La religiosidad popular barroca se hizo omnipresente
en lo cotidiano, y por tanto, de la colaboración necesaria del hombre para su
salvación, que en la interpretación católica de la época no debe fiarse al mero
abandonarse a la gracia y a la fe —en lo que insistían los protestantes— es lo que
justificaba el papel mediador de la Iglesia, administradora de los sacramentos
y depositaria, por la comunión de los santos, de sus méritos, la Virgen
—corredentora y mediadora— y de Cristo para la salvación y el pronto rescate de
las ánimas cautivas en el purgatorio. Los manuales de confesiones de Martín de Azpilicueta o Jaime
de Corella responden a la intensificación del control social de la Iglesia a
través de las conciencias. El papel del confesor trasciende su labor espiritual
para convertirse en un orientador vital en todos los aspectos materiales, tanto
personales como sociales: económicos, educativos e, incluso, legales. Las
prácticas religiosas rituales, devocionales y caritativas, tanto en el ámbito
público como en el privado, constituían una considerable parte de la vida
social. Múltiples instituciones se hacen cargo de todas las posibles
manifestaciones de estas prácticas, desde los hospicios para niños huérfanos,
los hospitales para enfermos y mendigos, y las casas de «recogidas» para
prostitutas, hasta las múltiples instituciones ligadas a la realidad de la
muerte. Creció extraordinariamente el número e influencia de las cofradías,
congregaciones y otras instituciones de laicos, asociadas a devociones nuevas,
como la Escuela de Cristo o las Ánimas del Purgatorio. Muchas de ellas eran una
especie de mutualidades de enterramientos, un asunto muy importante en la
consideración social. Órdenes mendicantes y parroquias competían tan duramente
que tuvo que regularse un pago del 25% (cuarta funeraria) para quien quisiera
ser enterrado fuera de su parroquia.
Se pretende conquistar los espíritus a través de los
sentidos y, además, de los movimientos místicos, vividos
individualmente, la religión se vive sobre todo socialmente, como una
experiencia mística colectiva. Ejemplo de ello son las impresionantes
procesiones de Semana Santa, durante las que una ciudad entera se convierte en
una obra de arte que remite a todos los sentidos: música y tallas itinerantes,
arquitectura efímera, tapices florales, dramatizaciones y vestuarios que
implican a buena parte de la comunidad; especialidades gastronómicas concebidas
para la ocasión, etcétera. Los autos de fe se conciben como un espectáculo
popular y una catarsis colectiva. Las canonizaciones barrocas fueron
numerosísimas en España: en el siglo XV solo se había hecho una, en el XVI
otra, mientras que en el siglo XVII se beatificaron 23 y se canonizaron 20. Ya
en el siglo XVIII las beatificaciones descendieron a 16 y las canonizaciones a
9. Se rescataron figuras medievales de interés político como San Isidro
Labrador (patrón de Madrid) y San Fernando Rey, primo de San Luis Rey, monarca
de la también católica Francia. En 1622 se canonizó simultáneamente, entre desmesurados
festejos, a Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola y San Francisco
Javier. Se logró una verdadera popularización de los asuntos teológicos a
través de la vivencia religiosa del arte y la música, logrando una especial
repercusión la imaginería y el teatro, como los Autos Sacramentales de Calderón
de la Barca. Buena parte de los dramaturgos son clérigos o terminan tomando los
hábitos (Tirso de Molina, Lope de Vega). El uso de las imágenes religiosas y
ámbitos santificados era muy activo, y se extendió a todo tipo de fines;
acogerse a suelo sagrado cuando se huye de la justicia; poner fin a las peleas
a la vista de una cruz o el paso de un viático que producía procesiones
espontáneas siguiendo al sacerdote que llevaba los últimos sacramentos a un enfermo
grave.
Protestas por las fundaciones conventuales
La sinceridad de la vivencia religiosa cristiana en la
inmensa mayoría del pueblo no impedía que se manifestaran contradicciones y
disfunciones en el funcionamiento de las instituciones religiosas. El aumento
considerable de la presión económica de las fundaciones conventuales sobre los
municipios produjo, ya en 1523, una petición especial de las cortes de
Valladolid. En ella se solicitaba que los monasterios, iglesias y personas
eclesiásticas no pudieran comprar ni heredar bienes raíces, lo que fue
concedido por Carlos I, aun previendo la confirmación del papa, pero no tuvo
cumplimiento, reiterándose en cortes sucesivas, y recibiendo la negativa de
Felipe II a hacer novedad en ese asunto. En torno a 1600 Rodrigo Sánchez Doria,
procurador por Sevilla, insistía en lo gravoso de este peso sobre la economía
castellana: en los lugares de más consideración las mejores casas, viñas,
dehesas y heredades estaban en su poder, y aunque este daño venía de antaño, no
se había notado como al presente, porque antes daban las casas a censo perpetuo
y ahora las arrendaban, y aumentaban las rentas. Aunque se fueron dictando
prohibiciones, eran fáciles de eludir, y durante todo el siglo XVII la queja se
renovó. Las fundaciones de conventos se hicieron muy escasas a partir de
mediados del siglo XVII, y muchos de los creados con anterioridad atravesaron
por serias dificultades, al menos hasta después de la guerra de Sucesión
(1700–1714). Esto no significó que las propiedades eclesiásticas no siguieran
expandiéndose; pero más por la compra de tierras, que por donaciones.
Las élites sociales
En cuanto a las élites, su devoción tenía rasgos
diferenciales, empezando por la vinculación con el alto clero. Las fundaciones
religiosas privadas, capellanías, etcétera, eran un símbolo de prestigio
social. La monarquía daba ejemplo con la especial atención a determinadas
instituciones, a las que vinculaba a su familia, como el convento de las
Descalzas Reales de Madrid. La ocupación de cargos eclesiásticos con fines
políticos, empezando por la designación de cargos eclesiásticos para los
segundogénitos de la familia real, sin que eso significara apartarlos de la
primera línea política o militar (el cardenal–infante). Un cuidado exquisito se
ponía en el nombramiento de los confesores reales, que más que significar un
asunto espiritual privado de los reyes, era tratado con criterios políticos. En
otras ocasiones la carrera eclesiástica era una salida al fracaso político.
El rey-emperador Carlos V de Habsburgo |
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