Fue el de la condesa Elizabeth
Bathory otro caso terrible de vampirismo que iguala, si no supera, al de Gilles
de Rais, al que se asemeja mucho, a pesar de que los motivos que impulsaron a
cada uno de ellos a cometer sus crímenes, fuesen distintos. La condesa Elizabeth
Bathory se casó a los quince años con el conde Ferencz Nadasdy, gran terrateniente
del condado de Nyitra, Hungría. Y bueno será añadir que todos los antepasados
del conde se habían mostrado especialmente crueles, casi sádicos, en su trato
con los campesinos que les tenían arrendadas las tierras de labranza. Tanto el conde como la
condesa parecían haber nacido el uno para el otro, pues ambos compartían los
mismos gustos lascivos, la misma crueldad, y el mismo interés por la brujería,
el satanismo y los sortilegios. Es por esto, sin duda, que su amor duró muchos
años. La condesa Elizabeth Bathory,
además, estaba perversamente influida por su nodriza, una tal Ilona Joo, mujer
dedicada la magia negra y al satanismo. Y fue la perniciosa influencia de Ilona
Joo la que perdió realmente a la condesa. La malvada nodriza fue
quemada viva por un tribunal húngaro, en tanto que otras brujas como ella eran
decapitadas.
La
lujuriosa condesa Bathory pasaba largas temporadas sola en su
castillo, ya que su esposo partía frecuentemente a la guerra. Aburrida por
aquella vida solitaria, la condesa se entregó cada vez más a las prácticas de
Ilona, y poco a poco comenzó a rodearse de hechiceros, alquimistas y magos.
Naturalmente, todos estos siniestros personajes distaban mucho de ser modelos
de conducta, pues sólo deseaban alentar los enfermizos deseos de la condesa en
su propio beneficio, lo que además les servía de excusa para dar rienda suelta
a su propia depravación, particularmente, en lo tocante a las relaciones
sexuales más abyectas que puedan imaginarse. En cierta ocasión la
condesa invitó a su castillo a cierto joven de extraordinaria belleza, lucía
una negra cabellera y tenía unos hermosos y relucientes ojos azules. Resultaba
irresistible para cualquier dama, no obstante, se rumoreaba de él que era un
vampiro. Y tal vez fue esa perspectiva la que realmente sedujo a la condesa,
hasta el punto de fugarse con él. Sin embargo, pronto se cansó de la aventura…
o tal vez, a decir de los rumores que circularon entonces, el propio vampiro
comprendió que ella era aún más malvada que él, y la condesa regresó a su
castillo para seguir dedicándose a sus conjuros diabólicos y a sus abominables hechizos. Abandonada
por su esposo, siempre guerreando en defensa de la patria o recorriendo sus
vastas propiedades, la condesa, para aliviar sus apetitos sexuales, empezó a
entregarse a diversas prácticas sexuales. En compañía de dos de sus
doncellas de más confianza, Elizabeth recurrió a los placeres orgiásticos con
todo el ardor de su impetuosa naturaleza de ninfómana.
Pero esto no bastó para
saciar su ansia de placeres prohibidos y, cediendo a las insinuaciones de
Ilona, que le hablaba sin cesar de nuevas prácticas sexuales todavía más retorcidas,
la condesa, tras perder a su esposo, cedió a las perversas insinuaciones de su malvada nodriza. A partir de entonces,
comenzaron a circular por los alrededores del castillo los más inquietantes rumores.
En efecto, apenas transcurría una semana sin que desapareciese un niño de
pecho, alguna adolescente o, incluso, alguna mujer casada. A ninguna de las
desaparecidas se la volvía a ver. Luego empezaron a desaparecer viajeros y
caminantes de paso por la región con el mismo resultado: jamás se volvía a
saber de ellos. Los amantes de la
condesa, a los que ella había corrompido, eran quienes perpetraban los
secuestros. Cuando no podían llevarse a las mujeres al castillo mediante
sobornos y deslumbrantes promesas, las drogaban o se las llevaban por la
fuerza. Estas desapariciones
duraron más de once años, durante los cuales, los campesinos y aldeanos vivieron
presa de un temor constante, atrancando puertas y ventanas cuando oían el paso
de un carruaje; lo que para ellos era siempre el inevitable prólogo a una tragedia. Pese a lo que se pueda
imaginar, la condesa no necesitaba de aquellas muchachas para realizar con ellas
actos abyectos, sino para otro menester mucho más horrendo, pues lo cierto es
que del castillo de la condesa Bathory jamás volvió a salir con vida ninguna de
las secuestradas.
Un día, poco después de fallecer su esposo, acaeció un
hecho que determinó todos los horrores posteriores. Después de azotar con saña a una
doncella que por lo visto exasperó a la condesa con su pertinaz resistencia a
someterse a sus deseos, la condesa vio brotar sangre del maltratado cuerpo de la muchacha, y
allí donde resbalaba la sangre, la piel parecía más blanca y apetecible, más
tersa y juvenil que antes. O eso le pareció a la condesa. El caso fue que
Elizabeth llegó a la conclusión de que la sangre de las doncellas servía para rejuvenecer
los órganos y tejidos del cuerpo humano, especialmente la epidermis, y decidió
que los baños en sangre humana la rejuvenecerían por completo, haciendo
desaparecer las arrugas de su piel, arrugas debidas en gran parte, más que a la
edad, a sus excesos báquicos. Y así, para colmar sus ansias sádicas y sus
instintos lésbicos, al mismo tiempo que llevaba a cabo este nuevo tratamiento de rejuvenecimiento, encargó a sus sirvientes que secuestrasen a las muchachas
más bellas de la comarca, y aun de otras provincias si era necesario. Ilona Joo, por su parte,
y los demás brujos que se habían instalado en el castillo Bathory, acosaban a la
condesa desde hacía tiempo, asegurándole que para que sus hechizos surtiesen
los efectos esperados, requerían ser complementados con sacrificios rituales de
seres humanos.
Según las costumbres y
creencias de aquella tenebrosa época, para los experimentos de alquimia y para
la ejecución de determinados hechizos se requerían calaveras, huesos, corazones,
ojos, hígados y otros órganos humanos, especialmente de niños de pecho y de
mujeres que todavía fuesen vírgenes. Cuantos moraban en el
castillo gozaban con los actos sádicos y las relaciones sexuales, consentidas o no, y con el suplicio y la muerte
más dolorosa dada a las desdichadas víctimas que caían en su poder. Los calabozos del
castillo llegaron a albergar a decenas de prisioneras a la espera de que la
condesa decidiese emplearlas en sus orgías, antes de sacrificarlas en sus
macabros experimentos de regeneración y estética.
El sacrificio de las
víctimas se celebraba en medio de complicados rituales mágicos, seguidos de
orgías y crueles prácticas de sadismo, en las que manaba la sangre que después usaba la condesa en sus baños. Con el tiempo, aquellas orgías fueron evolucionando,
y la condesa llegó a la conclusión de que para regenerar sus órganos internos
era necesario beber la sangre de sus víctimas. Pero para que ésta proporcionase
el efecto que se buscaba, era condición indispensable que fuese consumida
directamente de la herida de la víctima, y antes de que ésta expirase. Todos estos excesos,
como es fácil de suponer, desencadenaron una serie de rumores que, finalmente,
llegaron a oídos del rey Matías. No obstante, se tardaron
varios años en emprender una acción legal contra la condesa. Al final, se
ordenó una investigación que se llevó a cabo bajo la dirección del primer
ministro Thurzo y el gobernador de la provincia donde la condesa tenía sus dominios. Los aterrorizados
aldeanos y los campesinos del entorno hablaban de vampiros en el castillo de la
condesa y, la víspera de Año Nuevo, los alguaciles del rey se presentaron
súbitamente en el castillo. Ya en el vestíbulo hallaron el cadáver de una joven
degollada, sin una sola gota de sangre en su cuerpo. Cerca de ella había otra;
horriblemente mutilada. En los calabozos los alguaciles hallaron un grupo de
niños y niñas, hombres y mujeres jóvenes, que habían sido sangrados en
repetidas ocasiones para satisfacer los abominables apetitos de la condesa y
sus secuaces. Luego subieron al piso,
donde sorprendieron a la condesa y a sus cómplices en plena orgía de sangre y
sexo desenfrenado. Todos fueron apresados, y la condesa quedó recluida en sus
aposentos, custodiada por guardias armados. El proceso contra ellos se celebró
inmediatamente, y las pruebas se acumularon, no sólo contra la condesa, sino
contra sus cómplices, y sobre todo, contra Ilona Joo, como instigadora, las dos
damas de compañía de la condesa, y cuantos hechiceros, brujas y nigromantes
habían tomado parte en aquellos viles rituales satánicos.
Dando cumplimiento a la
sentencia, a Ilona Joo le fueron arrancados con tenazas todos los dedos de las
manos, luego fue azotada hasta arrancarle la carne de los huesos y, finalmente,
fue quemada viva. Los demás sufrieron diversas penas, casi todas de muerte,
siendo sometidos a diversos y dolorosos tormentos antes de ser ejecutados. La condesa, en
consideración a su condición de aristócrata, fue recluida en sus aposentos y se
levantó una pared con una pequeña abertura por donde se le hacían llegar los
alimentos. Allí vivió, emparedada en sus aposentos, durante varios
años. Jamás se la oyó proferir una sola queja. Falleció, según se cree, sin
haber salido de su entierro en vida, a mediados de 1614, a los cincuenta y cuatro
años de edad. La condesa Elizabeth Bathory pasó a la Historia como uno de los
más infames vampiros.
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