Como nuevo rey de España,
Felipe V poseía el ducado de Milán y, al igual que Francia, estaba aliado con
varios príncipes italianos, como Víctor Amadeo II de Saboya y Carlos III, duque
de Mantua, por lo que las tropas francesas ocuparon casi todo el norte de Italia
hasta el lago de Garda. El príncipe Eugenio de Saboya, al mando de las tropas
del emperador austriaco, dio comienzo a las hostilidades en 1701, sin previa declaración de guerra, batiendo al mariscal francés Nicolás Catinat en la
batalla de Carpí, así como a su sucesor el mariscal-duque de Villeroy en la
batalla de Chiari, pero no consiguió tomar Milán por problemas de intendencia.
A comienzos de 1702, el primer ataque lo lanzaron las tropas austriacas contra
la ciudad de Cremona, en Lombardía, haciendo prisionero a Villeroy. Su puesto
lo ocupó el duque de Vendôme, que rechazó a las tropas invasoras del ejército
del príncipe Eugenio de Saboya. Los partidarios del emperador Leopoldo I
atacaron primero a los Electores de Colonia y Brunswick, que se habían puesto del
lado de Luis XIV de Francia, ocupando dichos principados. También deseaban
impedir que se unieran las fuerzas francesas con las del elector de Baviera,
para lo que reclutaron un ejército al mando del margrave Luis Guillermo de
Baden, que tomó posiciones en el Rin superior frente a las fuerzas francesas
mandadas por el mariscal Villars. El margrave de Baden conquistó el 9 de
septiembre de 1702 Landau, en Alsacia, y el 14 de octubre de 1702 se volvieron
a enfrentar ambos ejércitos en la batalla de Friedlingen, de la que ninguno
salió vencedor, pero tuvo como consecuencia que los franceses retrocedieran al
otro lado del Rin y no pudieran unirse a los bávaros. Más al norte, el mariscal
Tallard ocupó de nuevo todo el ducado de Lorena y la ciudad de Tréveris.
Estimulado por su
abuelo, en 1702 Felipe V desembarcó cerca de Nápoles pacificando el reino de
las Dos Sicilias en un mes, tras lo cual reembarcó hacia Fínale. De ahí fue a
Milán, siendo recibido con entusiasmo también allí e incorporándose a comienzos
de julio al ejército del duque de Vendôme cerca del río Po. La primera batalla
tuvo lugar en Santa Vittoria y supuso la destrucción del ejército del general
Visconti por las tropas franco-españolas, a la que siguió un sangriento intento
de desquite en la batalla de Luzzara. Su comportamiento en estas batallas fue
brillante, rayando lo temerario. Pero, sumido en un nuevo acceso de su
enfermiza melancolía, reembarcó y regresó a España, pasando por Cataluña y
Aragón, y haciendo una entrada triunfal en Madrid el 13 de enero de 1703. A su
regreso le esperaban las malas noticias de que la Dieta Imperial le había
declarado la guerra a él y a su abuelo como usurpadores del trono español. El
ejército del duque de Borgoña tuvo que retirarse ante la superioridad numérica de las tropas del duque
de Marlborough,
perdiéndose las plazas de Raisenwertz, Vainloo, Rulemunda, Senenverth, Maseich, Lieja y
Landau en Alsacia. Contrarrestaron un poco estos reveses los éxitos del elector
de Baviera (aliado de la causa borbónica) tomando Ulm y Memmingen.
Los aliados llevan la
guerra a la península Ibérica
Una de las principales
preocupaciones de los aliados era conseguir una base naval en el Mediterráneo
para las flotas inglesa y holandesa. Su primera tentativa fue tomar Cádiz en
agosto de 1702, pero fracasó. En la batalla de Cádiz un ejército aliado de
14.000 hombres desembarcó cerca de esta ciudad andaluza en un momento en que no
había casi tropas en España. Se reunieron éstas a toda prisa, recurriéndose
incluso a fondos privados de la esposa de Felipe V, la reina María Luisa
Gabriela de Saboya (que en el futuro sería conocida afectuosamente por los
castellanos como «La Saboyana»), y del cardenal don Luis Manuel Fernández de
Portocarrero. El ejército aliado fue rechazado gracias a la
heroica defensa española. Antes de reembarcar el
19 de septiembre, las tropas anglo-holandesas se dedicaron al pillaje y al saqueo de El
Puerto de Santa María y de Rota, lo que sería utilizado por la propaganda
borbónica —según el marqués de San Felipe los soldados «cometieron los más
abominables sacrilegios, juntando la rabia de enemigos a la de herejes, porque
no se libraron de su furor los templos y las sagradas imágenes»— e hizo
imposible que Andalucía se sublevara contra Felipe V, tal como lo tenían
planeado los partidarios castellanos de la Casa de Austria, encabezados por el
almirante de Castilla. Otra de las preocupaciones de los aliados era interferir
las rutas transatlánticas que comunicaban España con su Imperio colonial en
América, especialmente atacando la Flota de Indias que transportaba metales
preciosos que constituían la fuente fundamental de ingresos de la Hacienda de
la Monarquía española. Así, en octubre de 1702, las flotas inglesa y holandesa
avistaron frente a las costas de Galicia a la Flota de Indias que procedía de
La Habana, escoltada por veintitrés navíos franceses, que se vio obligada a
refugiarse en la ría de Vigo. Allí fue atacada el 23 de octubre por los barcos
aliados durante la batalla de Randa infligiéndole importantes pérdidas, aunque
la práctica totalidad de la plata fue desembarcada a tiempo. El precioso
cargamento fue descargado y conducido primero a Lugo, y más tarde al alcázar de
Segovia; una auténtica fortaleza inexpugnable en el corazón de Castilla. Uno de los principales
giros de la guerra tuvo lugar en el verano de 1703, cuando Portugal y el ducado
de Saboya se sumaron a los restantes estados que componían el Tratado de La
Haya, hasta entonces formada únicamente por Inglaterra, Austria y los Países
Bajos. El duque de Saboya, a pesar de ser el padre de la esposa de Felipe V,
firmó el Tratado de Turín y Pedro II de Portugal, que en 1701 había firmado un tratado de alianza con los borbones, negoció con los aliados el cambio de bando
a cambio de concesiones a costa del Imperio Español en América, como la colonia
de Sacramento, y de obtener ciertas plazas en Extremadura —entre ellas Badajoz—
y en Galicia —que incluían Vigo—. Así, el 16 de mayo de 1703, se firmó el
Tratado de Lisboa que convirtió a Portugal en una excelente base de operaciones
terrestres y marítimas para los partidarios de los Habsburgo. La entrada en la Gran
Alianza de Saboya y, sobre todo, de Portugal, dio un vuelco a las aspiraciones
de la Casa de Austria, que ahora veía mucho más cercana la posibilidad de
instalar en el trono español a uno de sus miembros. Así, el 12 de septiembre de
1703 el emperador Leopoldo I proclamó formalmente a su segundo hijo, el
archiduque Carlos de Austria, como rey Carlos III de España, renunciando al mismo
tiempo en su nombre y en el de su primogénito, a los derechos a la Corona española,
lo que hizo posible que Inglaterra y Holanda reconocieran a Carlos III como rey
de España. A partir de aquel momento hubo dos reyes de España.
El 4 de mayo de 1704
el archiduque Carlos desembarcó en Lisboa contando con el favor del rey Pedro
II de Portugal. La causa «carlista» (como fue llamándose, aunque no está
relacionada con las Guerras Carlistas del siglo XIX) iba ganando adeptos. El rey Pedro II
publicó un manifiesto en el que justificaba su decisión de retirar su apoyo a
Felipe V. Carlos III llegó a Lisboa al frente de una flota angloholandesa que
contaba con 4.000 soldados ingleses y 2.000 holandeses, a los que sumaron
20.000 portugueses pagados por las tres potencias tradicionalmente enemigas de
España: Inglaterra, Holanda y Portugal. En Santarém, el rey Carlos proclamó su propósito de «liberar a nuestros
amados y fieles vasallos de la esclavitud en que los ha puesto el tiránico
gobierno de Francia» que pretende «reducir los dominios de España a provincia
suya». Permaneció en Lisboa hasta el 23 de julio de 1705. Por supuesto, el archiduque se guardó muy mucho de airear lo que había pactado él con sus
aliados acerca de trocear España y sus posesiones de ultramar, en beneficio de
portugueses, ingleses y holandeses. Acto seguido, el archiduque efectuó
un intento de invasión por el valle del Tajo, en Extremadura, con un ejército
angloholandés que fue rechazado por el ya considerable ejército español de 40.000
hombres, a las órdenes de Felipe V desde marzo, y que posteriormente recibiría
refuerzos franceses al mando de James Fitz-James, I duque de Berwick, un
general brillante de origen inglés. Un segundo intento angloportugués tratando
de tomar Ciudad Rodrigo también fue rechazado por los defensores españoles.
Inglaterra había
apostado por el dominio de los mares desde hacía mucho tiempo, y en realidad lo
que deseaba era el desgaste de los dos contendientes, así como el reparto de
los territorios españoles para obtener puntos estratégicos para su comercio y
sacar los máximos beneficios. En 1704, sir George Rooke y Jorge de Darmstadt
llevaron a cabo un desembarco en Barcelona, empresa que se convirtió en fracaso
debido a que las instituciones catalanas, a pesar de sus simpatías por la causa
de los Habsburgo, no encabezaron ninguna rebelión. Sin embargo, de regreso, la
flota asedió Gibraltar; la estratégica plaza sólo estaba defendida por 500 hombres, la
mayoría milicianos, al mando de don Diego de Salinas. Gibraltar se rindió
honrosamente el 4 de agosto de 1704 al príncipe de Darmstadt tras dos días de
lucha. Hay que aclarar un punto muy importante: la guarnición española se
rindió a tropas extranjeras, sí, pero que combatían bajo pabellón de Carlos III
de Habsburgo, que se había proclamado rey de España, y el príncipe de
Darmstadt, en su nombre, asumió el cargo de gobernador de la plaza. De ahí lo
de «honrosamente». Lo que después obtuvieron los ingleses en el Tratado de
Utrecht en 1714, y, sobre todo, en los posteriores acuerdos del Congreso de Viena de 1815, en el que no se permitió participar a España, son harina de otro costal. Una flota francesa al
mando del conde de Toulouse intentó recuperar Gibraltar pocas semanas después
enfrentándose a la flota angloholandesa al mando de Rooke el 24 de agosto a la
altura de Málaga. La batalla naval de Málaga fue una de las más importantes de
la guerra. Duró trece horas, pero al amanecer del día siguiente la flota
francesa se retiró, con lo que Gibraltar continuó en manos de los aliados. Así
que, finalmente, consiguieron los ingleses lo que habían venido intentando desde
el fracaso de la toma de Cádiz en agosto de 1702: una base naval para sus operaciones en el Mediterráneo.
El mismo mes en que se
produjo la toma de Gibraltar, los ejércitos aliados capitaneados por sir John
Churchill, I duque de Marlborough, conseguían en la batalla de Blenheim
(Baviera) una de sus mayores y más decisivas victorias en la guerra. En la
batalla que tuvo lugar el 13 de agosto de 1704, se enfrentaron un ejército
francobávaro de 56.000 hombres al mando del conde Marcin y de Maximiliano II de Baviera, y un ejército aliado compuesto por 67.000 soldados
imperiales, ingleses y holandeses al mando del duque de Marlborough. El combate
duró 15 largas horas al final del cual el ejército borbónico sufrió una derrota
total: tuvo 34.000 bajas y 14.000 soldados fueron hechos prisioneros. Los
aliados por su parte perdieron 13.500 hombres entre muertos y heridos. El
elector de Baviera se refugió en los Países Bajos Españoles mientras su Estado
era ocupado por las tropas austriacas, y así permanecería hasta el final de la
contienda, con lo que Luis XIV perdía a su principal aliado en el centro de
Europa. Según la mayoría de los historiadores, la victoria de Blenheim «puso
fin a cuarenta años de supremacía militar francesa en el Continente». A partir
de aquel momento, Luis XIV se enfrentaba a un escenario bélico claramente
adverso. Tras el fracaso del
desembarco angloholandés y de los partidarios de los Habsburgo en Barcelona a
finales de mayo de 1704, el virrey de Cataluña, don Francisco Antonio Fernández
de Velasco, desencadenó una persecución contra los partidarios
catalanes de los Habsburgo, acusando a la Conferencia de los Tres Comunes de
ser «la oficina donde se creó la conspiración». Muchos de sus
miembros fueron encarcelados y finalmente el virrey Velasco ordenó su
supresión.
En marzo de 1705, la
reina Ana de Inglaterra nombró su comisionado a Milford Crowe, un
comerciante de aguardiente afincado en Cataluña, «para
contratar una alianza entre nosotros y el mencionado Principado o cualquier
otra provincia de España» y le dio instrucciones para que negociara con algún
representante de las instituciones catalanas. Ni que decir tiene que lo que
buscaba la pérfida reina inglesa era dividir a los territorios españoles en su
provecho. Además, el tal Crowe ni siquiera era diplomático, era un
mercachifle del tres al cuarto. Aun así, y a pesar de lo burdo de la embajada
—un borrachín representando a la reina de Inglaterra—, los catalanes mordieron
el anzuelo. Aunque, inicialmente, Crowe no pudo entrevistarse con ningún
miembro de las cortes catalanas a causa de la represión del virrey
Velasco, así que se puso en contacto con el grupo de los vigitanos, para que
firmaran la alianza anglocatalana en nombre del Principado. Así nació el pacto
de Génova, así llamado por la ciudad donde fue rubricado el 20 de junio de
1705, que establecía una alianza política y militar entre el Reino de
Inglaterra y el grupo de vigitanos en representación del principado de
Cataluña. Según los términos del acuerdo, Inglaterra desembarcaría tropas en
Cataluña, que unidas a las fuerzas catalanas lucharían en favor del
pretendiente al trono español Carlos de Austria contra los ejércitos de Felipe
V de Borbón, comprometiéndose asimismo Inglaterra a mantener las leyes e instituciones
propias catalanas. Por supuesto, los ingleses hicieron caso omiso del acuerdo y
de las obligaciones que comportaba. Eso sí, aprovecharon la ocasión para
devastar la floreciente industria textil catalana a su paso por la provincia de
Barcelona.
El sitio de Barcelona
(1705)
Los vigitanos
cumplieron su parte del pacto y fueron extendiendo la rebelión en favor del
archiduque Carlos y a principios de octubre de 1705 se habían adueñado
prácticamente de todo el Principado, excepto de Barcelona donde seguía
dominando la situación el virrey Velasco. Por su parte, el archiduque Carlos,
en cumplimiento de lo acordado en Génova, embarcó en Lisboa rumbo a Cataluña al
frente de una gran flota aliada. A mediados de agosto la flota se detenía en
Altea y en Denia y el archiduque era proclamado rey de España, extendiéndose a
continuación la revuelta de los partidarios valencianos de los Habsburgo, los
maulets, liderada por don Juan Bautista Basset y Ramos. El 22 de agosto llegaba
la flota aliada a Barcelona, cuando estaba en pleno apogeo la revuelta de los
partidarios catalanes de los Habsburgo, y pocos días después desembarcaban unos
17.000 soldados, dando comienzo al sitio de Barcelona de 1705, al que se
sumaron los vigitanos.
El 15 de septiembre de
1705, nada más tomar el castillo de Montjuic, en cuyo asalto perdió la vida
el príncipe de Darmstadt —uno de los principales valedores de la causa del
archiduque Carlos—, los aliados comenzaron a bombardear Barcelona desde la fortaleza. El 9 de octubre, Barcelona capitulaba y el 22, Carlos entraba en la
ciudad. El 7 de noviembre juraba las constituciones forales, y a continuación
convocaba las Cortes catalanas. En Cataluña, la actitud favorable de la
población a la causa de los Habsburgo se debió a varios motivos: en primer
lugar, el mal recuerdo que tenían los catalanes de los franceses desde que la
Paz de los Pirineos (1659) certificó la cesión del Rosellón, con la ciudad de
Perpiñán incluida, a la Corona francesa. Los catalanes estaban convencidos de
que nunca se reunificaría el Rosellón con Cataluña con un rey borbónico en
España. Lo que habían olvidado los catalanes era que en la revuelta de Los
Segadores (1640) se habían puesto del lado de Francia, que estaba en guerra con
España. El cardenal Richelieu les había prometido apoyar sus aspiraciones
independentistas, cuando lo que buscaba Francia desde el siglo XIII, fue
precisamente lo que acabó consiguiendo: la anexión del Rosellón. En 1705, el
hecho de que la Casa de Austria siempre hubiese respetado sus constituciones,
les bastó a los catalanes para arrojarse en brazos de ingleses y holandeses.
Valencia se declaró por Carlos III el 16 de diciembre, así que a finales de año,
en Cataluña y Valencia, sólo Alicante y Rosas permanecían fieles a Felipe V de Borbón.
La guerra se alarga
(1706-1710)
Tras la rendición de
Barcelona, el rey Felipe V intentó recuperar la capital del principado de Cataluña y
un ejército borbónico integrado por 18.000 hombres a las órdenes del duque de
Noailles y del mariscal Tessé, inició el sitio de Barcelona de 1706 el 3 de
abril, mientras el propio Felipe V se instalaba en Sarriá. A finales de abril
los borbónicos ya controlaban el castillo de Montjuic desde donde prepararon el
asalto a la ciudad amurallada. Pero el 8 de mayo llegaba a Barcelona una flota
angloholandesa compuesta por 56 navíos y con más de 10.000 hombres a bordo al
mando del almirante John Leake, lo que obligó a retirarse a las tropas borbónicas.
Felipe V cruzó la frontera francesa volviendo a entrar de nuevo en España por
Pamplona. Al partir de Madrid,
Felipe V dejó casi desguarnecido el frente portugués, por lo que casi al mismo
tiempo que llegó a Barcelona la escuadra aliada, un ejército anglo-portugués tomaba
Badajoz y Plasencia y avanzaba sobre Madrid por los valles del Duero y del
Tajo. Los aliados tomaron en mayo Ciudad Rodrigo y Salamanca, lo que forzó al
rey y a la reina a abandonar Madrid y trasladarse a Burgos con la corte. El
almirante de la escuadra borbónica, marqués de Santa Cruz, se pasaba al bando
austriaco. Zaragoza proclamaba rey a Carlos III, quedando en Aragón sólo Tarazona y
Jaca leales a la causa borbónica. Carlos III dejó Barcelona y el 27 de junio de
1706 tuvo lugar la primera entrada en Madrid del archiduque Carlos, siendo
recibido con una frialdad que sorprendió al propio archiduque. En Madrid fue
proclamado el 2 de julio como Carlos III rey de España pero a finales de ese
mismo mes abandonaba la capital con destino a Valencia debido a la falta de
apoyos, pues sólo unos pocos nobles castellanos le habían
jurado obediencia, y a los problemas de abastecimiento de las tropas aliadas.
Felipe V volvió a entrar en Madrid el 4 de octubre ante el clamor popular,
mientras el duque de Berwick junto con el obispo Luis Antonio de Belluga y
Moncada y «cuerpos francos» —precursores de las guerras de guerrilla— reconquistaban
Elche, Orihuela y Cartagena, capturando a 12.000 enemigos. Por contra, el
mismo día en que Felipe V volvía a ocupar el trono en Madrid, los partidarios
del archiduque Carlos le proclamaban rey de Mallorca. El 10 de octubre Carlos
III juraba en Valencia los fueros y quedaba asimismo consagrado como monarca
del antiguo Reino de Valencia. En el resto de los
frentes europeos los borbónicos eran derrotados en la batalla de Ramillies, en
mayo de 1706, y 15.000 soldados eran hechos prisioneros, con lo cual el duque de Marlborough tomaba casi todos los Países Bajos Españoles, incluyendo
Bruselas, Brujas, Lovaina, Ostende, Gante y Malinas; y en Italia se levantaba
el asedio de Turín, la capital de Saboya, lo que permitía al duque de Saboya
tomar Milán el 26 de septiembre y Eugenio conquistaba además para el
archiduque Carlos el Reino de Nápoles.
La batalla de Almansa
y el fin de los Reinos de Aragón y de Valencia
El 25 de abril de
1707, un ejército aliado compuesto por ingleses, holandeses y portugueses,
presentó batalla a las tropas francoespañolas en la llanura de Almansa sin
conocimiento de los importantes refuerzos que éstas habían recibido. Así, la
victoria borbónica en la batalla de Almansa fue muy importante, pero no
decisiva para el final de la guerra. El ejército aliado se retiró y las fuerzas
francoespañolas avanzaron tomando Valencia, recuperando Alcoy y Denia (8 de
mayo) y Zaragoza (26 de mayo), y posteriormente Lérida, tomada por asalto el 14
de octubre (de recuerdo particularmente ingrato es el episodio de la toma y
posterior incendio de Játiva, la cual había resistido hasta el 20 de junio).
Las consecuencias políticas de la batalla de Almansa fueron importantes. Se
abolieron los fueros de Valencia y los de Aragón mediante el Decreto de Nueva
Planta. A pesar del envío de un ejército por el hermano del archiduque Carlos,
posteriormente cayeron también Tortosa, en julio de 1708 y Alicante, en abril
de 1709.
La ruptura entre
Felipe V de España y Luis XIV de Francia en 1709
La euforia por la gran
victoria conseguida en Almansa, duró bien poco. Los triunfos de las
fuerzas terrestres francoespañolas, eran contrarrestados por las derrotas navales debidas
a la superioridad de la flota angloholandesa. Ese mismo año 1708 se
perdió la plaza de Orán y las islas de Cerdeña y Menorca. Además, la guerra en
Europa le iba mal a Luis XIV de Francia, y sus enemigos le habían puesto al
borde del colapso militar. Había enviado una expedición desastrosa con la
intención de restaurar a los Estuardo en Escocia. En la batalla de Oudenarde
(julio de 1708) había sufrido una derrota aplastante y había perdido la ciudad
de Lille. A principios de 1709 comenzó en Francia una gravísima crisis
económica y financiera que hizo muy difícil que pudiera continuar combatiendo.
Por todo esto, Luis XIV envió a su ministro de Estado, el marqués de Torcy, a La Haya
para que negociara el final de la guerra. Se llegó a un acuerdo llamado Preliminares
de La Haya de 42 puntos pero éste fue rechazado por Luis XIV porque le imponía
unas condiciones que consideraba humillantes: reconocer al archiduque Carlos
como rey de España con el título de Carlos III, y ayudar a los aliados a
desalojar del trono a su nieto Felipe de Anjou, si éste se resistía a
abandonarlo pasado el plazo de dos meses.
Como Luis XIV había
previsto, Felipe V no estaba dispuesto a abandonar voluntariamente el trono de
España y así se lo comunicó su embajador Michael-Jean Amelot que había
intentando convencer al rey de que se contentase con algunos territorios para
evitar ser destronado. Entretanto, Luis XIV ordenó a sus tropas que
abandonaran España, menos 25 batallones, porque como él mismo dijo «he
rechazado la proposición odiosa de contribuir a desposeerlo [a Felipe V] de su
Reino; pero si continúo dándole los medios para mantenerse en él, hago la paz
imposible». La conclusión a la que llegó Luis XIV era severa para Felipe V: era
imposible que la guerra finalizara mientras él siguiera en el trono de España.
Felipe V, de acuerdo con la reina «saboyana», reaccionó frente a Luis XIV,
haciendo jurar a su heredero y recabando independencia total para regir España. La retirada de las
tropas francesas de España le permitió a Luis XIV concentrarse en la defensa de
las fronteras de su Reino amenazado por el norte a causa del avance de los
aliados en los Países Bajos. Y para ello puso toda su confianza en el
mariscal Villars que se enfrentó el 11 de septiembre de 1709 a las tropas
aliadas al mando del duque de Marlborough en la batalla de Malplaquet. Aunque
los aliados se impusieron, tuvieron muchas más bajas que los franceses, por lo
que éstos la consideraron una «gloriosa derrota» que les permitió resistir el
avance aliado. Sin embargo, no pudieron impedir que Marlborough tomara el 23 de
octubre Moon y se hiciera con el control completo de los Países Bajos
Españoles.
Felipe V exigió a su
abuelo la destitución de su embajador en España, y también rompió con el Papado
que había reconocido al archiduque Carlos de Austria, clausurando el Tribunal
de la Rota y expulsando al nuncio de la Santa Sede en Madrid. A principios de 1710,
hubo un nuevo intento de alcanzar un acuerdo entre los aliados y Luis XIV en
las conversaciones de Geertruidenberg, pero también fracasaron. Lo que
condujo a la firma del Tratado de Utrecht que puso fin a la Guerra de Sucesión Española, fueron las negociaciones secretas que inició poco después Luis XIV de Francia con el
gobierno británico, a espaldas de Felipe V, como en las dos ocasiones anteriores. El nuevo rey de España iba a quedarse solo en su lucha contra Inglaterra, Holanda, Austria y Portugal.
La batalla de Zaragoza
En 1710 Europa se
estaba preparando en secreto la gran negociación para la paz, y las campañas
militares se desarrollaban exclusivamente en España. En la primavera de ese
mismo año, el ejército del archiduque Carlos —Carlos III para sus partidarios—
inició una campaña desde Cataluña para intentar ocupar Madrid por segunda vez.
El 27 de julio el ejército aliado al mando de Guido von Starhemberg y James
Stanhope derrotaba a los borbónicos en la batalla de Almenar y casi un mes
después, el 20 de agosto, al ejército del marqués de Bay en la batalla de
Zaragoza, también llamada batalla de Monte Torrero, causando la desbandada de
las tropas borbónicas y haciendo muchos prisioneros. Tras esta victoria el
reino de Aragón pasó a manos de los partidarios de la Casa de Austria y el
archiduque Carlos cumplió su promesa y restableció los fueros de Aragón,
abolidos por el Decreto de Nueva Planta de 1707. Acto seguido se produjo la
segunda entrada en Madrid del archiduque Carlos el 28 de septiembre —Felipe V y
su corte se habían retirado a Valladolid—, aunque sólo permanecería allí un
mes. Casi al mismo tiempo se organizó una expedición marítima en Barcelona para
reconquistar el Reino de Valencia, formada por ocho naves inglesas a las
órdenes del conde de Sabella, en las que se enrolaron mil catalanes y mil
valencianos partidarios de la Casa de Austria que se habían refugiado allí tras
la conquista borbónica de su Reino, pero la empresa fracasó porque cuando los
barcos llegaron al Grao de Valencia el esperado alzamiento de los maulets no se
produjo. Cuando el archiduque
Carlos hizo una segunda entrada en Madrid se dice que exclamó: «Esta ciudad es
un desierto», y decidió alojarse extramuros. Este estado de cosas fue breve ya
que los ejércitos aliados abandonaron Madrid en octubre. Se
organizaban mesnadas de voluntarios por los campos y ciudades de Castilla, que
fueron organizadas en «cuerpos francos». Las mesnadas eran compañías de gentes
de armas que antiguamente servían bajo el mando del rey o de un noble o
caballero principal. Luis XIV, desengañado de sus posibles pactos con los
aliados, envió al duque de Vendôme con quien, en una nueva campaña, Felipe V,
que marchaba y acampaba con su ejército comportándose como un auténtico
«rey-soldado» al estilo de los Reyes Católicos, volvió a entrar por tercera
vez en Madrid el 3 de diciembre, en medio de un clamor estruendoso. Vendôme
comentaría: «Jamás vi tal lealtad del pueblo con su rey».
Sin mediar batalla
alguna, el archiduque Carlos se había retirado del hostil y frío territorio castellano —Vendôme le había obligado a apostarse en la sierra de Guadarrama—, por la
carretera de Aragón a invernar en Barcelona. Sus tropas saquearon iglesias en la
retirada, lo que les granjeó el odio del pueblo. Felipe V salió con sus tropas
sin perder tiempo en pos del ejército de los partidarios de los Habsburgo, que
había cometido el error de dividir sus fuerzas en la Alcarria. En medio de la
helada ventisca que dominaba la Alcarria en invierno, el ejército de James
Stanhope se refugió en la hoya donde está la población de Brihuega, a 85
kilómetros de Madrid, sin asegurar las alturas que la rodeaban. El ejército
español no vaciló en colocar piezas de artillería en las alturas circundantes y
bombardear la ciudad para desencadenar después un asalto a la bayoneta, dando así inicio la
batalla de Brihuega. Al cabo de unas horas, Stanhope capituló y la plaza fue
tomada junto con 4.000 prisioneros, sobre todo ingleses y portugueses.
Esa misma noche, el
príncipe de Starhemberg con el resto del ejército austriaco y las tropas
aragonesas, unos 14.000 hombres, llegaba para auxiliar a Stanhope y se detenía
en las cercanías de Villaviciosa de Tajuña, a 3 kilómetros al nordeste,
señalando su campamento con hogueras para animar a los defensores de Brihuega.
En la madrugada del 10 de diciembre fue avistado por los ojeadores del ejército
español, el cual salió directamente al encuentro del contingente anglo-portugués comenzando la batalla de Villaviciosa a mediodía y terminando al anochecer con
la destrucción total del ejército enemigo y la fuga de Starhemberg con
60 hombres. En estas victorias se hizo evidente una cosa: el pueblo castellano
colaboraba con una entrega casi pasional con el joven rey Felipe V. Esto colocó a
los integrantes de la Gran Alianza de La Haya ante la triste evidencia de que difícilmente
podrían ganar la guerra en España, y aunque ganasen las campañas militares, las
posibilidades de contar con la aceptación por el pueblo español, salvo en los
reductos de la antigua Corona de Aragón, eran muy escasas. Tras las victorias
de la Alcarria, Felipe V prosiguió su avance hacia Zaragoza: la plaza se le
entregó sin lucha el 4 de enero de 1711. Simultáneamente, un ejército francés
de 15.000 hombres al mando del duque de Noailles acantonado en Perpiñán se
aprestaba a cruzar la frontera de los Pirineos e inavadir Cataluña. Después de los
triunfos borbónicos de Brihuega y Villaviciosa, la guerra en la península
Ibérica dio un vuelco decisivo a favor de Felipe V —el victorioso general
francés fue aclamado en Madrid al grito de «¡Viva Vendôme, nuestro
libertador!»—. Y también tuvieron una importante repercusión internacional
porque sirvieron para que Luis XIV cambiara su postura de dejar de apoyar
militarmente a Felipe V, y para que el nuevo gobierno británico conservador,
que había salido de las elecciones celebradas en otoño de 1710, viera reforzado
su programa político de acabar con la guerra lo más rápidamente posible. Así
describió la nueva situación creada por las victorias borbónicas el propio Luis
XIV: «Mi alegría ha sido inmensa... [Las victorias de Felipe V suponen] el giro
decisivo de toda la guerra de Sucesión en España: el trono de mi nieto está al
fin asegurado, el archiduque desanimado... y en Londres, el partido moderado ha confirmado su deseo de paz, una vez alcanzados sus objetivos estratégicos en esta guerra».
El final del conflicto
y la Paz de Utrecht
El 17 de abril de 1711
murió el emperador austriaco José I de Habsburgo, siendo sucedido por su hermano, el
archiduque Carlos. Tres días antes había fallecido Luis de Francia, apodado el
«Gran Delfín» y padre de Felipe V, lo que colocaba a éste en una posición aún
más cercana a la sucesión de Luis XIV, teniendo todavía por delante a su
hermano mayor, el duque de Borgoña y al hijo de éste, Luis, un niño débil al que todos auguraban una muerte temprana, pero que en ese momento era duque de
Anjou, al dejar Felipe el ducado vacante, y que finalmente sería quien reinara en Francia como Luis XV. Estos decesos dieron un vuelco inusitado a la situación. La
posible unión de España con Austria en la persona del archiduque podía ser más
peligrosa que la unión de España con Francia: suponía la reaparición del bloque
hispano-alemán que tan perjudicial había sido para los otros países en tiempos
del rey-emperador Carlos V. Los demás estados europeos, y sobre todo Inglaterra,
aceleraron las negociaciones de cara a una posible paz cuanto antes, ahora que
la situación les era conveniente, y comenzaron a ver las ventajas de reconocer
a Felipe V como rey de España. Para su suerte, Francia estaba exhausta, lo que
la hacía más proclive a las negociaciones. El pacto de Luis XIV con Inglaterra
se produjo en secreto. Inglaterra se comprometía a reconocer a Felipe V a
cambio de conservar Gibraltar y Menorca, y de obtener ventajas comerciales en América; sobre todo en el Caribe español. Las conversaciones formales se abrieron en Utrecht en enero de
1712, sin que España fuese invitada a las mismas. La misma jugarreta —ya se ha
dicho— que se repetiría un siglo después en el Congreso de Viena de 1815. La venganza española sería no participar en la Gran Guerra europea de 1914-1918, dejando que sus antiguos enemigos se matasen entre ellos sin contar con su participación.
En febrero de 1712
moría el duque de Borgoña, quedando solo Luis, al cual todos consideraban como
incapaz. Luis XIV deseaba nombrar regente a su nieto Felipe, pero los ingleses
pusieron como condición indispensable para la paz que las Coronas de España y
de Francia quedaran separadas. El que ocupara uno de los reinos debía
forzosamente renunciar al otro. En España se produjeron por aquellos días escaramuzas
sin importancia, aunque se reafirmó el apoyo de Barcelona a Isabel Cristina, la
esposa del archiduque Carlos, entonces ya emperador Carlos VI del Sacro
Imperio, que se había quedado en la ciudad en calidad de regente, y como
garantía de que su marido no renunciaba a sus pretensiones sobre el trono
español. En el escenario europeo se produjo el 24 de julio la derrota del
príncipe Eugenio de Saboya en la batalla de Denain, lo que permitió a los
franceses recuperar varias plazas. Finalmente Felipe V hizo pública su
decisión. El 9 de noviembre de 1712 pronunció ante las Cortes su renuncia a sus
derechos sobre el trono de Francia, mientras los otros príncipes franceses hacían lo
mismo respecto al trono español ante el Parlamento de París, lo que eliminaba el
último escollo que obstaculizaba la paz. Si los Reinos de España y Francia se hubiesen fusionado en uno solo, su poderío militar y económico, contando con los recursos de las colonias españolas de ultramar, hubiese convertido al Reino resultante en una potencia imparable a escala europea y universal. Inglaterra hubiese quedado aislada; Austria y Prusia neutralizadas; y Portugal y los Países Bajos podrían haber sido borrados del mapa político.
El Tratado de Utrecht
El 11 de abril de 1713
se firmó el primer Tratado de Utrecht entre la monarquía de Gran Bretaña y los
estados aliados y la monarquía de Francia, que tuvo como consecuencia la partición de los estados de la Corona española que Carlos II
había querido evitar. Los Países Bajos católicos —correspondientes
aproximadamente a las actuales Bélgica y Luxemburgo—, el reino de Nápoles,
Cerdeña y el ducado de Milán quedaron en manos del ahora ya emperador Carlos VI
del Sacro Imperio Romano Germánico, mientras que el Reino de Sicilia pasó al
duque de Saboya, aunque en 1718 lo intercambiaría con Carlos VI por la isla de
Cerdeña. El 10 julio se firmó un segundo Tratado de Utrecht entre las monarquías
de Gran Bretaña y de España según el cual Menorca y Gibraltar pasaban a estar
bajo soberanía de la Corona británica —la monarquía de Francia ya le había
cedido en América la isla de Terranova, la Acadia, la isla de San Cristóbal, en
las Antillas, y los territorios de la bahía de Hudson—. A esto hay que sumar
los privilegios que obtuvo Gran Bretaña en el mercado de esclavos, mediante el
derecho de asiento, y el navío de permiso, en las Indias Occidentales
españolas. El Imperio de los
Habsburgo se había quedado fuera de esta paz, ya que Carlos VI no renunciaba al
trono español, y la emperatriz austriaca seguía en Barcelona. Las concesiones
españolas al Sacro Imperio Romano Germánico no se harían efectivas hasta que
Carlos VI renunciase a sus pretensiones de ocupar el trono español.
Esto sucedió
en dos fases, primero con la paz entre el Imperio y la monarquía de Francia en
el Tratado de Rastadt el 6 de mayo de 1714, confirmado en el Tratado de Baden
de septiembre, y, definitivamente, por el Tratado de Viena (1725), firmado por
los plenipotenciarios de Felipe V de España y Carlos VI de Asutria. Como consecuencia de este último
tratado pudieron regresar a España y recuperar sus bienes la nobleza y los
partidarios de los Habsburgo que se había exiliado en Viena, entre los que
destacaban el duque de Uceda y los condes de Galve, Cifuentes, Oropesa y Haro. Al intentar hacer un
balance de vencedores y vencidos en el momento de rubricarse el Tratado de Utrecht es un
poco difícil hablar en términos absolutos. Gran Bretaña puede considerarse
vencedora, ya que se hizo con estratégicas posesiones coloniales y puertos
marítimos que fueron la base de la futura supremacía marítima del Imperio
británico. El ducado de Saboya recibió ampliaciones territoriales que lo transformaron en el Reino de Piamonte. El electorado de Brandeburgo se extendería transformándose
en el Reino de Prusia. El lote italiano del Imperio Español pasó a manos del
emperador austriaco Carlos VI, aunque España recuperaría de facto el Reino de
Nápoles en 1734 tras la batalla de Bitonto, en un episodio de la Guerra de Sucesión Polaca. La batalla de Bitonto (25 de mayo de 1734) fue una victoria del
ejército español al mando de don José Carrillo de Albornoz, conde de Montemar,
sobre las tropas austriacas del príncipe de Belmonte, en las cercanías de esta
localidad italiana. Supuso el fin del dominio austriaco sobre el Reino de
Nápoles y la entronización de Carlos de Borbón como rey de Nápoles y Sicilia, antiguas posesiones de la Corona de Aragón.
Además de ser una victoria total de los españoles, que acabaron con todo el
ejército austriaco, fue importante porque se obtuvo sin la participación de sus
aliados franceses. Es de reseñar también la pérdida de Orán y Mazalquivir en
1708 a manos de los otomanos, consecuencia indirecta de la guerra civil en España, que no pudo enviar tropas de refuerzo a estas ciudades norteafricanas por estar combatiendo en la península Ibérica contra portugueses, ingleses y holandeses, además de hacerlo también en Flandes e Italia.
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