Arruinada Asiria en el
612 a.C., Babilonia pretendió suplantarla en el Próximo Oriente como potencia
dominante, en particular bajo el reinado de Nabucodonosor. Éste se adueñó de
Siria, Palestina y Fenicia, en lucha con los egipcios. En el siglo VI a.C. Babilonia
llegó a ser la principal ciudad del mundo. Pero durante el reinado de su
sucesor los persas conquistaron la capital y el reino. En la época del gran rey
Nabucodonosor, Babilonia fue una ciudad con numerosos templos y un palacio real
magnífico que albergaba los famosos Jardines Colgantes, una de las Siete
Maravillas arquitectónicas de la Antigüedad. Sus hombres de ciencia cultivaron
sobre todo la astrología y la magia, disciplina heredada de los caldeos entre
cuyas construcciones destacaban el zigurat, torres escalonadas y piramidales
dedicadas a fines religiosos. La magnífica ciudad amurallada de Babilonia no
fue jamás conquistada por sus enemigos hasta el 540 a.C. Pero tampoco entonces
fueron tomadas las murallas por asalto; el episodio histórico de la caída de
Babilonia es de lo más extraordinario y aún hoy permanece envuelto en la
leyenda. Ciro el Grande, rey de medos y persas, y uno de los grandes
conquistadores de la Antigüedad, proyectaba tomar la ciudad, pero ésta estaba
dotada de unas inexpugnables murallas. Los consejeros de Nabónido, rey de
Babilonia, le persuadieron para que presentara batalla a los invasores antes de
que éstos iniciaran el asedio. Fue una mala decisión ya que la ciudad, además
de las murallas, contaba con un foso navegable y con reservas de agua más que
suficientes para soportar un asedio prolongado con garantías de éxito. Tras una
serie de escaramuzas extramuros con las tropas medopersas, los babilonios se
retiraron alejándose imprudentemente de la ciudad. Ciro entró poco después en
ella atravesando las magníficas puertas que, misteriosamente, habían sido
abiertas a los invasores durante la noche. Asombrosamente, los babilonios no
opusieron resistencia y la ciudad capituló sin luchar. Después de esta
vergonzosa rendición, que algunos historiadores atribuyen a una traición
perpetrada por los numerosos esclavos que había intramuros y a los extranjeros
que residían en la ciudad, el poderío y el prestigio de Babilonia fueron
declinando hasta que, al cabo de unos siglos, fue súbitamente abandonada a
merced de los vientos y las tormentas de arena que la devolvieron al desierto
del que había surgido. Babilonia cayó sin resistencia, y aun así no pudo evitar
su destrucción final, para nunca más volver a levantarse. Babilonia, la ciudad donde
había florecido una de las primeras civilizaciones de la Humanidad, y que había
sido capital de un gran imperio en diferentes épocas de la Historia, se fundió
con la arena del desierto y durante siglos su existencia formó parte de la
leyenda —al igual que Nínive, Troya y otras tantas— hasta que las excavaciones
de la Deutsche Orientgesellschaft (Sociedad Oriental Alemana), comenzadas en
1899, desenterraron los primeros restos arqueológicos rescatándola del olvido.
En la Biblia los
profetas hebreos se regodean veladamente de la caída de Babilonia, la gran
potencia militar que los había humillando, esclavizado y destruido su Templo
varias décadas antes. En el 535 a.C. el rey Ciro liberó a los hebreos y les
permitió regresar a Jerusalén para reconstruir el primer Templo que fue
levantado por el rey Salomón para sustituir al Tabernáculo como único centro de
culto para el pueblo hebreo. Este templo fue saqueado por el faraón Sheshonq I
en 925 a.C. —los egipcios se llevaron el Arca de la alianza— y definitivamente
destruido por los neobabilonios durante el asedio a Jerusalén de Nabucodonosor
II en 587 a.C. El segundo Templo, mucho más modesto, fue completado por
Zorobabel en 515 a.C. —durante el reinado del persa Darío I— y seguidamente
consagrado. Tras las profanaciones de los reyes seléucidas de Siria, el Templo
fue nuevamente consagrado por Judas Macabeo en 165 a.C. Reconstruido y ampliado
por Herodes, el Templo fue a su vez destruido por las legiones romanas al mando
de Tito en el año 70 d.C., durante la revuelta de los zelotes. Su principal
vestigio es el Muro de las Lamentaciones, también conocido como Kotel o Muro
Occidental. Según la escatología judía el tercer Templo será reconstruido tras
el advenimiento del mesías.
¿Qué fue de Nabónido,
el último rey de Babilonia?
Nabónido fue aupado al
trono de Babilonia por una conspiración y ofendió al clero de Marduk al
promover al dios lunar Sin como deidad principal de la ciudad. Al final, cayó
víctima de una conjura y de la invasión del rey persa Ciro. Pero el destino de
Nabónido, el último rey de Babilonia, empezó a fraguarse lejos de la gran
capital mesopotámica, en Harán, una ciudad al norte de Siria. De allí procedían
probablemente sus padres, sin conexión con la realeza y seguramente de
condición modesta. Sobre la madre tenemos información muy precisa gracias a una
autobiografía que se le atribuye y que, según las fuentes, escribió cuando
tenía 104 años. Sabemos así que se llamaba Adad-guppi, nombre que sugiere que
era de origen arameo. Cuando Harán fue destruida por el rey babilonio
Nabopolasar y sus aliados medos en el año 609 a.C., ella y su marido marcharon
a Babilonia, tal vez como cautivos. Una vez en la capital entraron a formar
parte del personal de la corte, aunque su rango no era elevado. Adad-guppi
explica que presentó a su hijo Nabónido en la corte y que éste sirvió al rey
Nabucodonosor, aunque no sabemos qué cargó ocupó. Nabónido sin duda adquirió
con el tiempo una posición destacada en el palacio real. Y, de este modo,
cuando ya era un hombre de edad avanzada —como se deduce del hecho de que tenía
un hijo ya mayor, al que nombraría regente al subir al trono—, intervino
directamente en la crisis política que se abrió en Babilonia a partir de la
muerte de Nabucodonosor II, en el año 562 a.C.
Los seis años
siguientes fueron para Babilonia un período convulso, en el que se sucedieron
hasta tres reyes, dos de los cuales fueron asesinados. El último acto de la
crisis se inició con el ascenso al trono en 556 a.C. de Labashi-Marduk, hijo
del rey Neriglisar. Seguramente el nuevo monarca era aún un niño, por lo que
nada pudo hacer frente a una conspiración de palacio que apenas dos meses
después lo derrocó y acabó con su vida. Tras la muerte de Labashi-Marduk,
Nabónido fue aclamado como nuevo soberano, quizá sin que él mismo lo buscara.
Al menos esto declara en la crónica que encargó en su decimotercer año de
reinado: «En mi mente no estaba la idea de ser rey». Sin duda, Nabónido debió
de formar parte de la conjura, pero no parece que fuera el líder. Tal vez lo
aupó al trono su propio hijo, Baldasarres (conocido también como Baltasar). Así
se explicaría que justo después de la proclamación de su padre, Baldasarres
ascendiera a un lugar preeminente en la corte y se convirtiera en regente del
reino durante el largo período de tiempo en que Nabónido estuvo ausente de la
capital. En cualquier caso, en los inicios de su reinado Nabónido actuó como si
quisiera hacerse perdonar la manera en que había llegado al trono. Se esforzó
en comportarse como sus predecesores y quiso mostrarse como un rey piadoso y
respetuoso con las tradiciones religiosas babilónicas. Un ejemplo de este
empeño fue la restauración del Ebabbar, el principal templo de la ciudad de
Sippar, 60 kilómetros al norte de Babilonia. En tan solo dos años se excavó el
terreno hasta llegar a los cimientos más antiguos del templo y se procedió a la
reconstrucción, de manera que en su tercer año de reinado Nabónido pudo
consagrar el Ebabbar y presentar una tiara a Shamash, el dios del sol, «según
las antiguas costumbres». Durante los trabajos de excavación de los cimientos
del templo se descubrió una estatua del rey Sargón de Acad (2333-2278 a.C.),
una antigüedad ya en esa época. Nabónido hizo colocar esta estatua en el Ebabbar
y ordenó que se le rindiera culto como si fuera la imagen de un dios.
Aprovechando seguramente este hallazgo, Nabónido hizo colocar también en el
Ebabbar una estatua suya, no para ser adorada sino como un elemento votivo.
Este hecho podría interpretarse, una vez más, como ejemplo de la voluntad de
Nabónido de relacionar su propia persona con ilustres gobernantes del pasado.
En los momentos
iniciales de su reinado, Nabónido también dedicó especial atención al
mantenimiento del culto a las principales divinidades de Babilonia, sobre todo
a Marduk, el dios protector de la ciudad. En Sippar restableció las ofrendas en
el templo de Marduk y su esposa Sarpanitu, e hizo lo propio en Uruk. Una
inscripción nos informa de que el monarca restauró también el templo de Ishtar
de Acad, en la ciudad de Agadé. En el cuarto año de su reinado, Nabónido tomó
una sorprendente decisión: abandonó la capital, Babilonia, dejando a su hijo
Baldasarres a cargo del reino, y se estableció en el oasis de Tania, en el
desierto de Arabia. Ordenó rodear esta ciudad de una muralla y se hizo
construir un palacio. El traslado tal vez estuvo relacionado con la amenaza
creciente que ejercía sobre Babilonia el emergente Imperio Persa, gobernado
desde el 559 a.C. por un belicoso monarca, Ciro II. Temiendo que los persas
ocuparan Siria y cortaran las rutas comerciales de Babilonia hacia el norte,
Nabónido tal vez quería explorar un acceso alternativo al mar a través del
norte de Arabia, una zona económicamente muy próspera en esa época. Tras diez años
en Tania, Nabónido regresó a Babilonia, quizá porque su presencia en la capital
era necesaria para hacer frente a la amenaza de Ciro, o bien porque decidió
asumir directamente el poder ante las discrepancias que tal vez surgieron con
su hijo Baldasarres. Cabe señalar igualmente que en esos años se había desatado
en Babilonia una terrible hambruna.
En cualquier caso, fue
a su regreso de Tania cuando el monarca decidió llevar a la práctica un
proyecto que sin duda acariciaba desde hacía años y que tendría consecuencias
dramáticas para el imperio babilónico: el de promover a lo más alto del panteón
al dios lunar Sin, una divinidad que había caído en el olvido en la ciudad,
pero a la que el monarca se sentía muy ligado seguramente por el ejemplo de su
madre, gran devota de Sin. Nabónido ordenó convertir varios templos en
santuarios dedicados a Sin. La decisión se dio a conocer en todos los rincones
del Imperio erigiendo grandes estelas en las que se explicaba el lugar de
privilegio que a partir de entonces ocuparía el dios lunar, y se argüía que la
medida del rey le había sido inspirada directamente por el dios mediante una
señal o signo; era, decía, la «obra de Sin». Nabónido dedicó una especial
atención a los templos de Sin en Harán y en Ur de Caldea, una antigua ciudad
del sur de Mesopotamia. Originariamente estaba localizada cerca de Eridu y de
la desembocadura del río Éufrates en el golfo Pérsico. Hoy sus ruinas se
encuentran a 24 km al suroeste de Nasiriya, en el actual Irak. En la ciudad de
Ur consagró incluso a su hija, En-nigaldi-Nanna, como gran sacerdotisa del
dios, emulando a Sargón de Acad, que había hecho lo propio con su hija
Enheduanna. Los trabajos de reconstrucción fueron conmemorados en la
autobiografía de la madre de Nabónido, en la que ésta vinculaba directamente el
poder del monarca con la protección del dios: «Sin, el rey de los dioses, me
miró. Él llamó a Nabónido, mi único hijo, a la realeza. Él personalmente le
entregó la realeza de Sumer y Acad, desde la frontera de Egipto y el mar superior,
hasta el mar inferior, toda la tierra». La nueva política religiosa de Nabónido
provocó el rechazo de la clase sacerdotal de Babilonia. Ya su marcha al oasis
de Tania fue vista como una traición a la ciudad y a sus tradiciones
ancestrales. La ausencia del rey supuso, por ejemplo, que se cancelasen las
ceremonias del festival del Año Nuevo, que el monarca debía presidir. Entre
ellas estaba la introducción de la estatua de Marduk en su templo, que indicaba
el inicio del año, por lo que su suspensión perturbaba el ciclo de cultos en la
ciudad. Al regreso de Nabónido a Babilonia la situación se agravó, pues el rey
ordenó que hasta el templo de Marduk fuera consagrado a Sin. Los sacerdotes de
aquel dios y de otras divinidades cuyos templos habían sido usurpados para el
nuevo culto lunar se convirtieron en enemigos acérrimos del rey, al que
acusaron de comportamiento impío; su dios Marduk los vengaría, aseguraban. Esa
venganza llegó en el decimoséptimo año del reinado de Nabónido. El rey persa
Ciro entró en los dominios de Nabónido en 539 a.C., procedente de los montes
Zagros, y derrotó a los babilonios en una sangrienta batalla en la confluencia
de los ríos Diyala y Tigris, cerca de Opis. Tras saquear esta ciudad y
exterminar a sus habitantes, Ciro se dirigió a Sippar. Entretanto, se
desarrolló en Babilonia una conspiración contra Nabónido, que fue hecho
prisionero. La ciudad se rindió al general persa Gobryas y poco después Ciro
hizo su entrada triunfal en ella. No se sabe a ciencia cierta cuál fue el
destino de Nabónido: según una fuente, se le envió al exilio en una remota
provincia del Imperio Persa, mientras que el historiador griego Jenofonte
asegura que el último rey de Babilonia fue asesinado.
Los jardines colgantes y el foso navegable de la ciudad de Babilonia |
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