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sábado, 14 de octubre de 2017

La contrarreforma en España

La religiosidad popular barroca se hizo omnipresente en lo cotidiano, y por tanto, de la colaboración necesaria del hombre para su salvación, que en la interpretación católica de la época no debe fiarse al mero abandonarse a la gracia y a la fe —en lo que insistían los protestantes— es lo que justificaba el papel mediador de la Iglesia, administradora de los sacramentos y depositaria, por la comunión de los santos, de sus méritos, la Virgen —corredentora y mediadora— y de Cristo para la salvación y el pronto rescate de las ánimas cautivas en el purgatorio. Los manuales de confesiones de Martín de Azpilicueta o Jaime de Corella responden a la intensificación del control social de la Iglesia a través de las conciencias. El papel del confesor trasciende su labor espiritual para convertirse en un orientador vital en todos los aspectos materiales, tanto personales como sociales: económicos, educativos e, incluso, legales. Las prácticas religiosas rituales, devocionales y caritativas, tanto en el ámbito público como en el privado, constituían una considerable parte de la vida social. Múltiples instituciones se hacen cargo de todas las posibles manifestaciones de estas prácticas, desde los hospicios para niños huérfanos, los hospitales para enfermos y mendigos, y las casas de «recogidas» para prostitutas, hasta las múltiples instituciones ligadas a la realidad de la muerte. Creció extraordinariamente el número e influencia de las cofradías, congregaciones y otras instituciones de laicos, asociadas a devociones nuevas, como la Escuela de Cristo o las Ánimas del Purgatorio. Muchas de ellas eran una especie de mutualidades de enterramientos, un asunto muy importante en la consideración social. Órdenes mendicantes y parroquias competían tan duramente que tuvo que regularse un pago del 25% (cuarta funeraria) para quien quisiera ser enterrado fuera de su parroquia.
Se pretende conquistar los espíritus a través de los sentidos y, además, de los movimientos místicos, vividos individualmente, la religión se vive sobre todo socialmente, como una experiencia mística colectiva. Ejemplo de ello son las impresionantes procesiones de Semana Santa, durante las que una ciudad entera se convierte en una obra de arte que remite a todos los sentidos: música y tallas itinerantes, arquitectura efímera, tapices florales, dramatizaciones y vestuarios que implican a buena parte de la comunidad; especialidades gastronómicas concebidas para la ocasión, etcétera. Los autos de fe se conciben como un espectáculo popular y una catarsis colectiva. Las canonizaciones barrocas fueron numerosísimas en España: en el siglo XV solo se había hecho una, en el XVI otra, mientras que en el siglo XVII se beatificaron 23 y se canonizaron 20. Ya en el siglo XVIII las beatificaciones descendieron a 16 y las canonizaciones a 9. Se rescataron figuras medievales de interés político como San Isidro Labrador (patrón de Madrid) y San Fernando Rey, primo de San Luis Rey, monarca de la también católica Francia. En 1622 se canonizó simultáneamente, entre desmesurados festejos, a Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier. Se logró una verdadera popularización de los asuntos teológicos a través de la vivencia religiosa del arte y la música, logrando una especial repercusión la imaginería y el teatro, como los Autos Sacramentales de Calderón de la Barca. Buena parte de los dramaturgos son clérigos o terminan tomando los hábitos (Tirso de Molina, Lope de Vega). El uso de las imágenes religiosas y ámbitos santificados era muy activo, y se extendió a todo tipo de fines; acogerse a suelo sagrado cuando se huye de la justicia; poner fin a las peleas a la vista de una cruz o el paso de un viático que producía procesiones espontáneas siguiendo al sacerdote que llevaba los últimos sacramentos a un enfermo grave.
Protestas por las fundaciones conventuales
La sinceridad de la vivencia religiosa cristiana en la inmensa mayoría del pueblo no impedía que se manifestaran contradicciones y disfunciones en el funcionamiento de las instituciones religiosas. El aumento considerable de la presión económica de las fundaciones conventuales sobre los municipios produjo, ya en 1523, una petición especial de las cortes de Valladolid. En ella se solicitaba que los monasterios, iglesias y personas eclesiásticas no pudieran comprar ni heredar bienes raíces, lo que fue concedido por Carlos I, aun previendo la confirmación del papa, pero no tuvo cumplimiento, reiterándose en cortes sucesivas, y recibiendo la negativa de Felipe II a hacer novedad en ese asunto. En torno a 1600 Rodrigo Sánchez Doria, procurador por Sevilla, insistía en lo gravoso de este peso sobre la economía castellana: en los lugares de más consideración las mejores casas, viñas, dehesas y heredades estaban en su poder, y aunque este daño venía de antaño, no se había notado como al presente, porque antes daban las casas a censo perpetuo y ahora las arrendaban, y aumentaban las rentas. Aunque se fueron dictando prohibiciones, eran fáciles de eludir, y durante todo el siglo XVII la queja se renovó. Las fundaciones de conventos se hicieron muy escasas a partir de mediados del siglo XVII, y muchos de los creados con anterioridad atravesaron por serias dificultades, al menos hasta después de la guerra de Sucesión (1700–1714). Esto no significó que las propiedades eclesiásticas no siguieran expandiéndose; pero más por la compra de tierras, que por donaciones.
Las élites sociales
En cuanto a las élites, su devoción tenía rasgos diferenciales, empezando por la vinculación con el alto clero. Las fundaciones religiosas privadas, capellanías, etcétera, eran un símbolo de prestigio social. La monarquía daba ejemplo con la especial atención a determinadas instituciones, a las que vinculaba a su familia, como el convento de las Descalzas Reales de Madrid. La ocupación de cargos eclesiásticos con fines políticos, empezando por la designación de cargos eclesiásticos para los segundogénitos de la familia real, sin que eso significara apartarlos de la primera línea política o militar (el cardenal–infante). Un cuidado exquisito se ponía en el nombramiento de los confesores reales, que más que significar un asunto espiritual privado de los reyes, era tratado con criterios políticos. En otras ocasiones la carrera eclesiástica era una salida al fracaso político.

El rey-emperador Carlos V de Habsburgo

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