Resulta muy significativo que el único episodio violento que se
atribuye a Jesús en los evangelios sea, precisamente, el pasaje que recoge su
enfrentamiento con los mercaderes del Templo, en el que, látigo en mano,
expulsa a los usureros que se habían instalado en el sagrado recinto. La
antiquísima y relativamente misteriosa institución de la banca está documentada
desde tiempo inmemorial, pues se han encontrado tablillas de arcilla con
apuntes contables en los valles donde se desarrolló la civilización mesopotámica,
y entre los ríos Éufrates y Tigris donde floreció la cultura babilónica. Ahora
bien, el problema que afrontaron los banqueros medievales, cuando los reyes
acudieron a ellos en busca de dinero para financiar sus campañas militares, no
fue desdeñable ni de fácil solución. A un particular, si no devolvía el capital
más los intereses del crédito, se le podían embargar sus bienes aplicándole la
ley, pero ¿a un rey? Lo más probable era que si un banquero pretendía presionar
a un rey moroso se encontrase con que su deudor ordenara a los alguaciles que
le detuviesen y que le cortasen la cabeza para ensartarla en una pica.
La banca moderna comienza en Gran Bretaña con la revolución industrial
del siglo XVIII, y coincide en el tiempo con la fundación de las principales
dinastías de banqueros en Europa, en especial los Rothschild, Baring, Warburg,
Lazard, Selignam, Schröder, Speyer, Morgan, etcétera. Un hecho trascendental en
la formación del cártel de banqueros europeos de entonces fue la creación del
Banco de Inglaterra en 1694, ya que la Corona necesitaba canalizar las
ganancias obtenidas con el boyante negocio del comercio de esclavos y del opio
a través de la Compañía de las Indias Orientales, hacia actividades más
decentes que consolidaran el prestigio del Imperio y favorecieran su expansión
y la supremacía de los intereses británicos a escala mundial. Los países que
participaron en el Congreso de Viena en 1815, tras las guerras napoleónicas,
así como los que lo hicieron en 1919 en Versalles para firmar los tratados de
paz después de la Primera Guerra Mundial, eran deudores de la banca Rothschild,
internacionalizada desde hacía más de un siglo, y de los bancos controlados por
el magnate del petróleo y las finanzas, John D. Rockefeller.
Básicamente, de lo que se trató en aquellas conferencias de paz fue de
la forma en que los estados beligerantes iban a devolver sus créditos o, como
en el caso de la derrotada Alemania, cómo iban a renegociar sus deudas por los
créditos de guerra asumidos. Y fueron precisamente las draconianas condiciones
impuestas en Versalles a las potencias para la devolución de los créditos, las
que provocaron la terrible depresión económica y financiera que sufrieron los
Estados Unidos y Europa en los años de entreguerras. La solución sugerida por los banqueros para facilitar la devolución de
esos créditos, fue una explotación más eficaz de los obreros a través del
abaratamiento de los salarios. Así, los países que habían participado en la
guerra podrían liquidar antes la deuda contraída con la banca internacional
como consecuencia del esfuerzo bélico. El sistema fracasó estrepitosamente,
porque al caer el poder adquisitivo de los asalariados, disminuyó el consumo y
cayó el empleo. El resultado fue una depresión devastadora cuyos terribles
efectos se agudizaron debido al colapso financiero que provocó el hundimiento
de de la bolsa de Wall Street en 1929. En una situación de crisis prolongada,
es cuando más se endeudan los Estados con los bancos internacionales, que
compran la deuda exigiendo unos altísimos tipos de interés. De ahí que los
ataques lanzados por los especuladores contra Grecia y España en 2010 no
fuesen, como muchos se empeñan en hacernos creer, fruto de la casualidad y de
la manida mano invisible que mueve el mercado. Fueron estrategias financieras
perfectamente orquestadas desde Londres y Wall Street.
Como acabó demostrando la práctica medieval, en especial la amarga
experiencia de los templarios, prestar dinero a los monarcas europeos entrañaba
una serie de riesgos que los banqueros tuvieron que sortear. Hubo que agudizar
el ingenio para contrarrestar o neutralizar esos peligros, y así nació una
doble estrategia. En primer lugar, el banquero exigía cierta parcela de poder
político inmediato a cambio del préstamo que hacía al monarca, así consiguieron
varios banqueros de entonces sus títulos nobiliarios, recibiendo además tierras
y otras prebendas cuando el rey no podía hacer frente a la devolución del
crédito. En otros casos, los usureros consiguieron el control de lucrativos
negocios públicos, como el de la recaudación de impuestos. En poco tiempo,
todas las cortes europeas asistieron al nacimiento de una nueva e influyente
casta de cortesanos y consejeros que no provenía de la tradicional nobleza
feudal o de la aristocracia de rancio abolengo, sino de la banca. Los avezados
banqueros supieron reconocer inmediatamente la oportunidad que se ofrecía ante
ellos y decidieron diversificar sus inversiones. Es decir, se apoyaba
públicamente al rey, pero también de forma más discreta al menos a uno de sus
más encarnizados enemigos, otro aspirante al trono, un monarca extranjero, o
incluso el mismo enemigo al que se enfrentaba en la guerra para la que había
pedido el dinero. De esta manera, en caso de que el primero no devolviera la
cantidad adelantada y en el tiempo pactado, se podía interrumpir su financiación
a la vez que se incrementaba la línea de crédito al segundo, dándole a entender
que dispondría de todo el dinero que necesitase para destruir a su rival. De
paso se fidelizaba también al enemigo del rey. Con el paso del tiempo, las
guerras se internacionalizaron involucrando a varios países. Así hasta llegar a
las dos guerras mundiales del siglo XX.
En aquellos primeros conflictos armados internacionalizados del siglo
XVII, como la Guerra de los Treinta Años, a veces era precisa la intervención
de más de dos contendientes para obtener los beneficios y resultados deseados,
por eso, desde hace ya tres largos siglos, la ascensión de la banca ha estado
directamente ligada a su participación en la financiación de todas las grandes
guerras europeas, y los patriarcas de la banca internacional han demostrado
estar dotados de una ambición sin límites y de una falta de escrúpulos
infinita, convencidos todos ellos de que están llamados a gobernar el mundo
para convertirlo en un inmenso parqué. Para ellos no hay más ley que la del
mercado, todo lo demás es superfluo. Aquella doble estrategia de apoyar al
monarca y a sus enemigos, ya fuesen éstos internos (revolucionarios) o externos
(otros Estados) se perfeccionó hasta constituir la marca distintiva de
determinadas familias de banqueros. Durante el siglo XIX éstas adoptaron una
pose cosmopolita y progresista, al tiempo que un interés exagerado en asumir
las deudas de los distintos países europeos. Su propósito era harto sencillo
entonces, como lo sigue siendo ahora: influir en la política internacional en
su propio interés, a través de las finanzas.
Desde la remota Antigüedad, la forma más eficaz de gobernar una
sociedad ha sido a través de la guerra. Sin embargo, los antiguos monarcas no
disponían de grandes ejércitos, porque la guerra, por otra parte, ha sido
siempre una empresa onerosa. Así que en el siglo XVIII, coincidiendo con la
conversión de la banca privada en una nueva e influyente élite, se crearon los
grandes ejércitos nacionales y el servicio militar obligatorio. Con mayores
ejércitos se podían hacer mayores guerras, y a mayores guerras… mayores
beneficios. De las guerras medievales entre señores feudales, se pasó a las grandes
guerras entre dos o más estados en los siglos XVIII y XIX, y ya en los inicios
del siglo XX, antes de globalizarse la economía, se mundializó la guerra, un
excelente negocio para las grandes familias de banqueros que prestaron dinero
indiscriminadamente a los bandos en conflicto, haciendo con ello un excelente
negocio.
Tropas francesas en la batalla de Borodino (1812) |
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