No es posible que Poncio Pilatos ordenase escribir en el madero que Jesús era originario de Nazaret, puesto que dicha
localidad no existía en su época, sino que sería creada hacia el siglo VII, antes
de la conquista musulmana de Palestina, aún bajo control bizantino, para
satisfacer la beatífica curiosidad de los peregrinos cristianos. La
Vulgata de San Jerónimo, texto oficial de la Iglesia católica, lo que dice es
nazareus, transcribiendo, tal vez, una mala traducción al griego del
sobrenombre original hebreo Ha-Notzri (el forastero; el de otro pueblo). El Talmud menciona a un tal Yeshua ha-Notzri que bien pudo ser un coetáneo de Jesús. El sobrenombre se ajustaría ya que al ser Jesús galileo, era forastero en
Jerusalén. Incluso la fecha de su nacimiento podría ser válida, año 3582 desde
la Creación, que equivale al 2 d.C. Si Jesús fue crucificado en el 35, murió
con 33 años exactos. Se dan varias coincidencias que, si bien no
son concluyentes, sí son sugestivas. Pero tenemos que descartar esta posibilidad si queremos que el nacimiento de Jesús coincida con la supuesta matanza de inocentes ordenada por el rey Herodes, ya que éste falleció en el año 4 a.C. Luego la matanza de inocentes tampoco coincide con el censo de los judíos al que acuden José y María embarazada para inscribirse, y que ordenó Quirino, gobernador de Siria, en el año 6 d.C., lo que provocó la rebelión de Judas de Gamala.
Por otra parte, Poncio Pilatos
no pudo escribir como motivo de la condena el lugar de origen del condenado (suponiendo
que hubiese existido Nazaret) porque sería del todo desaconsejable a fin de no
exaltar los ánimos culpando de sedición a una provincia tan levantisca como Galilea por el delito de un solo
hombre: el ser nazareno o un Ha-Notzri [forastero], no era el motivo de la condena. Partiendo de esta base, es posible que la inscripción con el motivo de la condena, el célebre acrónimo INRI atribuido a Poncio Pilatos, y descrito por los
evangelistas, nunca se escribiese. El texto sustituyó con toda
seguridad a otro que justificaba jurídicamente
el hecho de que Jesús Barrabás fuese crucificado cabeza arriba, a la manera de
los malhechores, y no cabeza abajo como los rebeldes, lo que habría
constituido su delito principal, sedición, y el motivo de su condena a muerte según la
ley romana si se hubiese proclamado Rey de los Judíos.
Cosa del todo improbable porque Jesús era un galileo del Norte, y los judíos del Sur recelaban de ellos. El rey de Israel con el que Jesús se identificaba era
Yeshú o Yeshua [variantes de Josué y Jesús] que fue ungido en el 845 a.C. por Eliseo, el profeta preferido de Jesús, y reunificó por unos años los dos reinos escindidos a la muerte de Salomón: Israel y Judá. Por otra parte, para muchos activistas judíos de la época, como los zelotes y Judas de Gamala, Dios era el único Rey de Israel.
El letrero infame que acompañaba a toda crucifixión se colgaba del cuello del condenado, que lo llevaría desde los calabozos hasta el
lugar de la ejecución. Sus brazos eran entonces extendidos lateralmente, y
atados al travesaño, que descansaba sobre su nuca, a la manera de un yugo. Eso
era todo lo que llevaba el reo de muerte, pues el poste vertical permanecía en
el lugar acostumbrado de las ejecuciones, clavado en el suelo y fuertemente
anclado. Pero Marcos, Mateo y
Lucas nos dicen que un tal Simón de Cirene fue requerido por los soldados para
llevar la cruz de Jesús, que al estar muy débil para soportar su peso,
no podía transportarla hasta el lugar de la ejecución. En cambio Juan (19, 17)
ignora la existencia de ese Simón de Cirene. Para él, que sí se encontraba
allí, cosa que subraya (19, 26), "Jesús llevando su cruz, llegó al sito llamado
Calvario, que en hebreo se llama Gólgota". Pero no
llevaba toda la cruz, sólo el travesaño. El poste vertical no era muy
alto; los pies del ajusticiado quedaban a unos treinta centímetros
del suelo. La cruz habitualmente tenía la forma de una letra T (tau griega); la
viga vertical tenía en su parte superior una estaquilla, y la transversal se
encajaba en ésta a través de la hendidura por la que penetraba la citada
estaquilla. Esto nos lleva a suponer
que el letrero que enunciaba el motivo de la ejecución solía clavarse por
detrás de la cabeza del crucificado, dado que la cruz no tenía prolongación
alguna por encima de ésta. En los casos de
varias crucifixiones simultáneas, las cruces habituales eran reemplazadas
entonces por árboles convenientemente talados, y las víctimas eran clavadas en
ellos, no ya en forma de T (tau), sino de Y (i griega). Si regresamos a la versión
oficial de Jesús crucificado en el Gólgota o Calvario, y examinamos este lugar a
la luz de los últimos descubrimientos arqueológicos, diremos que en 1968 se descubrió al norte de Jerusalén, enterrado a ras del
suelo, el esqueleto de un crucificado cuyos huesos del pie izquierdo todavía
estaban atravesados por un clavo de considerables dimensiones. La mayoría de
los arqueólogos que exploraban el subsuelo de Jerusalén en aquella época solían
ser de confesión cristiana: británicos, norteamericanos y franceses la mayoría,
protestantes o católicos en general, y muy escasos los de confesión judía. La
conclusión de aquel descubrimiento es fácil de adivinar: se corrió un tupido
velo de silencio acerca del clavo. Pero ¿qué temía la Iglesia? ¿Acaso Jesús resucitado no ascendió a los cielos? Por otra parte,
jamás se dijo que Jesús hubiese sido crucificado al norte de la Ciudad Santa.
La única dificultad estriba en sostener que Jesús fue crucificado en el
Gólgota, o, por el contrario, en el monte de los Olivos. Y crucificados en los
alrededores de Jerusalén los hubo a millares sólo en el transcurso de la revuelta del 66-73 d.C. Pero también Alejandro Janeo (103-76 a.C.) reprimió una
insurrección e hizo crucificar a más de tres mil fariseos.
Además, en los Olivos había una necrópolis judía, un cementerio municipal, donde se daba cumplimiento a los
escrupulosos ritos hebreos de inhumación que, como veremos en las
próximas entregas, constaban de dos entierros. Una cierta indulgencia de Pilatos,
a requerimiento de una viuda llorosa, acompañada por su joven hijo, por
ejemplo, podrían haber conmovido al magistrado y haber autorizado éste a los
guardias encargados de la ejecución para que entregasen el cuerpo a la viuda
para su entierro preceptivo. Pero pensar
que un juez de corazón endurecido como Poncio Pilatos se dejase impresionar por
una mujer llorosa, aunque fuese la mismísima Magdalena, resulta poco
creíble. Y aquí volvemos a lo que apuntábamos en el capítulo anterior,
alguien con la suficiente influencia intervino para que Jesús, una vez muerto,
tuviese un trato especial y no fuese arrojado a la fossa infamia (fosa común)
en la que eran abandonados los cuerpos de los ajusticiados. Eso suponiendo que,
después de todo, no fuese así como acabó. Pero mantendremos la hipótesis de que
el cadáver de Jesús fue depositado en una tumba digna, y ya veremos en los
siguientes capítulos, si esa tumba era propiedad de José de Arimatea, en el
estricto sentido de la palabra, o el tal José simplemente era quien cuidaba de
ella, y de todas las demás de la necrópolis en su condición de sepulturero, o bien si José de Arimatea era, cosa habitual en los evangelios,
otro personaje, sobradamente conocido, pero que en este episodio aparece con
otro nombre por obra, una vez más, de los escribas anónimos del siglo IV, que reescribieron los evangelios canónicos. Mas una cosa debe
quedar clara de antemano, en el Gólgota, un auténtico vertedero, todo el piadoso planteamiento del sepulcro nuevo es imposible, y, además lo que había en sus
proximidades no era un cementerio ritual judío, sino algo mucho peor. Las
excavaciones efectuadas a partir de 1967 por los arqueólogos israelíes,
europeos y norteamericanos han permitido sacar a la luz lo siguiente: hornos de cremación,
reservados a los ciudadanos griegos y romanos, deseosos de ver regresar sus
cenizas a su patria en la urna funeraria tradicional, y por lo tanto
partidarios de la incineración póstuma, práctica absolutamente rechazada
por el judaísmo. También se han descubierto osarios, que no eran
otra cosa que fosas comunes reservadas a los judíos indigentes, análogas a la fossa
infamia destinada a recibir los cuerpos de los ejecutados. Los judíos depositaban
los cadáveres de los pobres e indigentes en fosas comunes, una especie de
pozos, tapados con una reja. Cuando los cuerpos habían sido totalmente
descarnados por las ratas o los chacales, y no quedaba de ellos más que el
esqueleto, eran devueltos a la familia. Y a partir de aquí el problema queda
planteado con toda nitidez: o el cadáver de Jesús
fue inhumado en el Gólgota, lugar oficial de su ejecución según los evangelios,
y en tal caso a continuación fue arrojado a la fossa infamia, y entonces no hay
nada de la tumba honorable, es decir, del "sepulcro nuevo excavado en la roca" y,
además, debemos asumir que en tal caso fue crucificado como malhechor a los ojos de los romanos, claro está. O bien Jesús fue
inhumado en una tumba digna para el ritual, y en ese caso próxima al lugar
donde fue crucificado, es decir, el monte de los Olivos. Y a partir de ese
momento la frase terrible de los Acta Pilati adquiere todo su relieve. Fue
detenido con, y al mismo tiempo que los dos bandidos crucificados con él. Y
cabe preguntarse entonces qué podía estar haciendo el Hijo del Hombre en compañía de unos malhechores que fueron crucificados con él.
De todos modos, hay que
tener en cuenta que Jesús ya se esperaba una sepultura infame, puesto que
preveía que de ser capturado por los romanos, sería crucificado sin remisión.
Tenemos la prueba en la parábola de los Viñadores (Lucas, 20), en la que éstos,
después de haber dado muerte a los servidores (es decir, a los profetas)
enviados por el amo de la viña (Dios), matan al hijo del amo de la viña
(Jesús), y arrojan su cadáver fuera de ésta, sin darle sepultura. Sobre Getsemaní es
posible que podamos obtener algunas precisiones útiles para concluir este
capítulo, ya que esa palabra en arameo significa prensa de aceite. Pues bien,
es evidente que hay pocas posibilidades de que pudiese albergar y ocultar a un
grupo tan numeroso como el que acompañaba a Jesús Barrabás (sólo los apóstoles
y los discípulos podían representar alrededor de un centenar de hombres). Por
lo tanto había allí otra cosa, y esa otra cosa viene precisada en un antiguo evangelio
apócrifo conocido como Evangelio de los Doce Apóstoles (que el propio Orígenes
consideraba más antiguo que el de Mateo) en un fragmento que ha llegado a nosotros
muy mutilado, se nos precisa que en los Olivos "estaba la casa de Irmeel, que
era donde él vivía" (Op. cit.). De hecho no se trata de Irmeel sino de
Ierahmeel, nombre hebreo que significa Amado de Dios. Sin duda, este hombre era
partidario de los zelotes, y les ayudaba en secreto lo mejor que
podía, albergándolos y dándoles provisiones. Pero en este caso,
la existencia de semejante feudo, en el que estaba incluida la prensa de aceitunas,
justificaba sobradamente el hecho que Poncio Pilatos hubiese hecho semejante
despliegue de tropas: una cohorte de legionarios, es decir, seis centurias,
seiscientos soldados de élite, mandadas por un tribuno con rango de cónsul, y a
la que se había unido un destacamento de unos doscientos milicianos del
Templo, también hombres escogidos armados con cachiporras y bastones, además de
las reglamentarias espadas. Si sumamos las fuerzas, nos da un total de 800
hombres armados hasta los dientes, aproximadamente.
¿Cómo creer que se
reunió aquel contingente de tropas para llevar a cabo la detención de un
inofensivo santón, un iluminado que, siempre según los evangelios, decía ser manso y que predicaba sobre cosas tan encomiables como el perdón de los pecados y la
necesidad de amar al enemigo?
Si aún albergásemos
dudas sobre la composición de la multitud que siempre acompañaba a
Jesús, nos bastaría con releer este pasaje del Evangelio de los Doce Apóstoles para despejarlas. El texto nos revela de forma fortuita que se
produjo una auténtica batalla campal entre los partidarios de Jesús y las huestes
que acudieron a prenderle, y que dicha batalla acabó con la captura de
Jesús Barrabás, el caudillo de los zelotes, y que éstos emprendieron la fuga en
desbandaba. Veamos el pasaje: «Pilatos se acordó… Fijó
su atención en el centurión que estaba en pie a la puerta de la tumba, y vio
que tenía un solo ojo (porque le habían saltado el otro durante el combate), y
que lo tapaba todo el tiempo, para no ver la luz…» (Evangelio de los Doce
Apóstoles, 15º fragmento).
Observaremos que ese
centurión no había perdido el ojo en un combate, sino en el combate, y que la
herida era muy reciente. Ahora bien, aunque se pueda reprochar a los evangelios
apócrifos sus excesos en el plano de lo sobrenatural y de los milagros, no se
pueden pasar por alto detalles tan sencillos como esclarecedores. Un detalle
como ese no se suele inventar, y es más concebible la presencia de un soldado
tuerto así y en tales circunstancias, que la de un centurión ciego (Casio
Longino) que recobra la vista después de asestarle la lanzada a Jesús para
rematarle por indicación del exactor mortis. La pica que utilizó Longino para herir a Jesús crucificado se convirtió en la Lanza del Destino de las leyendas. Pero existe un nexo de unión entre
ambas historias, ya que la segunda fue creada para hacer olvidar la primera. Lo veremos en otra entrega.
El centurión Casio Longino era tuerto a causa de una herida reciente |
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