusador delante
del tribunal (Salmos, 109, 6; Zacarías 3, 1) y el término shitna, derivado de
la misma raíz, es la acusación. Su equivalente en griego es diábolos, procedente
del verbo dia-ballö, y posee un significado parecido al término hebreo de
oposición o confrontación. En 1Macabeos (1, 36) en el texto original escrito en
griego encontramos nuevamente la palabra diábolos con el significado de
adversario o enemigo. También podía incluir,
además del sentido de acusador, el de calumniador, si el testimonio dado ante
el tribunal era falso. Hoy hablaríamos de perjurio. De ahí que a Satanás se le
conozca también en la tradición judeocristiana como el «Padre de la Mentira».
Lo cual no era exacto, ya que en el judaísmo la mentira o la calumnia se
asociaban con la intercesión de un espíritu maligno (demonio) llamado «Azazel»,
también conocido como el «Padre de la Mentira».
En los
documentos no canónicos del Antiguo Testamento, Satán es llamado frecuentemente
«Belial», a su vez una deformación de «Baal», que era uno de los principales
dioses cananeos y fenicios. Aquí sí tenemos una relación entre oponentes: de un
lado está Belial, el dios fenicio y cananeo, enemigos de Israel, y del otro
está su adversario, el dios nacional de los judíos, Yahvé. Motivo por el que
puede encontrarse en la Biblia la identificación de Belial, o Baal, con Satanás
(Génesis, 1, 28-29) o Belcebú (Marcos, 3, 20-30). Pero ¿son estas dos
entidades simples metáforas de la tentación y la perdición, o nuevos nombres de
Satanás? La perdición en el sentido judaico estricto era la idolatría, es decir, la conversión religiosa a otros cultos. Los judíos demonizaron a los dioses y diosas de los pueblos vecinos, del mismo modo que el cristianismo hizo
lo propio con las deidades paganas grecorromanas.
Sin embargo, el Satanás judeocristiano incitando al pecado y buscando la perdición de los hombres, aparece en todo el Antiguo Testamento solamente dos veces: en 1Crónicas (21, 1)
y en Sapiencia (2, 24), en el segundo caso de manera más clara. En los evangelios
se le otorga al término un carácter personal como enemigo de Cristo,
especialmente en los relatos de las tentaciones (Marcos, 1, 12-13; Mateo, 4, 1-11;
Lucas, 4, 1-13) y los exorcismos llevados a cabo por Jesús (Marcos, 3, 22-27;
Mateo, 12, 22-30; Lucas, 11, 14-23). Queda así fijada la figura del Maligno
para la imaginería cristiana. También se menciona en Job (1, 6 a 9 y 1, 12) y
varios otros versículos.
Con el correr de los
siglos, y con las sucesivas traducciones, correcciones e interpolaciones de mitos paganos y
judeocristianos en el Nuevo Testamento, Satanás y Lucifer se fusionaron en la
figura del diablo. De otro lado, la relación entre el Maligno y la famosa
Bestia del Apocalipsis no es más que una alusión metafórica a Roma y su Imperio.
Así, pues, el Portador de Luz de los paganos, se convirtió en Lucifer y, con la
llegada del cristianismo católico surgido del Concilio de Nicea (325), se demonizó
esa figura sincrética primitiva y Lucifer, el Ángel de Luz, de los gnósticos,
se convirtió en el Ángel de las Tinieblas de los nicenosy, donde antes había
luz, ahora sólo había una impenetrable oscuridad.
Después, hacia el final
del milenio, cuando se acercaba el año 1000 que los profetas cristianos y otros
fanáticos habían identificado con el Apocalipsis y el Fin de los Tiempos, la
Iglesia decidió recuperar a Lucifer, ya reciclado y convertido en Satanás y
conferirle un reino tenebroso a su medida: el Infierno, que no era más que otro
refrito; una síntesis del antiguo Hades, el inframundo de los griegos, y del Seol judaico. Pasó la larga noche
medieval y llegó el siglo XV y el Renacimiento; parecía que Grecia
y Roma habían resurgido de sus cenizas, a pesar de las peroratas de los monjes y clérigos cristianos que, apenas un siglo antes, habían atribuido la espantosa mortandad causada por la Peste Negra a un castigo divino. Lucifer de nuevo era el Ángel
de Luz y los dioses clásicos abandonaban sus sepulcros de mármol. Pero la fiesta no iba a durar demasiado. La Iglesia no tardó en reinventar al diablo; esta vez revestido con los ropones del nigromante (médico), el ocultista
(científico), el alquimista (químico) o las temibles brujas, comadronas y boticarias en la mayoría de los casos. Así, durante
los siglos XVI y XVII, la Iglesia mantuvo a Europa dividida y sumida en sus sangrientas Guerras de
Religión a cuenta del diablo y las bulas papales que, por un módico precio, permitían a los ricos pecar sin correr riesgo alguno de quemarse en el Infierno por ello. Los primeros en conocer
la férula de los monjes dominicos de la Inquisición por sus supuestos tratos
con el diablo fueron los Templarios en 1307. Pues se dijo que el ídolo Bafomet, al
que supuestamente adoraban en sus ceremonias secretas de iniciación, era una representación de Belial o Baal, la deidad diabólica de los cananeos.
El 5 de diciembre de
1484, el papa Inocencio VIII publicó la bula «Summis desiderantes effectibus», en la
que la Iglesia católica reconocía oficialmente la existencia de la brujería. Hay que
aclarar que en aquella fecha todavía se creía que la Tierra era plana, y que
más allá del mar Tenebroso (Atlántico) vivían sátiros, arimaspos, grifos, dragones y otras terribles
criaturas deformes. De acuerdo con esta bula
papal, la brujería era una realidad y se basaba en un pacto con Lucifer, o con
otros demonios menores como Belcebú, Azazel o Belial. Este pacto con el
príncipe de los demonios significaba la negación de la fe cristiana. No era nada nuevo. La
gente llevaba siglos, tal vez milenios, creyendo en la existencia de unos
poderes maléficos sobrenaturales. El cristianismo había convertido, además, en demonios
a los dioses paganos, desterrándolos al Infierno, pero la superstición continuó
arraigada en el corazón de la gente humilde y sencilla. A partir del siglo XIII,
el panorama se torna más siniestro. El fracaso de las Cruzadas decepcionó de tal modo
a los cristianos, que muchos empezaron a dudar de la fortaleza de Dios. De lo
contrario, ¿por qué los infieles habían vencido a los que adoraban al Dios
verdadero? ¿Cómo podía seguir en poder de los sarracenos la ciudad santa de
Jerusalén? Se dudó de la fe
cristiana, y se atacó a la Orden de los Caballeros Templarios, acusando a sus
miembros de confraternizar con los musulmanes, renegar de Cristo y entregarse a prácticas orgiásticas y obscenas. Por lo tanto, diabólicas.
En resumen, la
Cristiandad se sintió abandonada por Dios y —como sucede en nuestros días—
volvió su mirada inquieta hacia la superchería, que es como un lenitivo para
tantos pesares y desengaños. Y así cayó Europa bajo una oleada de
supersticiones que amenazaban con contaminarlo todo, según la Iglesia. Y en esto coincidieron católicos y protestantes. Es entonces cuando
empiezan los procesos sumarísimos contra las brujas y hechiceros, y centenares de
desdichados son condenados al fuego purificador. Incluida la heroína nacional de Francia, Juana de Arco, que sería canonizada por la misma Iglesia
que la había condenado a las llamas cinco siglos antes. Se trata de una locura
colectiva. Los jueces se vanaglorian de sus sentencias, y así, uno de ellos se
jacta de haber hecho quemar a ochocientos hechiceros. Fue solamente bien
entrado el siglo XVIII, ya bajo el influjo de la Ilustración, cuando cedió
parcialmente la obsesión de unos y otros por la brujería. Sin embargo, en 1751
aún estaba en vigor el Código de Baviera, en el que se describía de qué modo se
podía convocar a Lucifer y cómo se consumaba el comercio carnal de hombres y
mujeres con el diablo, porque, según la Iglesia, las prácticas demoníacas y las impías supersticiones paganas —y la brujería figura en primer lugar a este
respecto—, se apoyan en la sexualidad, ya sea según, o contra natura.
Aquí cabe recordar las
historias de hechicería tan frecuentes en la Edad Media, y aún en los siglos XVI y XVII, los procesos
instruidos contra los adoradores de Lucifer y las terribles acusaciones que se
les hacían. Entre ellas había la de
las imágenes de cera a fin de perjudicar a un ser humano, a cuya semejanza se
moldeaba la figurilla. Éste era un crimen de brujería, castigado con la pena de
muerte, como casi todas las demás prácticas de hechicería. En la actualidad, tales
hechos, de acuerdo con la moderna psicología, se clasifican bajo el marbete del
histerismo y las aberraciones mentales, por lo que cuesta mucho creer que en
épocas más antiguas los cerebros más cultivados creyeran de verdad en
tales supercherías, llegando a condenar por ello a miles de inocentes a la hoguera.
Obrigado Lúcifer...
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