Las
Cruzadas llevaron a sus últimas consecuencias el antagonismo que separaba a las dos grandes civilizaciones europeas: una occidental, latina, y tras las invasiones germánica, y otra oriental, griega, más culta y rica, dotada de un sustrato de cultura urbana
mucho más antiguo. Pero que, sin embargo, no supo mantener la supremacía
militar que había llevado a Roma a gobernar la cuenca mediterránea durante setecientos años. La
diferencia había ido agrandándose tras la cristianización del Imperio en los
siglos IV y V, y se fue acentuando por la diversidad de costumbres y de
regímenes económicos, mucho más complejos en Oriente; en la diferente
organización política, porque Bizancio consolidó y completó el aparato
administrativo romano adaptándolo a su realidad étnica y geográfica; en los
distintos puntos de vista ante las relaciones internacionales tras la
invasiones del siglo V, supeditadas las bizantinas a partir del siglo VII a
la amenaza del Islam y a las migraciones masivas de eslavos y búlgaros
—auténticas invasiones—, que redujeron considerablemente su territorio y
amenazaron su propia existencia. Si bien es cierto que los búlgaros no llegaron a Occidente, allí se enfrentaron a otras invasiones: como la de los musulmanes en la península Ibérica; o las incursiones normandas en Inglaterra y el norte de Francia a partir del siglo VIII.
Los bizantinos poseían tradiciones religiosas distintas a las de los
occidentales: el poder imperial dominaba sin discusión al eclesiástico, la
lengua litúrgica era el griego; el recelo hacia Roma, un pobre obispado rodeado
de reinos bárbaros, impedía reconocer, de hecho, la supremacía jerárquica y
espiritual de los papas, máxime pensando, como se pensaba, que el traslado de
la capital del Imperio a Constantinopla consumado por Constantino en el siglo
IV, había provocado también el de la Sede Apostólica. Además, la religiosidad
bizantina era muy distinta a la latina, aunque la jerarquía eclesial fuera
muy parecida en ambas partes; en una religiosidad, la bizantina, en la que
primaban las más sutiles preocupaciones dogmáticas, predominando sobre la
moral, siempre destacada en Occidente. Por todo esto, en Oriente fructificaron
las primeras herejías, dado que la herejía exige una profunda especulación
intelectual en torno a la fe, que en la rusticidad de la Europa altomedieval
surgida tras las invasiones germánicas, habría sido inconcebible. Así
ocurrió que, a medida que el pontificado recuperaba su prestigio y su poder en
Occidente, se acentuaba la oposición de los bizantinos a reconocerlo. Tras la
primera ruptura entre Roma y Constantinopla en tiempos del emperador Focio, a
mediados del siglo IX, la excomunión mutua definitiva, porque no se levantó, se
produjo en 1054 entre el papa León IX y el patriarca Miguel Cerulario.
Posteriormente, los intentos de reconciliación entre ambas Iglesias fueron
frecuentes, e incluso fructificaron en 1274 y en 1439, pero la oposición básica
siguió siempre en pie e hizo que todos estos esfuerzos terminaran en fracaso. De facto, ambas Iglesias continúan separadas.
En
el momento de iniciarse las Cruzadas a finales del siglo XI, los bizantinos eran, a ojos de los
latinos y anglosajones, cismáticos. Eran además un pueblo vencido e incapaz de oponerse al Islam.
Tras la recuperación bizantina de los siglos X y XI, la derrota de Manzikert
(1071) había puesto en manos de los turcos casi toda el Asia Menor. Un siglo
después, y a pesar de la intervención europea, los bizantinos volvían a sufrir
una derrota definitiva en Miriocéfalo (1177). Pero Bizancio, aun en plena decadencia, era un país riquísimo debido a su papel de intermediario comercial
entre Asia y Europa: los venecianos y genoveses fueron arrebatándole aquel
monopolio a partir del siglo X, y cuando tropezaron con dificultades excesivas para
lograrlo, no dudaron en desviar el impulso de la IV Cruzada contra
Constantinopla, que fue tomada por los italianos en 1204 y vivió bajo el
dominio de los señores feudales occidentales, hasta su definitiva caída en poder de los turcos en 1453.
Las
Cruzadas fueron para Bizancio un fenómeno nefasto y contribuyeron a precipitar su ruina política, territorial y económica. Nunca
fueron motivo de aproximación entre ambos lados de la Cristiandad, sino de
distanciamiento y de odio. A la rudeza de costumbres, a la envidia e incluso al
odio de los occidentales, replicaban los bizantinos con un menosprecio basado en
el mayor nivel intelectual de su cultura, en la calidad de su compleja
diplomacia y de sus instituciones, y en la profundidad dogmática de su Iglesia.
Lamentablemente para ellos, aquella superioridad cultural no estaba apuntalada por
una fuerza militar capaz de frenar a los otomanos. Los primeros emperadores romanos fueron casi todos soldados; los bizantinos se preocuparon más por las cuestiones teológicas y esto llevó al Imperio de Oriente a su ruina definitiva.
Infantería tardorromana oriental, siglo VI d.C. |
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