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martes, 6 de junio de 2017

La tumba de Cristo fue venerada en Samaria hasta el siglo IV

En el verano del año 362 Juliano Augusto llega a Antioquía procedente de la Galia, y antes de partir al frente de sus tropas para combatir a Sapor, rey de Persia, el príncipe romano declara su intención de visitar una tumba venerada en Samaria porque según los cristianos de Oriente, en su interior reposan los restos de Cristo. El emperador apóstata cumplió su promesa y exhumó los restos, pero jamás regresó de la campaña militar que emprendió en Mesopotamia. Juliano, sobrino del emperador cristiano Constantino, había sido educado en la religión católica pero, hastiado porque le pareció absurda y plagada de incoherencias, la abandonó para abrazar el paganismo neoplatónico. De ahí el sobrenombre de «Apóstata» que le otorgaron los cristianos, que habían puesto en circulación numerosas advertencias y veladas amenazas que aludían a la muerte inminente del emperador, enmascarándolas detrás de falsas profecías y burdas señales en el cielo que sólo ellos eran capaces de interpretar. Incluso los propios oficiales del ejército de Juliano, entre los que había muchos cristianos, no tenían ningún reparo en hablar de «la ira de Dios» próxima a abatirse sobre Juliano, que finalmente hallaría la muerte en la campaña contra los persas. Cínicamente, los oficiales cristianos culparon de su asesinato a un prisionero de guerra medio loco. ¿Dónde se ha visto que los cautivos se sitúen, armados, detrás de un emperador durante una carga de caballería en plena batalla? En los Hechos de Teodoredo, este iracundo sacerdote cristiano, declara a un funcionario imperial: «Tu tirano [Juliano], que espera que los paganos resulten vencedores [se refería a las tropas de Juliano que iban a enfrentarse a los persas], no podrá triunfar. Perecerá de tal manera que nadie sabrá quién le ha matado… ¡Y no regresará al País de los Romanos!». En los mismos Hechos de Teodoredo se ve a un tal Libanio preguntando a un profesor cristiano: «¿Y qué hace ahora el hijo del carpintero?» A lo que el bilioso fanático cristiano responde: «El Amo del Mundo, a quien tú llamas irónicamente el hijo del carpintero, está preparando un féretro». A partir de ese momento, las amenazas de los cristianos se desnudan sin pudor de cualquier sutilidad, están dispuestos a matarle si hace tal cosa: «Nuestros dardos han hecho diana. Te hemos acribillado a sarcasmos, como otras tantas flechas… ¿Cómo te las arreglarás, valiente, para afrontar los proyectiles de los persas...?» Los obispos cristianos rezaban y celebraban oficios religiosos para que se produjese la derrota militar del emperador. Poco les importaba que el Oriente romano cayese en manos de los persas. Dos destacados santones cristianos, Félix y Juliano, habían muerto casi al mismo tiempo a principios del año 363, y anunciaban sin disimulos: «Ahora le toca a Augusto…» Este hecho nos lo recuerda el historiador latino de origen griego Amiano Marcelino en su Historia (XXIII, 1). La partida para la decisiva campaña contra los persas tuvo lugar en el mes de marzo del 363, nuevamente los idus de marzo. Algunos meses antes, en agosto del año anterior, al enterarse de que los cristianos de cierta secta iban en peregrinación a una misteriosa tumba situaba en una localidad llamada Sebaste, en Samaria, para adorar allí como a un Dios a un muerto que según se decía había resucitado, Juliano estableció inmediatamente la distinción entre el cuerpo de Juan el Bautista, del que se pretendía que había sido enterrado por sus discípulos en Samaria, cerca de la antigua Siquem de la Biblia, y el de Jesús. Para él era evidente que aquel al que los samaritanos denominaban «Resucitado», era el mismo Jesús al que los cristianos adoraban como a un dios por haber regresado de entre los muertos, y el Bautista, que fue decapitado y a quien nadie adoró jamás como a un dios y de quien nunca se dijo que hubiese resucitado. Además, la leyenda del Bautista precisaba que lo que sus discípulos habían llevado a Samaria era solamente su cabeza, y lo que había en Sebaste era un esqueleto completo. Por lo tanto, no podían ser los restos de Juan el Bautista.

Existen discrepancias sobre el hecho de que Juliano ordenase quemar los huesos de Jesús y esparcir sus cenizas al viento. Aunque sí ordenó abrir la tumba y quemar unos restos humanos, que no podemos asegurar que fuesen los de Jesús, o los de otro difunto cualquiera. La medida tenía un carácter marcadamente simbólico, porque si había huesos, eso implicaba que antes hubo un cadáver, y por lo tanto, no se había producido resurrección alguna. Luego el menos interesado en destruir los huesos hallados en el santuario de Sebaste, era el emperador apóstata. Además no era el único en negar la divinidad de Cristo; arrianos y católicos mantenían agrias disputas sobre este aspecto del dogma. De todos modos, al abrir la tumba de Sebaste y exhumar los restos, Juliano firmó su propia sentencia de muerte. No tardó ésta en sorprenderle, por la espalda y en forma de venablo, precedida por todas las amenazas de los fanáticos cristianos, que no cejaron en su empeño manipulador y pretendieron, una vez más, distorsionar la verdad diciendo que los restos que Juliano había exhumado eran los de Juan el Bautista. No obstante, existe un testimonio de aquella época que vamos a abordar de inmediato. Por el momento daremos las razones de la posible inhumación de Jesús en Samaria. Exactamente un año después de la crucifixión y el primer entierro de Jesús, que, como hemos visto en otro capítulo se produjeron en el huerto del monte de los Olivos, próximos a esa necrópolis, y no en el Gólgota, María Magdalena [sola o en compañía de otras mujeres de la familia] se presentó en el cementerio para recuperar los restos de Jesús, su esposo. No hay nada de extraordinario en la escena: María Magdalena, la viuda, procedió tal como estaba previsto según las costumbres judías en lo concerniente a los enterramientos; se presentó para retirar los huesos descarnados justo un año después del primer entierro y con la intención de proceder al lavado ritual con aceites y bálsamos antes de introducirlos en un saquito de tela envueltos en un lienzo, para transportarlos hasta la caja de piedra conde serían depositados para su inhumación definitiva o segundo entierro. Pero según los evangelios, cuando María llega, la tumba ya está abierta y unos ángeles con vestiduras resplandecientes le dicen que Jesús ya no está allí. La explicación podría ser que alguien de la familia se había adelantado, quizá sus hermanos, y había abierto la tumba sin contar con María Magdalena, la viuda. Recuérdese que aparecen unos ángeles que le informan. Si eliminamos todos los elementos esotéricos y sobrenaturales la cosa pudo ser así: los ángeles, o el ángel, o el hortelano, según cada evangelio es una versión distinta y no nos vamos a entretener en confrontarlas, comunican a María Magdalena que alguien ya se ha adelantado, por eso la tumba está abierta y vacía. Alguien se ha llevado los restos. Esos ángeles no serían entonces más que simples sacerdotes o empleados del cementerio que le brindan a María una información. La escena parece muy enrevesada pero no los es tanto: aparece Tomás, el hermano gemelo de Jesús, luego viene Simón-Pedro y también Juan, el hijo de Jesús y su «discípulo amado», todos se personan en el cementerio porque son familiares del muerto, y los ángeles o el propio José de Arimatea, el sepulturero, les explican quién, o quiénes se han llevado los restos, y a dónde los han llevado. No sabemos si ocurrió así, pero pudo suceder de este modo, y ya no hay lugar para fenómenos sobrenaturales. Los que se han llevado el cuerpo son, con toda seguridad, seguidores o discípulos de Jesús. Y si se lo han llevado tan rápidamente, al cumplirse el año prescrito es precisamente porque temen que pueda producirse lo que acabaría sucediendo trescientos años después: que los restos de su líder fuesen destruidos. Luego, ¿cuál sería entonces el lugar más seguro para proceder al entierro definitivo de los restos de Jesús? Pues la respuesta tampoco es muy difícil: allí donde sus enemigos no le buscarían. Una vez muerto, Jesús ya no revestía importancia alguna para los romanos, pero sí para los clérigos hebreos ortodoxos que eran conscientes de que había prometido regresar de su propia muerte y así lo advierten: «…no sea que vengan después sus discípulos, roben el cuerpo, y digan al pueblo que ha resucitado». De modo que el lugar más seguro para inhumarlo definitivamente es Samaria, el país impuro donde ningún judío ortodoxo ponía jamás los pies por miedo a contaminarse.

Desde el año 325 a.C., la ruptura entre los reinos de Judá y de Samaria era definitiva e irreconciliable. No había peligro alguno de que los sanedritas enviasen allí a nadie a investigar ni a nada. Y, dadas las buenas relaciones que Jesús había mantenido con las gentes de Samaria (cosa absolutamente contraria a la ley judía), sus partidarios podían contar allí con numerosos simpatizantes. Por otra parte, hay que tener en cuenta que Jesús era galileo, la región más al norte. Samaria estaba entre Galilea y Judea, justo en medio. Los galileos hablaban arameo y otros dialectos semitas, y estaban en permanente contacto con otros pueblos, mientras que Judea, mucho más al sur presentaba unas realidades étnicas distintas a las de galileos y samaritanos. Los restos de Jesús, como los de cualquier otro judío de aquella época, fueron retirados del osario un año después de su entierro. De ahí la similitud en las fechas de la Pascua, pues el aniversario vendría a coincidir, un año después, con las mismas fechas. Lo que en los evangelios transcurre en un breve fin de semana, fue una continuación lógica de sucesos que se desarrollaron en el plazo de un año. Pero, ¿quién, o quiénes se llevaron los restos de Jesús, adelantándose a la viuda, María Magdalena, que acudía al cementerio precisamente para eso? La clave del enigma se encuentra en Juan (20, 1-15) que dice lo siguiente: «El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era de noche, al monumento, y vio quitada la piedra del monumento. Corrió y vino a Simón-Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba, y les dijo: "Han tomado al Señor del monumento y no sabemos dónde lo han puesto". Salió, pues, Pedro y el otro discípulo y fueron al monumento. Ambos corrían; pero el otro discípulo corrió más deprisa que Pedro y llegó primero al monumento, e inclinándose vio las bandas; pero no entró. Llegó Simón-Pedro después de él, y entró en el monumento y vio las fajas allí colocadas, y el sudario. (…) Entonces entró el otro discípulo que vino primero al monumento, y vio y creyó; porque aún no se había dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que Él resucitase de entre los muertos. Los discípulos se fueron de nuevo a casa. María se quedó junto al monumento, fuera, llorando. Mientras lloraba se inclinó hacia el monumento, y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cuerpo de Jesús. Le dijeron: "¿Por qué lloras, mujer?" Ella les dijo: "Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto". Diciendo esto, se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no reconoció que fuese Jesús. Díjole Jesús: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: "Señor, si lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto, y yo lo tomaré"». (Juan, 20, 1-15).

Repasemos el texto de Juan porque es muy revelador: como siempre está protagonizado por María Magdalena. Luego debemos suponer, con escaso margen de error, que era una mujer muy cercana a Jesús: casi con toda seguridad, su esposa. No había lugar para pecadoras arrepentidas, era una ceremonia fúnebre estrictamente íntima, familiar. María Magdalena es su viuda. La escena tiene lugar cuando María Magdalena se dispone a retirar los huesos. Su zozobra se debe al hecho de que teme que ya hayan sido retirados los restos y arrojados a la fosa común por los dos ángeles o sacerdotes, en realidad sepultureros o empleados del cementerio. Por esto María pregunta al hortelano si se lo ha llevado él, y añade que si él le dice dónde los ha puesto ella los tomará (los huesos). Es poco probable que María Magdalena se refiriese al cadáver aún completo y rígido de Jesús, se refiere a los huesos descarnados, que ella sola si podía recoger, poner en un saco y llevárselos para enterrarlos después, como estipulaba el ritual funerario de entonces. Recordemos, una vez más, que José de Arimatea y Nicodemo, el otro sacerdote, después de fajar convenientemente el cadáver, habían sellado la tumba bajo la atenta mirada de los soldados romanos responsables de su custodia. El sello sólo se podía romper un año después del primer entierro para recoger los huesos descarnados, lavarlos ritualmente y ungirlos, antes de proceder al segundo entierro, el definitivo. Los procedimientos relacionados con los enterramientos, estaban perfectamente ordenados en las disposiciones religiosas judías.

Una vez más los dos ángeles están sentados; pero es la actitud de hombres de carne y hueso que se sienten fatigados después de un duro trabajo como ha sido remover la piedra, aunque para romper el sello de cemento o argamasa, se utilizase algún tipo de fulminante o explosivo de baja intensidad. El hecho de que vistieran de blanco, denota que eran sacerdotes hebreos dedicados a tales menesteres funerarios. Es lógico pensar, que el complicado proceso de inhumación judío de aquella época, debía ser supervisado por sacerdotes adscritos al cementerio. Bien, aún estamos en el osario con María Magdalena, la tumba está abierta y los restos de Jesús han desaparecido. Se trata de analizar quién o quiénes pudieron habérselos llevado y con qué propósito. En cualquier caso, esto hace añicos el dogma de la resurrección, si es que aún hay necesidad de desmentirlo. La gran astucia de los exégetas que a lo largo de los siglos han ido examinando y retocando sistemáticamente en sus obras el misterio de la resurrección ha consistido, y sigue consistiendo, en negar tercamente todas las explicaciones lógicas que despectivamente califican de racionalistas y que, según ellos, no resisten un examen. Una vez salvado este escollo, el de descartar cualquier explicación racional, que no es poco, examinan punto por punto todos los detalles de la citada resurrección, de acuerdo con los cánones establecidos por la propia Iglesia hace siglos.

La tumba donde fue depositado el cuerpo de Jesús pudo tener este aspecto

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